PÀGINES MONOGRÀFIQUES

9/1/20

¿Por qué casi nadie invierte en tener tiempo?si las mejores cosas de la vida son gratis


VIVIR MEJOR CON MENOS

Las restricciones que impone la crisis a las economías domésticas son una oportunidad para recuperar el valor del tiempo y vivir de forma más sencilla, consciente y frugal.
La escoba de una crisis económica interminable ha barrido millones de puestos de trabajo, mientras que las personas que siguen en activo están viviendo ajustes de todo tipo. Tras varias décadas de excesos por parte de los que mueven los hilos del casino financiero, nos hallamos ante un primer mundo empobrecido. El crédito ha dejado de fluir libremente y ya no podemos “comprar con dinero que no tenemos cosas que no necesitamos para impresionar a gente que no nos cae bien”, en palabras del economista y escritor Álex Rovira.

La buena noticia es que la situación actual nos permite reformular nuestro modo de vida y, muy especialmente, la manera en la que invertimos nuestros recursos. La cuestión fundamental sería: ¿es posible vivir mejor con menos?


Los analistas de un concepto en boga, la Felicidad Interior Bruta, aseguran que cuando están cubiertas las necesidades básicas, el bienestar personal no aumenta con la prosperidad material. Esto explicaría que, sobre el papel, los habitantes de Bután, con una de las rentas por cápita más bajas del mundo, superen en grado de satisfacción personal a los de países que lideran la tabla de ingresos.

Si este dato es cierto, significaría que, hasta la explosión de la burbuja inmobiliaria, habíamos errado en nuestra búsqueda de la felicidad, aunque algunas personas, como veremos a continuación, ya habían renunciado a la fórmula de máximo enriquecimiento en el menor tiempo posible.

‘Downshifting’

Hace tres años, John Naish publicaba en nuestro país su libro ¡Basta!, cómo dejar de desear siempre algo más. Este periodista británico, colaborador habitual del Times o el Daily Mirror, reflexionaba así sobre nuestra fijación por el consumo:

“A lo largo de la historia de la humanidad, hemos sido capaces de sobrevivir al hambre, las enfermedades o los desastres gracias a nuestro instinto de desear y buscar siempre más cosas. Nuestra mente está programada para temer la escasez y consumir lo que podamos. Sin embargo, hoy, gracias a la tecnología, tenemos todo lo necesario para vivir cómodamente, e incluso más de lo que podemos llegar a disfrutar o utilizar. Pero esto no detiene nuestro deseo innato de ir a por más. Todo lo contrario, nos vuelve adictos al trabajo, nos ahoga en un mar de información, nos hace atiborrarnos de más comida y nos embarca en una constante, y frustrante, búsqueda de más ‘felicidad”.

Este ensayo aparecía pocos meses antes de la quiebra de Lehman Brothers, en un momento en el que el crecimiento parecía ilimitado. Sin embargo, algunos ejecutivos ya se habían desencantado de la cultura consumista y se apuntaban al downshifting, un fenómeno que se inició en la década de los 80 en plena cumbre de la cultura yuppie. Directivos de grandes empresas que habían vivido por y para el trabajo renunciaban a sus cargos y aceptaban puestos más bajos en el organigrama para ganar tiempo y calidad de vida.

Ahora que muchos trabajadores han tenido que aplicarse el downshifting a la fuerza, debemos plantearnos cómo podemos vivir igual o mejor con menos. Vicki Robin, una militante de la vida simple en EEUU, propone un principio para separar el grano de la paja: “Lo primero que hay que hacer es averiguar el grado de satisfacción que nos producen las cosas, para distinguir una ilusión pasajera de la verdadera satisfacción. Con esta fórmula cada uno puede detectar los valores que le proporcionan bienestar y descubrir de qué puede prescindir, y así alcanzar paso a paso un nuevo equilibrio vital más satisfactorio”.
Retorno a la austeridad

Tras una debacle financiera como la de 1929 o la del 2008, muchas personas redescubren los valores de la austeridad y se dan cuenta de que muchas de las cosas que consideraban imprescindibles, en realidad, no lo eran tanto. Sin embargo, la búsqueda de la frugalidad y la simplicidad es anterior a cualquier crisis económica global. Desde los filósofos cínicos que, en la Grecia del siglo IV a.C., promulgaban el desapego de todo lo material, pasando por los taoístas chinos, que practicaban la vida sencilla y el fluir al ritmo de la naturaleza, pensadores de todas las épocas han hablado de los beneficios de una existencia alejada de los lujos y excesos.

En la era moderna, David Henry Thoreau quiso experimentar la austeridad radical con una huida de la civilización que describiría en su ensayo Walden. En 1845, este activista norteamericano se instaló en una cabaña construida por él mismo en un bosque donde pasaría dos años, dos meses y dos días de vida solitaria. Durante este tiempo, cultivó sus alimentos, reflexionó y escribió sobre el estado natural del hombre y las esclavitudes de la sociedad industrial. En sus propias palabras: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la existencia y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida… para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido. (…) Deseaba extraer de la vida todo su néctar a través de una existencia robusta y espartana”.

En la línea del experimento de Thoreau, el sociólogo y doctor en filosofía Joaquim Sempere argumenta que la austeridad ha existido en la historia humana principalmente como ejercicio de autodominio, como esfuerzo para probarse a uno mismo. Es un medio de medir “la capacidad para resistir a las tentaciones placenteras y gobernarse con la razón y las facultades superiores de la mente por encima de las pulsiones hedónicas inmediatas y primarias”.

Simplicidad voluntaria

En el presente siglo, las personas que tienen una hipoteca, familia e hijos en la ciudad no pueden permitirse retirarse a una cabaña como el autor de Walden, pero tienen otras formas de vivir con austeridad sin privarse del néctar de la vida.

Tras abandonar la cultura del crédito, debemos tomar conciencia de nuestros ingresos reales y de aquellos gastos a los que podemos renunciar. Hay que asumir que cuanto más dinero necesitemos, más tiempo deberemos trabajar.

Una de las obviedades que nuestra vida acelerada nos ha hecho olvidar es que cambiamos dinero por tiempo, la única divisa que no se puede reponer. Entregar horas, días, años de nuestra vida a algo que no nos gusta para pagar créditos debería hacernos reflexionar. Incluso hay personas sin deudas que trabajan tanto que no tienen tiempo de gastar lo que ganan.

¿Por qué casi nadie invierte en tener tiempo? Teniendo en cuenta que las mejores cosas de la vida son gratis –la amistad, el amor, la contemplación de la naturaleza…–, deberíamos prestar atención a nuestra escala de prioridades para colocar cada cosa en su sitio.

El Walden del siglo XXI puede ser llevar una existencia sencilla según el patrón de simplicidad voluntaria propuesto por Duane Elgin en el libro del mismo título. Este activista y conferenciante norteamericano radiografía con estos diez hábitos los que han optado por la vida simple:

    Invierten el tiempo y energías liberados en actividades con su pareja, hijos y amigos (caminar, tocar música juntos, compartir una comida, acampar…) o en actividades voluntarias de ayuda a otros.

    Se esfuerzan en desarrollar todo el espectro de sus potenciales: físico (deportes), emocional (aprendiendo a expresar y compartir los sentimientos), mental (leyendo libros, tomando clases…) y espiritual (cultivando una mente calmada y una corazón compasivo).

    Sienten una conexión íntima con la tierra y una preocupación reverencial por la naturaleza, por lo que actúan procurando siempre el bienestar de la tierra.

    Se preocupan por los pobres del mundo; una vida más simple crea un sentimiento de parentesco con los más desfavorecidos y, en consecuencia, con la equidad en el uso de los recursos mundiales.

    Disminuyen su consumo personal; compran ropa funcional, estética y duradera en lugar de seguir modas pasajeras; compran menos joyería y otras formas de ornamentación personal; compran menos cosméticos.
    Apuestan por productos resistentes, fáciles de reparar, cuya manufacturación y uso no sean contaminantes y que, además, sean eficientes desde el punto de vista energético.

    En su dieta, se alejan de los alimentos altamente procesados, de las carnes y el azúcar, y prefieren alimentos más naturales, saludables y apropiados para los habitantes de un pequeño planeta.

    Reducen la acumulación y complejidad en sus vidas, desprendiéndose o vendiendo aquellas posesiones que son raramente usadas y podrían ser utilizadas productivamente por otros.

    Aprecian la simplicidad de las formas no verbales de comunicación: la elocuencia del silencio, abrazarse y tocarse, el lenguaje de los ojos.

    Abogan por prácticas holísticas de cuidado de la salud que enfatizan la medicina preventiva y las capacidades curativas del propio cuerpo.

¿Quiénes son los pobres?

Sin olvidar el drama de millones de personas que sufren escasez de agua, alimentos y medicinas, en el primer mundo tendemos a utilizar un baremo consumista para medir la pobreza. Desde nuestro punto de vista, el campesino de Bután que vive con un par de euros al día sería considerado pobre de solemnidad, por mucho que su país exhiba un elevado índice de Felicidad Interior Bruta.

Sobre el concepto de pobreza, hay una lúcida fábula de autor desconocido. Cuenta que el padre de una familia muy rica llevó a su hijo de viaje a una comunidad indígena con el expreso propósito de mostrarle cómo viven los pobres. Estuvieron un par de días y noches alojados en la granja de lo que se podría considerar una familia muy pobre. A la vuelta del viaje, el padre preguntó a su hijo qué le había parecido la experiencia y si se había dado cuenta de cómo vivían los pobres para valorar más lo que tenía en casa.

El niño respondió que le había encantado el viaje y que ahora ya sabía cómo vivían los pobres. Cuando el padre le pidió que especificara lo que había aprendido, el pequeño enumeró así lo que había visto:

“Nosotros tenemos un perro y ellos tienen varios.

Nosotros tenemos una piscina que ocupa la mitad del jardín y ellos tienen un arroyo que no tiene fin.

Nosotros hemos puesto faroles en nuestro jardín y ellos tienen las estrellas por la noche.

Nuestro patio es tan grande como el jardín y ellos tienen el horizonte entero.

Nosotros tenemos un pequeño trozo de tierra para vivir y ellos tienen campos que llegan hasta donde nuestra vista no alcanza.

Nosotros tenemos criados que nos ayudan, pero ellos se ayudan entre sí.

Nosotros compramos nuestra comida, pero ellos cultivan la suya.

Nosotros tenemos muros alrededor de nuestra casa para protegernos, ellos tienen amigos que los protegen.”

El padre del niño quedó boquiabierto. Finalmente, su hijo añadió:

“Gracias, papá, por enseñarme lo pobres que somos.”
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Francesc Miralles – Revista Integral


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