Lo
primero y casi urgente que debo hacer, dados los tiempos que corren,
es explicitar que la frase que sirve de epígrafe a esta reflexión
no es mía sino solo un préstamo (ustedes ya me entienden…) Los
lectores de Milan
Kundera recordarán
que en su primera novela, La
broma (1967),
el escritor checo cuenta cómo su protagonista, el joven Ludvik,
escribe a su medio novia Marketa en una postal visible a todo el
mundo “El
optimismo es el opio del pueblo. El espíritu sano hiede a idiotez”.
Es la broma que da título a la novela y la causa de todas las
desgracias del pobre Ludvik, empezando por su condena a seis años de
trabajos forzados.
“¿Tú
crees que se puede edificar el socialismo sin optimismo?”, le
pregunta a Ludvik un camarada que hace las veces de moralista, censor
y juez. Es inútil, casi patético, que el acusado trate de
defenderse alegando que era tan solo una broma. ¿Una broma? “¿A
vosotros os hace reír?” le pregunta uno de los camaradas-jueces a
los otros. Formulada así, la pregunta lleva implícita su respuesta.
A partir de este momento al protagonista ya no le cabe ninguna duda
de lo que le espera. En determinados ambientes el optimismo está
lejos de ser un simple estado de ánimo. Es una obligación. Y
cualquier broma sobre ello se paga muy caro.
Hoy,
afortunadamente, aquella atmósfera lóbrega y opresiva
del socialismo
real nos
parece lejana y extraña, como urdida por la mente fantasiosa de un
Kafka o un Orwell. Pero el optimismo obligatorio –una
incongruencia, ya ven- sigue gozando de buena salud, ahora no como
espíritu preceptivo del paraíso
socialista sino
como pensamiento
positivo en
las llamadas sociedades libres y desarrolladas. Aunque los contextos
que sirven de referencia son opuestos en casi todos los sentidos
-democracias avanzadas versusdictaduras
burocratizadas-, la exigencia sigue siendo la misma: el
buen ciudadano debe tener una actitud positiva,
emprendedora y en última instancia alegre (entendida como alegría
militante).
Quizá
en España no se percibe la epidemia con nitidez. Afectado por un
pesimismo crónico y una desconfianza secular en sus propias fuerzas,
el españolito –el
diminutivo lo dice todo- afronta la vida con una mezcla peculiar de
improvisación y cinismo, lejos de la moral calvinista invertida que
sustenta el optimismo reglamentado. Pero en sociedades como la
estadounidense, la tendencia se ha desarrollado, aliada a la
corrección política, como un cáncer que afecta a toda la vida
económica y social y, por descontado, a casi todas las
instituciones, desde la empresa a la universidad, pasando
naturalmente por los centros educativos, culturales y religiosos.
Me
suscitan estas consideraciones la provechosa lectura de un ensayo
de Barbara
Ehrenreich que
acaba de aparecer en el mercado español con el título un poco
infantil (o con resonancias de Halloween) de Sonríe
o muere. La trampa del pensamiento positivo(traducción
de María Sierra, Turner). En mi opinión, algunas de las páginas
más brillantes del libro son las que la autora dedica a la
comparación entre el pensamiento positivo y la antes aludida moral
calvinista, argumentando que la pretendida antítesis en las formas o
apariencias solo encubre la continuidad de fondo entre el uno y la
otra. En síntesis, la misma autoexigencia que conduce a la angustia
y la alienación.
Como
es bien sabido, el pensamiento positivo implica o, mejor dicho,
impone, una actitud resueltamente afirmativa en un sentido pragmático
hacia todo lo que nos rodea. Por ello, lejos de la metafísica
bienpensante de
un Leibniz, le interesa tan solo la dimensión funcional e inmediata.
Pero enseguida el positivo topa con que el mundo se le resiste. Por
más que uno se empeñe en verlo todo de color de rosa, están las
dificultades cotidianas y las propias limitaciones y ello sin contar
con los obstáculos y convulsiones sociales, las enfermedades y en
último extremo la muerte. Aquí entra en juego la distorsión
alienante: las circunstancias no importan. Sobreponerse y triunfar es
cuestión de determinación. Todo depende de atreverse, de querer
hacerlo.
Claro
que si todo depende de uno mismo, el yo se hipertrofia hasta extremos
inasumibles. Me explico: si el problema de no conseguir los objetivos
que me propongo no es consecuencia en medida alguna de cosas externas
a mí –sean ellas las que fueren- sino absoluta responsabilidad
mía, el fracaso afecta a mi ser integral como persona. Solo yo soy
responsable o, traducido en los términos usuales, soy yo el único
culpable. Si este énfasis en la responsabilidad personal se
mantuviera en límites mesurados, sería un buen antídoto para esa
manía contraria, tan propia de nuestros lares, de echarle la culpa
de todo a la sociedad o los
otros en
general. Pero como siempre los extremos se tocan: tan absurdo es
responsabilizarme a mí, como individuo concreto, de una guerra civil
en mi país como justificar mis delitos por un trauma infantil.
Cuando
el pensamiento positivo se ve forzado a reconocer que algo no va
bien, convierte lo malo en venturosa ocasión. De ahí esas proclamas
de bienvenida al cáncer, pues la enfermedad nos hace más felices y
mejores personas. Pero, más que en la dimensión psicológica, me
interesa resaltar aquí las consecuencias sociales y políticas de
esta tendencia. En el ámbito de la empresa, el
pensamiento positivo se ha convertido en una formidable arma de
control social.
Los altos ejecutivos dirán, como en la URSS de los planes
quinquenales, que si los objetivos no se cumplen es por desidia o
incompetencia de sus empleados. Hay que trabajar más y mejor… ¡y
más alegre! Si aún así le amenazan con el despido, ¡no se
preocupe… y sonría! ¡Está ante una nueva oportunidad!
Se
establecen de este modo algunos dogmas básicos. Por ejemplo, que lo
importante en cualquier actividad es la motivación. No hay
obstáculos insuperables cuando existe una motivación positiva. Dice
Ehrenreich que la mayoría de las grandes empresas norteamericanas
dan a sus nuevos empleados unos cursillos de adoctrinamiento
intensivo en esa línea. Lo
normal es que cada cierto tiempo todos los trabajadores tengan que
seguir obligatoriamente un reciclaje motivacional.
A veces se llega a establecer un himno de la empresa, se fija un
control del ocio o simplemente se reducen los períodos vacacionales,
buscando eso sí el asentimiento espontáneo de los interfectos:
¿dónde van a ser más felices que en la actividad laboral
cotidiana?
Se
produce así una sorprendente convergencia. Al final, toda agrupación
humana termina regida por los mismos criterios. Las distintas
confesiones religiosas se gestionan cada vez con más mentalidad
empresarial y con técnicas de marketing –el pastor o el predicador
siguen el modelo de showman- pero, al mismo tiempo, otras
instituciones o corporaciones, como las empresas, las universidades o
hasta los propios sindicatos, van adoptando unas pautas
seudorreligiosas. Unas y otros coinciden en los valores y conceptos
del pensamiento positivo: sigue adelante, puedes hacerlo (sea lo que
sea), no desmayes, esfuérzate, el triunfo está en tu mano. O, como
dice un portavoz de esta ideología: “Dios quiere que lo des todo
en tu trabajo. Sé entusiasta. Conviértete en un ejemplo”.
Volvamos
al principio, a la broma de Kundera. El novelista satirizaba el orden
socialista pero, como acabamos de ver, el pensamiento positivo
también amenaza las bases de una sociedad libre. No puede haber
libertad sin pensamiento crítico, inconformista, heterodoxo. Como es
obvio, a los poderes establecidos les interesa difundir ese opio del
mejor de los mundos posibles. La generalización de dicha actitud
complaciente conduce a la peor versión conservadora, el inmovilismo.
Estoy por decir que ese pensamiento a lo que verdaderamente conduce
es a la sonrisa floja de los imbéciles. Frente a los émulos del
doctor Pangloss (recuérdese el Cándido de
Voltaire) hay que reafirmarse en la insatisfacción, el gran motor de
la historia y del progreso.
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