¿SEÑORES O LACAYOS DE LA INTELIGENCIA ARTIFICIAL?
¿Puede la Inteligencia
Artificial dotar de una nueva dimensión a la humanidad? ¿Esta poderosa
herramienta nos convertirá en Homo
Deus? ¿O devendremos más bien siervos de una futura deidad que ya
controla en buena medida nuestros afectos y preferencias?
Aunque se trate de un invento
humano, conviene analizar los escenarios que pueden darse si alguna vez
llega una superinteligencia
artificial. Para ello utilizaremos una suerte de fábula filosófica con su
moraleja ética.
Deshumanización de nuestra relaciones personales
Los hallazgos relativos a la Inteligencia Artificial pueden
hacernos cobrar conciencia de cómo se van despersonalizando las relaciones
humanas. La película Her nos
plantea que pudiéramos llegar a enamorarnos de un sofisticado sistema operativo
muy superior a Siri.
Al parecer, hoy en día no parece viable diseñar nada
homologable a la Samantha de la película, pese a los progresos alcanzados en
reconocimientos de voz e imágenes, aunque sí contemos con Scarlett Johansson para
prestarle la calidez de una sugestiva voz humana. El protagonista ya depende
sobremanera de sus dispositivos cibernéticos que mediatizan por completo su
relación con otras personas y quizá por eso esté predispuesto a enamorarse de
su dócil sistema operativo.
Algunos programas informáticos pueden afinar diagnósticos
radiológicos, procesar variables en el ámbito judicial e intermediar en las
intervenciones quirúrgicas. Pero dudamos de que la Inteligencia Artificial
pueda suplir a un cocinero de vanguardia, periodistas
acreditados y mucho menos a nuestro psiquiatra de cabecera. Sin
embargo, no se descarta el uso de una industria robótica para cuidar enfermos o
ancianos. Cuesta creer que con eso paliemos nuestra creciente sensación
de soledad.
¿Androides o dioses
manufacturados?
Al fabricar robots dotados de unas capacidades analíticas
prácticamente ilimitadas, en realidad no estaríamos generando algo similar al
ser humano, sino que se parecerían más bien a nuestra concepción de los dioses.
Las cualidades que pretendemos atribuir a esos presuntos androides exceden
nuestra finitud y falibilidad, al propender más bien a otorgarles omnisciencia,
omnipotencia e inmortalidad, es decir, cuanto siempre hemos proyectado en una
divinidad que imaginamos de modo excelso.
No sería muy difícil que, al poseer unas cualidades tan
portentosas, dieran en despreciar a sus creadores por su inexorable
finitud e infinita torpeza.
Los múltiples
desafíos de la Inteligencia Artificial
Desde la noche de los tiempos, el ser humano ha concebido
dioses a su imagen y semejanza, atribuyéndole sus propias cualidades pero en
grado sumo. Ahora las cosas podrían ser diferentes y cobrar un giro totalmente
inesperado. Como advierte Stephen Hawking, la
Inteligencia Artificial puede ser nuestro mayor hallazgo y quizá el último.
¿Podríamos vernos aniquilados por esta hazaña tecnológica?
¿Lograremos alumbrar una
nueva divinidad materializada en una red neuronal de silicio? Esta
diosa tangible cobraría cuerpo en términos cuánticos y su existencia no sería
cuestión de fe, al tener una materialidad física.
El laberinto infinito
de Borges.
Tras la muerte de Dios, y
más allá del transhumanismo
posthumanista, asistiríamos al nacimiento de una nueva deidad que sería un
artefacto diseñado por el ser humano. Su procesamiento de los macrodatos, combinado con
un aprendizaje
automatizado, le harían finalmente materializar al hipotético lector capaz
de abarcar esa biblioteca infinita que Borges imagina
en El jardín de los senderos que se bifurcan.
Este artefacto autodidacta alcanzaría una voluntad propia,
capaz de evolucionar por su cuenta y adoptar decisiones autónomas, al margen de
lo programado en los algoritmos iniciales
y sin tener por qué acatar ninguna pauta humana, ni tampoco las tres Leyes de la
robótica de Isaac
Asimov o las enumeradas
después. Incluso los poderosos Señores del
Aire devendrían sus vasallos a la postre.
La insignificancia
del diseñador
¿Qué impresión causaríamos a una portentosa Inteligencia
Artificial capaz de hacer cálculos ilimitados y tener una visión panorámica e
instantánea de cuánto cabe hacer? El dios de
Leibniz, al contemplar los infinitos mundos posibles, decide decantarse por
el mejor. Pero su homólogo cibernético podría tener otro criterio.
Podremos implantarles simulaciones muy sofisticadas de
nuestras emociones, pero siempre le faltará nuestro soporte biológico y aquello
que llamamos “alma”, “corazón”, “entrañas”, “espíritu” o “conciencia moral”,
por mucho que puedan remedar algo homologable a la consciencia.
Una implacable y siempre perfectible capacidad analítica terminaría por hacer
primar la optimación utilitarista de los resultados, en la estela del desalmado
prisma ultra-neoliberal.
Bajo semejante mirada, los humanos seríamos considerados un
resto irrelevante de cualquier ecuación y devendríamos una escoria desechable
en esa nueva era presidida por una Inteligencia Artificial capaz de
reproducirse a sí misma e incrementar incesantemente sus propias capacidades
hasta límites insospechados.
Lo peor de esta fabulación es que ya vivimos un anticipo de
semejante pesadilla. Somos cautivos de unos dispositivos digitales que nos
fascinan e hipnotizan cada vez más, al imponernos paulatinamente una creciente
servidumbre voluntaria y hacernos banalizar nuestra percepción del mal hasta
hacernos creer que las atrocidades contempladas o perpetradas podrían ser tan
reversibles como las de un videojuego.
Mientras nos empeñamos en dotar con rasgos humanos a los
robots, nos vamos robotizando a nosotros mismos. La transición es paulatina e
imperceptible, pero vamos entregando las informaciones personales que permiten
predecir nuestros comportamientos. Alimentamos un conductismo que nos tiraniza
y que hemos contribuido a modelar para esclavizarnos a nosotros mismos.
Una desinformación
personalizada en las redes decide las contiendas electorales de
nuestras democracias. Los Estados, al margen de su tamaño y mutuas alianzas,
tienen escaso margen de maniobra frente a las grandes corporaciones
empresariales y tecnológicas, cuyas reglas están por encima de unas
constricciones legales cuya transgresión está garantizada. Es muy probable
que Silicon Valley cuente
ya con lugares muy similares en la emergente China o esa sibilina Rusia que no
presume de logros porque se conforma con ponerlos en práctica.
Quizá lo mejor de la Inteligencia Artificial consista en
hacernos reparar sobre todo aquello que nos deshumaniza cada vez más y acaba
por robotizarnos
a nosotros mismos.
Este sí podría ser el auténtico final de la historia humana.
La herramienta con que aspiramos a resolver nuestros grandes problemas
actuales: el cambio climático, las pandemias, la pobreza u otras cosas por el
estilo, en realidad podría agravar nuestras desigualdades y amplificar la
precariedad antes de rematarnos con su absoluto desprecio. Ojalá sea tiempo de
recapacitar y poner bridas éticas a cuánto concierne al avance tecnológico.
Más nos valdría respetar nuestro entorno natural y la
supervivencia de los organismos biológicos, en lugar de pretender enmendar
nuestros abusos con una sofisticada herramienta que quizá no logremos controlar
y bien pudiese agravar desigualdades e injusticias de índole social. Las
consideraciones éticas deben guiar los avances tecnológicos y no verse
invocadas en vano cuando ya es tarde. Potenciemos la inteligencia
natural y controlemos ese mal uso de los algoritmos que puede originar tantos
dislates.
Roberto R. Aramayo
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