PÀGINES MONOGRÀFIQUES

3/3/22

La alegría, además de expresar una voluntad de resistencia, es un afecto subversivo

PRODUCCIÓN DE AFECTOS Y VIDA INTELECTUAL

LA ALEGRÍA COMO SUBVERSIÓN

La coincidencia entre vocación y profesión es una aspiración muy difícil de cumplir. Incluso se le llega a llamar “privilegio”. Por eso llama tanto la atención, especialmente en la vida académica, el contraste de quien alcanza esa situación con las pasiones tristes. Pero, ¿por qué se nos vuelve tan rara la alegría?

La alegría es un elemento que tiende a brillar por su ausencia en los análisis y discusiones que solemos tener en torno a las profesiones culturales en general y al mundo académico o universitario en particular. Dicha ausencia refleja algo que hemos asumido con demasiada naturalidad: lo que hacemos no tiene que ver con la alegría, preocuparse por ella está fuera de lugar y hasta tiene algo de impertinente. 

Si esto es así, ¿no habría de resultar extraño y digno de mayor reflexión el hecho de que cuando por fin una vocación se concreta en profesión la alegría nos resulte extemporánea y prevalezca la frustración? ¿No nos dice eso algo de cómo está organizada nuestra vida profesional? ¿No habla también de nuestra resignación a que “las cosas son así” y no pueden ser de otra manera?

En este artículo propongo que nos ocupemos de este asunto, en apariencia menor y de naturaleza estrictamente privada, y veamos por qué la alegría importa.

Parto de una percepción que puede ser matizada por la experiencia personal de cualquiera, pero que me parece suficientemente compartida como para tomarla en serio y pensar sobre ella: la falta de alegría en la vida intelectual y, más en concreto, en la vida académica. No quiero decir que la alegría no exista, que no se pueda dar y de hecho se dé, sino que, como indican investigaciones sobre el malestar y el deterioro de la salud mental en este ámbito, y podemos ver en artículos como “Crisis de salud mental y laboral en la ciencia: las causas”, empieza a convertirse en un fenómeno residual. Las causas son múltiples, pero la precariedad y la hipercompetitividad están íntimamente relacionadas con la vulnerabilidad, el temor y la incertidumbre ante cualquier cosa que pueda ocurrir. Algo difícilmente compaginable con la alegría. Al cabo, alegría y miedo, alegría y percepción de una debilidad especial y de duración indefinida, tienen mala vecindad.

Si entendemos la alegría como una emoción que resulta de la conciencia de un bien, esta será tanto más improbable cuanto peores sean las condiciones no sólo para que acontezca, sino para que pueda darse esa conciencia. La dimensión ética de la alegría tiene mucho que ver con la ponderación de aquello que nos sucede. La sana alegría fortalece y acrecienta el impulso de perseverar en la vida y también el deseo de hacer. Pero, tal y como la etimología de contento  nos recuerda, dicha alegría se contiene, permanece en una escala de la que nos podemos hacer cargo, o sea, donde nos podemos hacer responsables con sosiego (no con la exhibición de una euforia exaltada y sin proporción ante la mirada ajena) de nuestra propia satisfacción por lo conseguido.

En semejantes condiciones es cuando la alegría puede compartirse, seguramente el grado más perfecto de alegría al que puede aspirarse: que los demás acompañen mi alegría la incrementa también cualitativamente, pues me beneficio tanto de su afecto como de su juicio, que ratifica el valor positivo de ese bien. Dicho de otro modo: se alegran por mí porque consideran que me ha ocurrido algo bueno, y eso significa un afecto favorable hacia mí, de modo que mi propia alegría compone y se compone de la de los otros. Mis cosas, mi bien, producen asimismo un beneficio en los demás que incrementa un afecto recíproco. A todo esto es a lo que cabe llamar sana alegría. Por el contrario, como veremos al hablar de melancolía, también nos ocurre que hay bienes cuya ponderación no puede producir alegría en el prójimo ni en nosotros mismos. Pero antes, para entender la importancia de esta cuestión, demos algún paso atrás.

Vocación y tiempo

En principio, la profesión científica tiene un componente vocacional muy poderoso. A su vez, la pasión por el conocimiento conlleva también la satisfacción en la insatisfacción de un deseo que se vuelve así inagotable, atendible e insaciable al mismo tiempo: hay goce en su imposibilidad. Probablemente desde la infancia, la persona siente ya una curiosidad o un interés por aprender que le proporciona deleite y bienestar, además de una inquietud que la motiva a continuar estudiando. Desde luego, esto no significa ni que la profesión intelectual se reduzca a vocación ni que la alegría sea la pasión motora del conocimiento, pero creo que hay una potencia transformadora en el reconocimiento del papel de ambas y de su relación. No se trata únicamente, con ser esta importante, de la satisfacción propia o sensación de plenitud interior de dedicarnos a lo nuestro o de hacer lo que queremos.

La alegría que siento al cultivar una actividad, al perfeccionarme en su dominio, al aprender acerca de ella y de mí con ella, es índice íntimo de que estoy llamado a esa actividad y sirve para reconocer la vocación. También para que otros ojos la reconozcan. La alegría es un afecto que me comunica con los otros a partir de un bien que entonces ya no es sólo cosa mía. En efecto, y siempre en principio, con respecto a la vocación me hago un bien a mí mismo siguiéndola, y parte de la satisfacción que siento brota de la conciencia de que su cumplimiento redunda asimismo en algún bien para otros. Tal consonancia, producto de mi actividad, aumenta mi alegría y, con ello, mi deseo de continuar cultivando esa vocación. Ahora bien, en un contexto de productivismo competitivo, ¿podemos decir que es esto lo que caracteriza nuestro día a día?

La alegría, la pasión concreta de la alegría, requiere sus propias coordenadas, su contexto: la alegría pide tiempo. Una alegría sin tiempo es poco más que una sensación placentera, el resultado agradable de un automatismo que vendrá enseguida a ser sustituido por otro, pero de efectos tan efímeros que no da lugar a un auténtico goce, a tomar conciencia de él y hacernos cargo. Por el contrario, esta sensación cotidiana de no poder parar, de no tener tiempo para disfrutar nada, produce cansancio, hastío e indiferencia por el propio destino de nuestros actos: indiferentes porque, en efecto, en un flujo constante y sin pausas, cada vez nos cuesta más distinguir unas cosas y otras.

Decimos que la alegría reclama su tiempo, pero reclama también su momento. Un aspecto de lo que conocemos como “sociedades del rendimiento” es que los instantes de satisfacción se constriñen al resultado (alcanzado o anticipado). De este modo, el goce, el disfrute, el placer, el deseo, el bienestar, todo ese campo semántico relacionado con la alegría, muestran una apariencia básica de expectativa y tendemos a marginar el proceso para centrarnos en los frutos que arroje este una vez concluido. El paradigma productivista en el que se insertan nuestras vocaciones y profesiones nos conmina a extraer el máximo rendimiento posible. Cuando lo logramos y obtenemos algún grado de reconocimiento por ello, eso nos produce satisfacción, pero esta cada vez se halla más desligada de las mediaciones y de aquello que hacemos para llegar a ese punto anhelado.

Así se explica nuestra aceptación de carreras y vidas marcadas por ímprobos esfuerzos que, en algún momento, y la expresión es clave, merecerán la pena. Sufro ahora (en un ahora que nadie sabe a ciencia cierta cuánto puede durar, tal vez años) para alegrarme después (un después que, con toda seguridad, no durará demasiado, pues la rueda nunca se detiene). En definitiva, en estos esquemas de producción intensiva pero extendida y competencia sin fin, la alegría es diferida. Entonces, ¿qué ocurre cuando resulta que esa alegría, tanto tiempo diferida, llega demasiado tarde? ¿Cómo no sentirla como algo ajeno al yo del presente? ¿Y qué ocurre cuando ni siquiera llega?

Melancolía

El precio que demasiadas veces hay que pagar en cada peaje profesional es tan alto que podría decirse que incluye la alegría. La inocencia, la espontaneidad, la imaginación, el sentido de libertad intelectual y de coherencia, la relación desacomplejada con el error, la confianza en los demás, la ilusión, otras vidas posibles, todo esto, son suplementos que el desarrollo curricular y el progreso en la escala jerárquica se llevan por delante con demasiada facilidad. Cuando eso ocurre, aunque se consigan logros importantes por los que se ha trabajado mucho y bien, de pronto advertimos que la alegría no quiere brotar.

Melancólico es el estado en que notamos que la alegría es algo que sólo les ocurre a otros, algo que podemos percibir, de lo que constatamos su existencia, pero que no somos capaces de sentir ni nos concierne. Podría decirse que, en realidad, lo que sentimos es justamente esa incapacidad, que además la alegría ajena puede venir a recordarnos. En la melancolía sentimos un agujero que lo ocupa todo, como si desalojara nuestra capacidad de interesarnos por las cosas y nos vaciara de deseo. De ahí la indiferencia ante las cosas, incluidas las propias, a excepción del propio vacío.

No en vano, la despersonalización de la propia experiencia es una de las características de los estados melancólicos o depresivos. No me puedo alegrar de esto bueno que me ha sucedido, porque ni siquiera siento que me haya pasado verdaderamente a mí. Sé que me ha pasado, pero no lo siento. Una etapa prolongada de sufrimiento no sólo ocasiona un cansancio que entumece la sensibilidad, sino que, como mecanismo adaptativo de autopreservación, produce también disociación y convierte más en espectador que en protagonista de la propia peripecia. Cuando en teoría llega el momento de alegrarse, no es fácil levantarse de la butaca.

Sigamos un poco más con esta metáfora del espectador de sí y su relación con la melancolía. Mirar hacia atrás para hacer balance requiere también haber llegado en ciertas condiciones y con la energía suficiente. De lo contrario, sólo se puede mirar al suelo. Del mismo modo, echar cuentas de lo que ha costado alcanzar algo nos pone en la tesitura de tener que reconsiderar nuestras viejas decisiones y ver si, en efecto, valió o no valió la pena tanto sufrimiento y sacrificio. Contemplar los puntos del propio currículum es de alguna manera transitar con la memoria por todos esos hitos que ya no volverán: algunos gozosos, otros un padecimiento, los hubo que sirvieron para algo y otros para nada, o así lo experimentamos. Un currículum es, entre otras definiciones posibles, un recuento de cosas que una vez creímos que merecía la pena hacer, una suerte de registro de ilusiones, de proyectos que habrían de reportar algún bien. Por lo mismo, un currículum es una lista de malas decisiones, de esfuerzos que pudieron dirigirse en otra dirección, de una vida que pudo vivirse de otro modo. No importa lo extenso que sea ni lo brillante, el currículum, que es un resumen de lo más importante de nosotros mismos, nunca podemos sentir que nos haga en verdad justicia, pues lo que más nos importa, todo ese esfuerzo y sacrificio, todo aquello que se ha perdido, por su naturaleza permanece oculto. Se exponen resultados, no procesos. Por eso, por lo que tiene de reflexivo, de pliegue sobre sí, es difícil enfrentarse en serio al propio currículum y no caer en la melancolía, por más que el objetivo sea justamente el contrario: expandir una imagen lo más plena de uno mismo que dé cuenta de una trayectoria de éxitos lo más lineal y previsible que pueda proyectarse, pues prometemos que habrá de continuar en el futuro.

Final: por la sana alegría

Si bien es cierto que la crítica del presente pasa por el análisis de las estructuras y condiciones materiales de la vida social, requiere también interesarse por los modos en que se conforman y manifiestan sus afectos. Más aún si tenemos en cuenta la producción de subjetividad como uno de los rasgos distintivos del neoliberalismo. El (des)orden vigente es un fabuloso promotor de las pasiones tristes, al punto que se llega a dar por descontado que tales sean las emociones predominantes incluso en contextos en los que se supone que la gente llegó allí orientada por la vocación y el deseo. Así las cosas, cabe explorar la relación entre la pasión alegre y la subversión. Incluso, en el límite, la alegría, además de expresar una voluntad de resistencia, es un afecto subversivo.

Contrapunto y a menudo antesala de la melancolía, la euforia viene a ser hoy la alegría convertida en espectáculo según un paradigma en el que hasta las más íntimas satisfacciones deben capitalizarse con vistas al futuro. En cambio, la sana alegría implica celebrar el saberse afectados por las cosas que le ocurren al prójimo y la capacidad de considerarlas buenas, así como la disposición a que el prójimo pueda experimentar algún tipo de beneficio por las propias. 

La sana alegría presupone un nicho común en el que las relaciones basadas en un principio de igualdad son factibles. Por tanto, su reivindicación no es un asunto de índole individual, sino político: es la reivindicación por formas de vida (por formas de organizar socialmente la vida) donde poder compartir la alegría con y por los otros a causa de un bien que apreciamos favorable y justo, vale decir, que no acontece a costa de la explotación del prójimo ni de uno mismo.

Javier López Alós Doctor en Filosofía y escritor. Autor de El intelectual plebeyo. Vocación y resistencia del pensar alegre (Taugenit, 2021)

https://www.elsaltodiario.com/el-rumor-de-las-multitudes/produccion-de-afectos-y-vida-intelectual-la-alegria-como-subversion

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