Hace
cinco años me acerqué por primera vez a la Agricultura Urbana.
Nunca tomé un taller, no pagué un solo peso por aprender lo poco
que sé, que ha sido suficiente, al menos hasta hoy, para sembrar en
casa.
Entorno
a este tema podría contar cientos de historias de aprendizaje, de
compartencia, de reflexiones que el camino de las plantas me ha ido
dejando. Pero hoy quiero contar la historia de casa. Del rincón
donde anida nuestra familia.
Llegamos
por casualidad a un anuncio de una casa “sui generis”, cuyas
paredes no eran paredes sino enormes hileras de maceteros hasta ese
momento, vacíos. La visitamos un día entre semana por la tarde y se
veía prometedor. Siempre quise espacio en mis ventanas para sembrar,
algo de luz, algo de aire, eso era suficiente para sembrar. Así
crecí en un departamento de la Ciudad de México, atesorando los
rayos de sol que entraban veloces y en pocos momentos de las
estaciones del año.
Y
esta era una casa extraña, como si la hubiesen diseñado para mi,
para nosotros que teníamos el deseo de compartir el huerto y verlo
crecer. La elegimos quizá por las ventanas y la posibilidad del
verde en ellas y nos quedamos.
Las
macetas entonces estaban secas. Al menos tenían la tierra que
albergaron hace más de un año, que por supuesto estaba casi muerta.
Ese era y sigue siendo el mayor reto, crecer en macetas no es lo
mismo que hacerlo en la tierra. Y un buen agricultor urbano sabe que
hay algo que le falta a esto. Le falta el esfuerzo de hacer
suelo,
de alimentar la tierra con los nutrientes y el oxígeno que aportan
los cultivos diversos, y la vida microscópica que posibilitan. Había
que alimentar la tierra con bacterias, composta y tierra viva.
Otro
reto era la sustentabilidad, es decir, ¿qué tan ecológico es
mantener casi 150 metros de largo de macetas con plantas comestibles?
Se requiere de agua, de riego constante. Esto en una ciudad deja de
ser amable con el medio ambiente. Estamos lejos del modelo
de Fukuoka,
en donde el hombre apenas interviene para mantener el equilibrio
natural del suelo y sus poblaciones vegetales, animales y minerales.
Pero
es uno más de los intentos que nos enseñan cosas, nos hacen pensar
y nos ayudan a prepararnos para mejores espacios y condiciones.
Lo
primero que hicimos fue colocar en cada una de las macetas un poco de
bocashi, un preparado de salvado y bacterias fermentadas que se
utiliza para fertilizar la tierra. Este lo conseguimos de un amable
agricultor urbano de una chinampa de Xochimilco, que nos casi regaló
como tres kilos del preparado. De esos 3 kilos logramos multiplicar
el doble agregando más materia prima, el salvado, el piloncillo,
(Aquí
está la receta)
y eso nos permitió añadirlo a cada contenedor.
Eso
fue una tarea algo pesada. Somos dos, y a veces para poder terminar
de atender todo el jardín vertical que nos rodea necesitamos pasar
medio día sólo trabajando. No es un trabajo cansado, es en realidad
bastante meditativo. Ponemos música y manos a la obra, y pasan horas
en que esa concentración termina con mucha satisfacción y descanso.
Eso
sí, creo que hay que decir que para que una planta produzca en la
ciudad, si bien la naturaleza de una semilla y sus condiciones pueden
hacerlo todo, sí se requiere de tiempo específico para atenderlo.
Me ha pasado abandonar un poco algunos sectores, o posponer la
aplicación de algún repelente natural para plagas porque
simplemente tengo pereza, o pierdo el entusiasmo. En una ciudad hay
mucho que se puede hacer, y uno tiene que elegir entre eso, y cuidar
del huerto. Sí se requiere tiempo, y energía, y sobre todo
disposición mental. Y apertura para aprender.
El
siguiente paso fue instalar el sistema de riego automático. Ya había
uno pensado anteriormente para manejar aspersores superiores, y lo
cambiamos por sistema de riego por goteo, así podríamos ahorrar el
agua que se salpicaba y sería más sencillo mantener la humedad.
Aunque aún hay fugas de agua y escurrimientos, y en ciertas zonas la
presión del agua es mayor y mayor su cantidad, funciona digamos que
bien. Hubo que humedecer varios días la tierra hasta que estuviera
lista para recibir a las plantas.
Las
plantas que trasplantamos, a su vez, fueron sembradas casi desde los
primeros días. Usamos unos almácigos de casi 80 brotes cada uno, y
terminamos con cerca de 1,500 brotes distintos de lechugas,
espinacas, zanahorias, apio, jitomate, chile, albahaca, epazote,
cilantro, y otras.
Las
plantas tardaron en crecer entre tres semanas y un mes. Y como cada
una tenía ritmos distintos, esperamos a que las últimas estuvieran
listas para hacer el trasplante. Ese fue un día largo de sábado,
que terminó con las macetas casi como estaban al inicio, pero con
pequeñas plantitas encima que apenas si se apreciaban.
Entonces
es cuando el trabajo se vuelve algo extraño, porque la cosecha viene
lento y crece lento. Sólo las fotografías pudieron dejarnos ver
cómo crecían las plantas, hasta que un mes después teníamos todas
las macetas llenas de vida, y en un par de meses, tuvimos los
primeros frutos ya en el plato.
Tomó
sólo 3 meses tener los primeros jitomates, lechugas, y los chiles
llegaron al mismo tiempo, aunque a esos nos gusta dejarlos secar en
rama para que concentren su sabor.
Siempre es algo mágico poder
abrir la ventana y sacar unas hojas de lechuga, que saben muy frescas
y gruesas, al igual que las espinacas. Los jitomates han llegado a
producir cerca de 1 kilo cada semana, y conforme las plantas van
cumpliendo su ciclo los frutos van siendo más pequeños. Después
crecieron las hierbas, muchos dientes de león que valoro por su
aporte nutritivo y medicinal, y otras. Las caléndulas guerreras, las
flores que resisten al embate del sol.
Hemos
cometido ciertos errores, sobre todo porque a veces dejamos de pensar
que tenemos comida en la ventana. Y a veces perdemos algo de la
producción. Quizá sea buena idea ofrecer a los vecinos algo de la
sobre producción. Hasta ahora no lo hemos intentado pero ya les
contaré si sale bien, o si sale mal. Otras veces nos damos cuenta
que seguimos comprando ciertas cosas, (no las que se producen aquí,
eso sí) y entonces el consumo sigue siendo mucho más diverso que la
producción. Es en este punto que notamos lo importante que es el
intercambio y lo inútil que es pensar que uno solo puede
autoabastecerse. No way.
La
casa es bella, pero tiene sus bemoles. Definitivamente no es la forma
más ecológica ni sostenible de producir comida. Pero ha sido un
buen pretexto para hablar de ciertas cosas con amigos, con gente que
la ve desde la calle y en general, con quienes se cruzan o vienen a
visitarnos. Es posible producir localmente, sí. Requiere esfuerzos,
mucho. Pero da una satisfacción enorme, y es muy bello presenciar el
milagro de la vida a pocos metros.
No todo, como piensan algunos, se
resolverá si tenemos huertas personales. El mundo no funciona así,
cuidar de la naturaleza a través del cuidado de cómo producimos lo
que consumimos es una parte importante, pero si queremos aportar,
debemos estar conscientes del grave problema que enfrenta el campo
mexicano, la tragedia de los campesinos y el crimen que realizan las
grandes marcas de granos y semillas. Ahí hay decisiones y posturas
políticas que tomar.
Pero
en lo micro, me gusta tomar un té en la mañana, y ver cómo el sol
se va escurriendo encima de las hojas nuevas. Y ver cómo
resurgen brotes donde pensábamos que ya no había. Tienen una buena
energía las plantas, supongo que es la propia proyectándose en su
verdor. Da mucha ilusión ver los frutos llegar. Y nos hace repensar
cuánto le toma a la naturaleza producir un poco de sí.
Mientras
seguimos disfrutando de este espacio verde, prestado como todo lo que
nos rodea, yo sueño con poder pisar tierra firme, y sembrar en ella.
Dejar de lado el sueño urbanizado-imposible, de las ventanas, y no
sé, ponerle un poco de oxígeno al suelo que me sostenga.
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