Mantener
viva la capacidad de sorpresa es el mejor regalo que se le puede
hacer a un niño. Basta con escucharles y enseñarles a disfrutar con
el arte de hacer preguntas.
Cada
vez que un niño se pregunta por qué flotan las nubes o dónde va el
sol cuando desaparece está emprendiendo un doble camino, el
personal, por el que se va formando su propia idea de cómo funciona
el mundo, y el que la humanidad ha recorrido cientos de veces hasta
llegar a saber lo que hoy sabemos. Durante esta etapa de la vida la
mente de los críos es una ventana abierta sin filtros, un
observatorio por el que la realidad se muestra con su lógica más
cruda e inesperada. “¿Quién le echa la sal al mar?”, “¿por
qué la caca es marrón?”, “¿quién fabrica las olas?”. Son
algunas de las cuestiones que me planteó mi hija Laura cuando
jugábamos al “juego de preguntarle cosas a papá” y
que pudieron hacerse perfectamente los primeros hombres y mujeres que
observaban la naturaleza, antes de empezar a desmadejar sus secretos
con herramientas más sofisticadas.
La curiosidad, al menos en cuanto a capacidad de explorar y buscar nuevos escenarios, no es una facultad exclusivamente humana. En experimentos con el gusano C. Elegans se ha observado que después de moverse por su entorno más cercano durante unos minutos cambia de dirección de manera radical y se lanza a navegar por nuevas zonas. Y lo mismo hacen muchos otros animales, desde las polillas a los osos panda. Los neurocientíficos Ethan Bromberg-Martin y Okihide Hikosaka han observado que los monos eligen antes un objeto que les aporte información que uno que les aporte comida, y que satisfacer su curiosidad activa los circuitos cerebrales de la recompensa. La universalidad en el mundo animal de este impulso exploratorio apunta a que pudo tener un valor adaptativo a lo largo de la evolución y que en general habrían tenido más éxito aquellos que se aventuraron a encontrar nuevas fuentes de recursos en vez de seguir una estrategia más conservadora.
En
el caso de los humanos parece que además de explorar tenemos la
necesidad de obtener respuestas más concretas sobre lo que nos
rodea. Cuando una vaca mira a la luna es posible que le intrigue,
pero parece improbable que se pregunte por su auténtica naturaleza o
que se plantee viajar algún día hasta ella. Nosotros somos los
descendientes de aquellos homínidos que hace un millón de años se
hicieron las primeras preguntas y sintieron el gusanillo del
asombro, el subidón de dopamina que produce resolver un enigma y
encajar las piezas del puzzle. Aquel gusanillo nos ayudó a fabricar
herramientas, a dominar el arte de hacer fuego y tratar de comprender
el movimiento de los astros en el cielo, hasta el punto de
desarrollar la tecnología que nos permitió salir de nuestro
planeta.
La
huella de aquel pasado preguntón y explorador sigue presente con
especial viveza en la mente de los críos. En sus numerosos
experimentos, la investigadora Laura Schulz, que trabaja en el
departamento de Ciencias Cognitivas y del Cerebro del Instituto
Tecnológico de Massachusetts (MIT), descubrió que los niños
pasan más tiempo jugando con juguetes en los que ellos mismos tienen
que descubrir las reglas que con aquellos que saben directamente
cómo funcionan. Les encanta explorar, conocer qué extraños
mecanismos se encuentran detrás de cada fenómeno que observan y
hacer preguntas de forma insistente. Para algunos padres, esta etapa
de los ‘porqués’ resulta algo molesta y en ocasiones, tras el
cansancio de una dura jornada de trabajo, tratan de resolver la
‘papeleta’ como pueden. Muchos no se dan cuenta de que están
asistiendo un momento único en la vida de la persona, el periodo en
que se pueden ver sus pensamientos formándose en directo, con
sus dudas, contradicciones y disparatados puntos de vista.
“Papá,
papá”, me reclama mi hijo David, de 5 años, para anunciarme un
increíble descubrimiento: “¡Los cacahuetes están llenos de
panchitos!”. Cuando su hermana tenía la misma edad, las preguntas
que me hacía a diario nos divertían tanto que empezamos a
apuntarlas en una libreta para que las pudiera leer cuando fuera
mayor y disfrutar de ese recuerdo como disfrutamos de los instantes
que captamos en las fotografías. Fue así como nació el
libro “Papá, ¿dónde se enchufa el sol?”, que no pretende
ser un catálogo de respuestas para conocer cómo funciona el mundo,
sino una herramienta para que otros padres practiquen el juego de
preguntarse por las cosas y ponerlo todo en duda. El libro es una
sucesión de las preguntas reales que ella me hacía y mis intentos
por mantener viva esa llama de la curiosidad para que le dure toda la
vida. Porque no se me ocurre mejor regalo que hacerle a un
hijo que ayudarle a mantener esa chispa que enciende el motor
del conocimiento.
Al
fin y al cabo, las respuestas sobre los hechos concretos los podrá
encontrar en muchos sitios cuando sea mayor, pero no llegará muy
lejos si nada de lo que le rodea le intriga. Después quedará a su
criterio si se queda con las respuestas que se pueden poner a prueba
o si, como sucede cada vez con más frecuencia, antepone sus
convicciones a los hechos. En esa batalla que están ganando por
goleada nuestros prejuicios y sesgos cognitivos, lo que algunos han
dado en llamar era de la “posverdad”, el psicólogo Dan
Kahan, de la Universidad de Yale, ha descubierto que las
personas que mantienen un nivel de curiosidad científica mayor son
más proclives a abrir su mente a nuevas ideas. Según sus
experimentos, aquellos que disfrutan más de un hallazgo sorprendente
están más abiertos a nueva información, incluso si va contra
sus convicciones. Es decir, están dispuestos a cambiar de opinión
si se les convence con argumentos. Este es precisamente el punto de
partida psicológico de quien hace preguntas, una admisión de que no
lo sabe todo y que quizá alguien le pueda ofrecer datos o pruebas
que cambien su forma de ver el mundo. Y es el motivo por el que el
asombro y la curiosidad quizá sean nuestra última esperanza.
FUENTE:https://www.vozpopuli.com
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