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MICROMEGAS
El coloso cósmico de Voltaire que ridiculizó a la
humanidad
Voltaire imaginó un visitante de las estrellas, no para
destruirnos, sino para mostrarnos cuán absurda es nuestra fe en la importancia
humana.
En un rincón del universo, donde el tiempo no corre, sino
que flota como bruma en los cuerpos celestes, hubo una vez un viajero. No un
viajero común, sino uno cuyo pensamiento era tan vasto como su cuerpo: ciento
veinte mil pies de altura, habitante de Sirio, lector de naturalezas más que de
libros. Su nombre era Micromegas. Y su curiosidad lo arrastró hasta este
pequeño grano de arena al que llamamos Tierra.
Voltaire, con su pluma afilada y alma de cometa, escribió esta historia en 1752. Pero lo que parece una fantasía de ciencia ficción es en realidad un espejo torcido —y por eso más verdadero— del alma humana. Micromegas no es sólo un cuento: es una bofetada envuelta en seda, una burla cósmica dirigida a quienes, desde su barro, se creen hechos de sol.
Porque al llegar a la Tierra, el coloso y su compañero
saturniano apenas pueden percibirnos. No por la distancia, sino por la
insignificancia. Y cuando por fin logran comunicarse con un grupo de filósofos
humanos, se topan con esa vieja y tierna ilusión: la de creernos el centro del
todo.
Uno de ellos, orgulloso, se atreve a decir: "Todo
había sido creado para el hombre"
Y los gigantes no pueden hacer otra cosa que reír. Una risa
no burlona, sino conmovedora, como quien observa a una hormiga convencida de
ser emperatriz.
Pero Voltaire no se detiene ahí. Con una elegancia punzante,
deja caer otro juicio, esta vez dirigido a la violencia sin sentido de nuestra
especie:
¿Sabéis, por ejemplo, que a estas horas, cien mil locos
de nuestra especie, que llevan sombrero, están matando a otros cien mil animales
que llevan turbante, o muriendo a sus manos?
Y el eco de esa frase sigue sonando, tres siglos después,
como una campana fúnebre que nadie quiere escuchar.
Trátase, dijo el filósofo, de unos pedacillos de tierra
tamaños como vuestro pie, y no porque ni uno de los millones de hombres que
pierden la vida solicite un terrón siquiera de dicho pedazo; que se trata de
saber si ha de pertenecer a cierto hombre que llaman Sultán, o a otro que
apellidan César, no sé por qué. Ninguno de los dos ha visto ni verá nunca el
rinconcillo de tierra que está en litigio; ni menos casi ninguno de los
animales que recíprocamente se asesinan ha visto tampoco al animal por quien
asesina.
Y ahí está, desnudo y grotesco, el motor que mueve la
historia de los humanos: la guerra. Esa maquinaria absurda y sangrante que ha
dictado los pulsos del tiempo como si fueran compases de una ópera trágica
escrita por ciegos. Voltaire la mira con la ironía de un dios cansado y la
ridiculiza sin levantar la voz, mostrándonos que los hombres no matan por
hambre, ni por amor, sino por símbolos vacíos, por nombres de fantasmas:
Sultán, César, nación. Las batallas no se libran por la
tierra que se pisa, sino por la idea de posesión que flota en la cabeza de
alguien que jamás la pisará. Como si el mapa, no el cuerpo, fuera sagrado. Como
si derramar sangre ajena fuera el precio legítimo para defender un delirio
compartido. Voltaire nos desnuda sin compasión, y lo hace con la elegancia de
quien se apiada sin perder la mordacidad.
Además de la crítica, lo fascinante es que, en medio de la
sátira, Voltaire se permite adelantarse al futuro. Menciona, por ejemplo, las
lunas de Marte —Fobos y Deimos— cuando aún no habían sido descubiertas (eso no
sucedería hasta 1877). En una época en la que muchos aún creían que el universo
giraba en torno a ellos, él escribía sobre sistemas solares, sobre gravitación,
sobre el infinito como si lo hubiera visitado. Una intuición sideral,
disfrazada de ficción:
Micromegas mencionó casualmente que el planeta Marte
tiene dos lunas. Él vio claramente que la Tierra tiene la suya y que Venus no
tiene ninguna.
Pero lo más hiriente —y más bello— de este relato no son sus
cifras, ni sus anticipaciones, sino su poesía brutal. Porque en ese encuentro
entre lo colosal y lo diminuto, Voltaire nos recuerda que nuestra inteligencia
no nos exime de la ridiculez. Que el saber no es sabiduría si no viene
acompañado de humildad. Que a veces, sólo un ser que nos mira desde otra
estrella puede vernos con claridad.
Micromegas no vino a destruirnos. Vino a escucharnos. Y al
hacerlo, descubrió algo más alarmante que nuestra pequeñez: esa convicción
ciega de ser el pulso del universo. Como si la gravedad nos orbitara a
nosotros. Como si el tiempo se doblara para contemplar nuestros logros. Una
arrogancia densa como atmósfera, que respiramos desde la cuna. Pero en el eco
sutil de su despedida, Voltaire deja caer la sentencia más demoledora, no como
castigo, sino como espejo:
"No tenéis ni idea de lo que decís."
Y tal vez esa sea la única verdad compartida entre galaxias.
Que somos criaturas minúsculas, atrapadas en nuestras propias ficciones de
gloria, dibujando mapas donde siempre estamos al centro, como si el cosmos
necesitara nuestra aprobación para existir.
Tal vez, si algún día el universo vuelve a tocarnos el
hombro, no pregunte por nuestras hazañas ni nuestras ruinas. Quizá solo se
incline, escuche nuestras certezas... y se aleje en silencio. No por desprecio,
sino por compasión. Porque en este rincón del cosmos, la especie más ruidosa
también es la más perdida. Y su fe en la importancia es solo otra forma de no
mirar al abismo.
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