El decrecimiento no es una buena alternativa al desarrollo sostenible. El término “decrecimiento” es introducido por Serge Latouche a mediados de la década de los 2000. Con él se quiere reivindicar la necesidad de que el Producto Interior Bruto (PIB) de los países industrializados se contraiga y así se reduzca el impacto ambiental que las actividades económicas de esos países producen. De paso se abandona el paradigma del crecimiento, que es la guía económica de estos países y del capitalismo.
El
decrecimiento es solo un elemento más del esquema mental de este
autor posmoderno. Más importante en el pensamiento de Latouche es la
oposición a un elemento del pensamiento occidental que él considera
clave. Para él, el principal problema reside en el continuo que va
desde el pensamiento científico hasta el desarrollo industrial.
Nuestra ciencia, basada en el método científico, produciría de
forma ciega desarrollo tecnológico, que da lugar, a su vez, al
desarrollo industrial, que marca nuestra forma de vida y tiene
efectos opresores.
Él
critica todos estos elementos como un continuo inseparable, que es
imposible embridar por la política o por cualquier institución, con
un resultado siempre negativo para nuestras vidas y para el medio.
Latouche
introduce otro término que es también importante en su pensamiento
y que ha tenido menos predicamento: la “tecnomáquina”. Con esta
palabra se refiere a una gigantesca construcción en la que todos
participamos y en la que estamos prisioneros. Nuestras vidas
formarían parte de un engranaje que engloba ciencia, tecnología,
industria, actividad económica y cultura occidental. Latouche no
rechaza las aportaciones de culturas indígenas para remediar estos
problemas que nos trae la tecnomáquina.
Contrasta
esta construcción tan “moderna” –en el sentido de que posee
una ordenación grande en la que participan sujetos claros con
intereses definidos– con el desarrollo general de su pensamiento,
de índole relativista.
Recientemente,
el término se ha extendido a más países –entre ellos, España–
y se ha popularizado en los sectores ecologistas y, también, en
algunos sectores de izquierdas y libertarios. Con esta extensión se
amplía el significado del término de lo estrictamente económico a
una filosofía de vida que debería extenderse a toda la sociedad
para evitar el colapso ecológico.
La
rápida asunción del término “decrecimiento”.
Pronto
se produce una asunción de este concepto por parte del movimiento
ecologista y de algunos pensadores de izquierdas.
Una
buena parte del ecologismo era crítica en el fin de la década de
los noventa del siglo pasado con un concepto clave que había servido
de guía a los pasos de este movimiento: el “desarrollo
sostenible”. En esa época se producen interesantes debates en
torno a este concepto, que se tratarán a continuación. Este sector,
disconforme con la construcción del “desarrollo sostenible”, y
ante el desgaste del término, busca nuevas explicaciones globales
que le puedan servir de guía.
Asimismo,
esta corriente ecologista tiene el objetivo prioritario de derribar
el capitalismo. Buscaría, por tanto, propuestas que resulten
inasumibles para este sistema económico. Si el desarrollo sostenible
ha sido asumido por el sistema capitalista, hay que buscar un
concepto que resulte inasumible. Y ciertamente, el decrecimiento lo
es en un sistema cuyo fin es el crecimiento.
Los
grupos “decrecentistas-ambientalistas” suelen tener como objetivo
final la construcción de un mundo donde la vida se desarrolle en
comunidades pequeñas, autocentradas y casi sin necesidades de
transporte. Algo a lo que desde luego no tienden ni las sociedades de
los países industrializados, ni de los emergentes.
Por
extensión, el término decrecimiento es adoptado por algunas
tendencias de pensamiento de izquierdas a la búsqueda de
construcciones y teorías globales para una sociedad alternativa.
Estas teorías asumirían las propuestas ecologistas, especialmente
si ponen al capitalismo en un brete insalvable: si el capitalismo
necesita crecimiento, defendamos el decrecimiento.
Además
de este hecho, el decrecimiento proporciona una explicación sencilla
y compacta de lo que hay que hacer. Y el término resulta lo bastante
ambiguo para acoger en su seno ideas y teorías diversas. No es
extraño encontrar autores que se declaran hoy “decrecentistas”
tras haber sido defensores del desarrollo sostenible.
Críticas
al “desarrollo sostenible”.
El
desarrollo sostenible es un concepto que se extendió rápidamente en
los años noventa. El término fue introducido por la entonces
primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland, autora del informe a
la ONU titulado “Nuestro futuro común”. El desarrollo sostenible
es aquel que permite satisfacer nuestras necesidades sin comprometer
la satisfacción de las necesidades de las generaciones futuras.
Esta
formulación resulta muy interesante, puesto que introduce el
concepto de la solidaridad intergeneracional, pero tiene todavía
algunos problemas que resolver. Estos problemas han hecho que muchos
autores abandonen el término y declaren que no vale la pena trabajar
para aclarar esos puntos más oscuros.
El
primer debate atañía al término en sí mismo. ¿Son “desarrollo”
y “sostenible” términos compatibles? Algunos autores decían que
es imposible desarrollarse sin causar impactos ambientales y sin
consumir recursos no renovables. Para empezar es necesaria una buena
definición de desarrollo. Otra vez según la ONU, “desarrollo”
es el proceso de ampliar la gama de opciones de las personas.
Formulado así, es posible desligar el desarrollo de los
requerimientos materiales del consumo.
Y
es también posible distinguir desarrollo de crecimiento. Desde el
punto de vista ambiental es muy sugerente poder distinguir calidad de
cantidad: no todos los modelos de crecimiento económico son igual de
destructivos. No es lo mismo aumentar el consumo de energía a base
de renovables que a base de carbón o nuclear. Tampoco es igual
desarrollar una industria de la construcción para enladrillar el
territorio que para rehabilitar el parque de viviendas ya existente.
Aparece
también un debate en torno al concepto de necesidad. ¿Cuáles de
nuestras necesidades deben satisfacerse lícitamente? Una forma
interesante de resolverlo es aceptar la postura de Manfred Max-Neef,
según la cual, en todas las sociedades y épocas las necesidades
humanas son muy parecidas. Tenemos nueve: subsistencia, protección,
afecto, entendimiento, identidad, libertad, ocio, participación y
creación. Cuando alguna necesidad no se ve cubierta nos enfrentamos
con la pobreza, que puede ser material, cultural, social, espiritual…
Lo que cambia de época en época y de cultura en cultura son los
satisfactores, las formas de satisfacer las necesidades. De esta
manera podemos buscar satisfactores que impacten lo menos posible
contra el medio.
También
hay que tener en cuenta la previsión del futuro. ¿En cuántas
generaciones hay que pensar? Hay que reconocer que no sabemos cómo
será el futuro y qué acontecimientos importantes cambiarán el
mundo, y en qué sentido. ¿Cómo saber cómo será el mundo y de qué
satisfactores se dispondrá?
Además,
hay que considerar los tres pilares de la sostenibilidad: ambiental,
social y económico. ¿A cuál se le da más peso? ¿Qué ocurre
cuando entran en contradicción? A menudo nos toca elegir entre un
beneficio social a corto plazo, que implica un cierto impacto
ambiental, o bien, la explotación de un bien natural que permite el
desarrollo económico.
Por
si esto fuera poco, el término ha sido asumido por numerosos agentes
económicos y políticos que en absoluto se plantean la necesidad de
un respeto al medio ambiente. Todo se torna en sostenible y
ecológico, incluidos el automóvil privado o la energía nuclear. Se
llega a acuñar el término de crecimiento sostenible, que sí
resulta contradictorio, o, peor aún, crecimiento sostenido.
Desde
mi punto de vista, el desarrollo sostenible, como otros términos que
nos han resultado muy operativos, no debería abandonarse y
deberíamos luchar por su construcción y su interpretación, y
porque conserve el significado original.
El
crecimiento y los límites.
Es
evidente que la Tierra es un sistema finito y que, a pesar de la
energía que permanentemente le llega del Sol, posee límites: el
terreno, la cantidad de ciertos materiales, etc. Por tanto, resulta
extraño construir una teoría económica y un sistema económico
basado en el crecimiento perpetuo, sin reparar en que esté basado en
el consumo de recursos naturales limitados.
Es
necesario introducir el concepto de límite en la teoría económica
y mirar a los ecosistemas como abiertos, pero finitos. Los bienes
naturales deben ser evaluados de alguna manera. El reciclaje, los
procesos cíclicos en que los productos de uno son los insumos de
otro, debería estar en la base de nuestra producción.
La
sostenibilidad implica consumir solo recursos renovables a un ritmo
menor que el que tardan en regenerarse, siempre que sea posible. Y
también implica sustituir los recursos no renovables por otros
renovables.
Pero,
además, es preciso introducir el concepto de límite en las
mentalidades. Seguimos viviendo y consumiendo como si el mundo fuera
infinito, como si los tanques de las gasolineras se llenaran de
combustible de forma mágica y siempre fuéramos a tener combustible
disponible para nuestros coches. Es curioso que, a pesar de la
finitud de nuestra vida, consumamos y vivamos como si todo fuera
ilimitado.
Crítica
al PIB como indicador.
La
forma de medir el rendimiento económico de un país, el Producto
Interior Bruto (PIB), adolece de graves problemas que lo invalidan
como un buen indicador económico. El PIB a menudo no tiene en cuenta
los recursos naturales, y no cuenta la riqueza económica que estos
suponen, bien cuando se destruyen o cuando se consumen. Esto hace que
se falseen los precios de los bienes y servicios, puesto que no
cuentan de forma íntegra el valor de lo que se consume.
Esto
es lo que se conoce como externalidades: el valor de los productos y
de los servicios no reconocido en su precio final. La forma de
corregir este problema, de “internalizar las externalidades”, es
introducir ecotasas que, al menos, lancen señales del valor
ambiental y social de lo que se consume.
El
PIB aumenta cuando se realiza una actividad que daña el medio, sin
descontar los daños que esta actividad produce. Sorprendentemente,
los trabajos encaminados a descontaminar o a restaurar el medio
también contribuyen al PIB. ¿No sería más sensato restar ambas
contribuciones?
Las
sinergias entre diferentes impactos o acciones tampoco se tienen en
cuenta en el PIB. Nos limitamos a sumar, cuando muy a menudo el
producto final es más que la suma de los términos. Esto sucede, por
ejemplo, con la contaminación atmosférica en la que se cuentan por
separado los diferentes contaminantes sin considerar el daño
combinado que producen.
Otro
problema es que no se pueden contar cabalmente algunos bienes
naturales: ¿cuánto costaría, por ejemplo, la última pareja de
ballenas? Se dice que el valor es el que los consumidores estén
dispuestos a pagar (willing
to pay);
pero esto no es satisfactorio, por resultar totalmente subjetivo. Es
imposible conocer el valor económico de esas especies.
¿Cuánto
cuesta la vida humana? Según las evaluaciones económicas, la prima
que uno obtendría en un seguro de vida. Ni qué decir tiene que se
trata de una evaluación totalmente insuficiente.
El
PIB debe ser reformado para incorporar paulatinamente los costes
naturales en la contabilidad. Pero, además, se hace imprescindible
la protección de algunos bienes naturales con la regulación y la
planificación.
Un
binomio maldito: crecimiento y PIB.
Es
necesaria otra teoría económica. En
efecto, el problema viene de la construcción de un binomio maldito:
crecimiento y PIB.
En
la economía realmente existente, el éxito se mide en crecimiento
del PIB, lo que resulta muy negativo, dados los problemas que, como
se ha visto, tienen ambos conceptos. Es necesario criticar el
crecimiento del PIB como medida del éxito económico. No es posible
el crecimiento indefinido del PIB sin ponerle numerosos adjetivos.
Habría que señalar dónde y cómo se puede crecer y dónde no se
puede, porque tarde o temprano se chocará con algún límite si no
se tiene cuidado en cómo se crece. El desarrollo implica añadir el
término de “calidad” a la forma de crecer.
Si
mantenemos el PIB como está, casi ciego al capital natural y a los
impactos ambientales, el crecimiento nos lleva a la superación de
límites importantes del planeta y a producir daños ambientales
globales que pueden incluso poner en cuestión nuestra
civilización. El cambio climático es el principal desafío al que
nos enfrentamos. A pesar de que conocemos lo que se debe hacer para
limitar el calentamiento global, las dinámicas políticas y
económicas, junto con los enormes intereses que rodean las emisiones
de gases de invernadero, impiden dar pasos más eficaces en la
dirección apropiada.
Es
imprescindible levantar otra teoría económica que corrija el
indicador PIB para evitar los problemas que hoy conlleva, que pueda
tener en cuenta los límites que la naturaleza impone y que valore de
alguna manera los recursos naturales. En este marco, el decrecimiento
no tendría lugar.
Recapitulando.
Tras
todo lo dicho, en mi opinión el “decrecimiento” no puede ser una
propuesta a añadir al programa ecologista. Supone, en realidad,
desenfocar el debate. No es buena idea centrarnos en si hay que
crecer o decrecer, sino en construir una forma de desarrollo
sostenible.
Las
propuestas ecologistas de aumentar la austeridad privada, disminuir
el consumo de recursos, construir unos valores basados más en el ser
que en el tener, primando la calidad sobre la cantidad, siguen siendo
vigentes y no es preciso buscar nuevos conceptos.
Más
aún, un programa de políticas ecologistas podría producir
crecimiento en el corto plazo, incluso en los países
industrializados. Habría que cambiar el modelo energético, lo que
implicaría detener las centrales nucleares, y proceder a su
desmantelamiento, y aumentar la producción e instalación de
sistemas para explotar las energías renovables; todo ello supondría
actividad económica que sumar al PIB.
Habría,
también, que proceder a la rehabilitación del parque de viviendas
para que fueran más eficientes energéticamente, lo que produciría
actividad en el sector de la construcción y crecimiento del PIB. Lo
mismo habría que decir de la modificación del urbanismo, etc. Todas
estas actividades, por cierto, suponen la creación de numerosos
puestos de trabajo.
Es
cierto que, a largo plazo, el respeto con el medio ambiente
implicaría un estancamiento secular e, incluso, decrecimiento
económico. Pero aún falta camino que recorrer para llegar ahí.
La
aceptación del decrecimiento como guía supone abandonar el trabajo
para reformar la teoría económica y el PIB como índice. Habría
que explicar que, en realidad, no nos importaría crecer en algunos
aspectos: economía inmaterial, o basada en energía y productos
renovables, y servicios sociales.
Encerrarnos
en el decrecimiento nos mete en un callejón sin salida. Renunciamos
a reformar el desarrollo realmente existente y lo impugnamos, en
lugar de buscar estrategias que permitan combinar la mejora de las
condiciones de vida de las sociedades, urbanas y rurales, con la
protección ambiental.
El
decrecimiento no es ni siquiera un buen eslogan en época de crisis.
En estos momentos, la sociedad asocia decrecimiento a crisis y a
problemas económicos. Sería necesario explicar que el decrecimiento
económico habría de venir acompañado de un sinnúmero de medidas
de emergencia social, de redistribución de los recursos y de cambios
en el modelo energético y productivo. Algunos autores hablan de
“decrecimiento sostenible” para tener en cuenta todos estos
problemas.
En
mi opinión, es mejor seguir trabajando por perfeccionar el concepto
“desarrollo sostenible” e intentar pulirlo para librarlo de los
problemas que conlleva. También es preciso seguir luchando por la
interpretación del término, despojándolo de lecturas interesadas.
El
desarrollo sostenible puede funcionar como un sistema normativo que
se vaya introduciendo en los valores sociales y en la forma de vida,
para que, además, influya en las políticas y en los procesos
económicos.
Paco Castejón
(Página Abierta, 244, mayo-junio de 2016)
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