Mantener
viva la capacidad de sorpresa es el mejor regalo que se le puede
hacer a un niño. Basta con escucharles y enseñarles a disfrutar con
el arte de hacer preguntas.
Cada
vez que un niño se pregunta por qué flotan las nubes o dónde va el
sol cuando desaparece está emprendiendo un doble camino, el
personal, por el que se va formando su propia idea de cómo funciona
el mundo, y el que la humanidad ha recorrido cientos de veces hasta
llegar a saber lo que hoy sabemos. Durante esta etapa de la vida la
mente de los críos es una ventana abierta sin filtros, un
observatorio por el que la realidad se muestra con su lógica más
cruda e inesperada. “¿Quién le echa la sal al mar?”, “¿por
qué la caca es marrón?”, “¿quién fabrica las olas?”. Son
algunas de las cuestiones que me planteó mi hija Laura cuando
jugábamos al “juego de preguntarle cosas a papá” y
que pudieron hacerse perfectamente los primeros hombres y mujeres que
observaban la naturaleza, antes de empezar a desmadejar sus secretos
con herramientas más sofisticadas.
La curiosidad, al menos en cuanto a capacidad de explorar y buscar nuevos escenarios, no es una facultad exclusivamente humana. En experimentos con el gusano C. Elegans se ha observado que después de moverse por su entorno más cercano durante unos minutos cambia de dirección de manera radical y se lanza a navegar por nuevas zonas.