QUÉ MUNDO DEFENDER SI NO SABES QUIÉN ERES
Baptiste Morizot es el pensador de nuestra época. Filósofo, escritor, rastreador de animales, ecologista y aventurero, es un iconoclasta y un vanguardista cuyo poderoso pensamiento podría marcar el comienzo de una nueva era intelectual en la que el pensamiento se mezcle por fin con el mundo. Aboga por la coexistencia pacífica mediante la diplomacia con todas las formas de vida del planeta, y ofrece una solución que devuelve la esperanza.
P: ¿Podría empezar contándonos de dónde
viene, sus antecedentes y la matriz existencial de su filosofía iconoclasta?
Baptiste Morizot: De niño mis héroes no eran Jean-Paul Sartre o Sócrates, eran aventureros. Había esa dimensión de la vida activa, de la puesta a prueba sobre el terreno, de la transformación concreta de la realidad, que me hablaba mucho más que el estricto ideal intelectual. Cuando eres niño, a menudo es difícil integrar tus deseos contradictorios, darles una forma orgánica. Cuando decidí dedicarme a la filosofía, no tenía ni idea del tipo de vida que implicaba, no sabía lo que era un intelectual en el sentido concreto de su trabajo cotidiano.
Quería ser filósofo porque me atraía, sin saber por qué, el poder de la filosofía para dar sentido a las acciones y a la vida, para darnos mapas que nos ayuden a encontrar nuestro camino en este mundo complicado.No quería ser necesariamente filósofo. ¿Quién quiere ser
filósofo a los 16 años? Hice un curso de preparación literaria en Niza, que me
transformó y me sumergió en la alta literatura y la alta cultura. Fueron años
muy formativos y apasionantes para mí. Sobre todo porque siempre he leído
mucho. Mi padre era un gran lector que me introdujo y me hizo leer toda la
literatura rusa, latinoamericana y norteamericana. Borges me fascinó durante
mucho tiempo. Después hice el examen de ingreso en la Escuela Normal Superior,
que desaprobé, y luego la agrégation (un concurso para seleccionar profesores de
enseñanza secundaria o superior), que aprobé. Fue entonces cuando empecé a ver
lo que era el verdadero trabajo. Es un poco como todos esos niños que sueñan
con ser astronautas, profesiones que te hacen soñar desde un punto de vista
simbólico, pero que en la vida real son muy diferentes: encerrado en una lata
apretando botones a horas fijas. La realidad del trabajo no tiene nada que ver
con la fantasía.
Esto me permitió vislumbrar la naturaleza de la profesión
intelectual, que tenía un componente que me atraía enormemente: la
investigación, el diálogo con los compañeros e incluso el trabajo en la
biblioteca. Sin embargo, había algo insoportable en que esto se convirtiera en
el monopolio de mi existencia; yo seguía queriendo ser un hombre de acción. Así
que, por aquel entonces, multiplicaba mis vínculos con el mundo exterior, para
enriquecer mi relación con el entorno natural, con los bosques, con las
montañas. También sufría por una cierta pobreza en lo que se refiere a diversas
actividades, como el senderismo, que me parecía que convertía el mundo exterior
en una especie de postal, un poco inútil. Así que durante unos años hice un
poco de supervivencia, no en su forma paranoica de extrema derecha, sino en
forma de aprendizaje de técnicas de autosuficiencia: fuego, construcción de
refugios, recolección. Se trataba de una supervivencia suave.
François Couplan escribió un libro extraordinario sobre el
tema, Le Guide de la survie douce. No había nada de viril en
ello, aunque yo tenía la testosterona de mis 20 años y el deseo de demostrarme
algo a mí mismo, lo que en realidad encuentro bastante saludable: exponerte a condiciones algo exigentes y
volver de ellas te da una tranquila sensación de tu propia fuerza, de tu
capacidad para superar las cosas, lo que es muy tranquilizador. Era necesario que coexistieran dos partes de
mi personalidad, cuya confrontación casi me hacía sentir esquizofrénico. Tenía
la sensación de estar extremadamente dividido. Tenía una vida física intensa.
Hice 10 años de artes marciales. Y luego, además, era académico en la Escuela
Normal Superior y daba clases de filosofía. Esta división me llevó hasta
mi tesis, donde casi exploto en el aire, porque cuando preparas tu tesis tienes
que pasar 6 meses en la biblioteca.
Pero hay algo más.
Siempre me ha fascinado el motivo renacentista del hombre completo. No se trata
de ser excelente en un área, sino de expresar y descubrir las propias
facultades en todas las dimensiones de la existencia humana, sin convertirse en
un hiperexperto en un punto concreto. Ahí estaba la dimensión de la vida
del cuerpo. La universidad no es un lugar que impida esta vida del cuerpo, pero
se puede decir lo que se quiera, ¡tampoco es un lugar que la valore! Y la forma
en que esto se expresó fue que muy
pronto desarrollé una forma de desinterés por la especulación pura, es decir,
la especulación teórica que no tiene más interés que ella misma. Mi reto,
entonces, era inventar una forma de hacer filosofía que, en su investigación
metafísica e intelectual, recayera en el ámbito práctico, político y ético. En
una palabra: si no transforma la vida, no vale una hora de esfuerzo. Es una
búsqueda inacabada, en la que estoy experimentando.
P: Es sorprendente ver que eres el único que piensa en
esta línea y que este enfoque no ha calado (todavía). Hoy en día, es necesario
convertir a un cierto número de élites a las cuestiones ecológicas, en
particular a la élite económica. Pero hay una especie de activismo que, si no
es infantil, es como mínimo contraproducente...
B M: Para mí, hay una diferencia entre los textos
identitarios y los textos que desplazan. Hay textos cuyo objetivo principal es confirmar la identidad ya
estructurada del lector. En particular, dentro de la familia de la izquierda
crítica a la que pertenezco, hay muchos textos que sólo convencen a los
convencidos y que tienen el efecto de agrandar las burbujas mediáticas, porque
toman opciones estigmatizantes que hacen que todos los que se sienten puramente
de izquierdas estén de acuerdo, y que todos los demás se sientan culpables. No
me interesan en absoluto los textos identitarios. Me interesa el cambio de
identidades. Todo el mundo sabe que cambiar la identidad de alguien requiere
mucha sensibilidad, porque el ser humano está hecho de tal manera que sólo
aceptará un reto si no hunde el barco de su personalidad. No creo que sea
necesario empezar por hacer que la gente se sienta culpable a gran escala.
Lo que me interesa
es generar en casi cualquier persona el cambio en el foco de atención para que
se interesen por cosas que nunca antes les habían interesado (lo vivo, la
interdependencia, sus maravillas). Quiero abrir esta brecha y hacer avanzar la idea. Después, no me
corresponde a mí elegir lo que hacemos y cada uno puede crear lo que quiera. Si
eres un comerciante o un jefe del CAC 40 (índice bursátil francés), me sorprendería que
tuviera ese efecto, pero no te afecta de la misma manera que si eres un
habitante de la ZAD (Zona
a Defendre, agrupación anarquista francesa), un agricultor o un intelectual
de Izquierda. Soy de izquierda, un
izquierdista crítico, probablemente un izquierdista relativamente radical,
aunque hoy en día probablemente sea de sentido común criticar los aberrantes
excesos del sistema económico en general. Esta crítica debe llevarse a cabo con
inteligencia, delicadeza, sin dogmatismo y, sobre todo, de manera que las
identidades se desplacen en lugar de confirmarse.
P: ¿Es eso lo que empezó haciendo con su tesis sobre la
educación, tras la cual pasó a escribir Les Diplomates, su primer libro de
referencia?
B M: Es el cambio que está presente en mi trabajo e
incluso en mi vida en general, sí. Está relacionado con el hecho de que en mi
trabajo hay una fase de reclutamiento. Antes del reclutamiento, cuando eres un
investigador junior, es muy difícil conseguir un trabajo. La edad media de
contratación en mi campo es de 37 años. Yo quería que me contrataran para crear
las condiciones de una investigación tranquila, en la que no me pasara el
tiempo preguntándome cómo voy a pagar el alquiler a final de mes. Es más, el
trabajo de profesor-investigador me parecía maravilloso. El problema es que
para ser contratado, en algunos aspectos hay normas académicas que tienes que
seguir. Así que escribí una tesis muy filosófica y académica. En ese momento me
harté, y justo después escribí el libro Les
Diplomates, totalmente gratuito.
P: ¿En qué se basa este libro, en la investigación previa
y en el rastreo de animales que había empezado a hacer?
B M: Todo confluye, sobre todo el rastreo en sentido
estricto. Empecé a hacer tracking en 2012 y publiqué el libro en 2017. El rastreo fue un experimento sobre cómo
cambiamos nuestra relación con los entornos en los que vivimos y exploramos.
Después del senderismo, después de la experiencia de supervivencia, esta forma
de leer comportamientos invisibles en los signos visibles de animales y plantas
fue una manera de conciliar las dos dimensiones de mi trabajo e incluso de mi
vida: la investigación, el pensamiento, pero desplazado en el bosque, en
búsquedas concretas, con implicaciones prácticas. Ahí es donde todo se
libera al mismo tiempo.
Estoy escribiendo este libro y me digo que voy a parecer un
loco de atar. Lo paradójico es que publico el libro y entonces ocurre lo
contrario, experimento un éxito filosófico que nunca antes había experimentado,
a pesar de que el libro es muy original en su forma, tema y método. El libro ha
ganado dos premios. Y ha sido bien recibido por mi comunidad intelectual. Había
subestimado su tolerancia hacia la originalidad. Me dije: ahora puedo escribir
como quiera. Sentí que en Les Diplomates había ráfagas de narrativa, pasajes en los
que utilizaba la primera persona. Lo que me pareció realmente interesante fue
que daba vida a las ideas. Contar la
aventura de una idea, de su descubrimiento, de su navegación en el mundo real,
en primera persona. No escribí
este libro para nadie en particular, y en el libro hay pasajes muy narrativos
que coexisten con túneles teóricos de tres páginas, muy técnicos, que a los
profanos les cuesta entender. Esto puede haber chocado a algunos
lectores, como a mi madre, que no pudo terminar el libro. Sufrí porque me dije
que parte de mi proyecto filosófico era un fracaso si mi propia madre no podía
leer mi libro.
Sigo escribiendo filosofía técnica, difícil y exigente, pero
me preguntaba si al mismo tiempo no podría inventar una forma de escribir en la
que pudiera llevar al lector, siendo lo suficientemente generoso con la
belleza, la historia y las emociones, y luego guiarle hacia cuestiones más
elevadas, hacia el territorio de una filosofía más teórica. Me veía a mí mismo
como un guía de montaña: el esfuerzo tiene que ser gradual y medido si quieres
subir alto, tranquilamente. Al mismo tiempo, me encontré haciendo mucho trabajo
de campo. Y escribía cosas en formatos que eran impublicables en las revistas académicas
de filosofía.
Fue entonces cuando
escribí las primeras historias de rastreo, en las que la investigación progresa
continuamente desde huellas de animales hasta enigmas filosóficos. Y casi sin
proponérmelo, inventé el género ligeramente absurdo del rastreo filosófico. El
primero que hice fue sobre el oso, con esta combinación de historia de rastreo
y relato de mi "aventura en el campo", que desembocó en la aventura
de una idea. Así que hay una liberación en mi escritura, que me da un soplo de
aire fresco. Además, mi deseo personal siempre había sido ser escritor. Incluso
cuando empecé filosofía, en mi cabeza estaban Borges y Nabokov, pero también
Tournier y Giono.
P: Es curioso que hablemos de escritores, porque tu forma
de escribir siempre me ha recordado a Julien
Gracq, sobre todo en su relación con la geografía.
B M: Tendría que volver a leerlo, lo leí hace mucho
tiempo. Uno nunca sabe lo que le pasa inconscientemente por el cuerpo cuando
escribe. Quizá haya algo que me acerque a él en mi relación con el lenguaje,
con la palabra. Pero si tuviera que dar mi linaje literario, sería una mezcla
entre Borges, Yourcenar y Chuck Palahniuk. Es un poco como mi tríptico sagrado.
P: El hecho de que usted quisiera ser escritor en primer
lugar ya es un matiz bastante significativo en el desarrollo de su práctica
filosófica...
B M: Mientras me preparaba para la agrégation,
escribía cuentos. De hecho, gané el premio especial de la Escuela Normal
Superior por una colección infantil que quizá no podría escribir ahora. Ahora
estoy empezando a escribir dos novelas seguidas, pero no lo consigo, los
resultados son malos. No encuentro ese lugar en el que pueda desarrollar mis
pensamientos sin dejar de involucrarme en la historia, las sensaciones y las
emociones. El resultado son novelas aburridas, basadas en tesis y bastante
convencionales. Hay otro aspecto de la novela que no me funciona. En aquella
época leía mucho los Cuadernos de Paul Valéry. Hay un diálogo con André Breton
en el que éste insiste en la arbitrariedad de la novela y en la invención de
situaciones. Me afectó mucho la arbitrariedad de inventar situaciones. Así que
fui un novelista fracasado por un lado y un filósofo fracasado por otro, porque
no conseguía hacer filosofía académica solo. Todo se deshizo en el campo, con
la posibilidad de escribir una historia. Puedo contar paisajes y emociones,
pero todo en beneficio de una revelación filosófica, una aventura humana que se
convierte en una aventura de ideas.
P: En la introducción de Tras el rastro animal, mencionas a Lévi-Strauss y
la imposibilidad de los humanos de hablar con otras especies, que él describe
como una maldición. Usted dice que no es una maldición, sino quizá una forma de
ver las cosas que no está ajustada de la manera correcta. Parece ser el punto
de partida de una mayéutica.
B M: Sí, completamente. Una vez más, esta toma de
conciencia está realmente ligada al campo, al seguimiento. Una vez que había
encontrado mi género literario, necesitaba la intuición pura que abriera el
espacio para un nuevo pensamiento, y eso es lo que fue. Es fascinante porque
fue una intuición de campo.
P: En uno de tus libros: estás con un amigo, rastreando
lobos. Es tarde. Acabas de salir de un refugio de montaña, obviamente borracho,
y de repente oyes un ruido sordo…
B M: Esta anécdota es un ejemplo de intuición sobre
el terreno. Pero la primera y
fundamental intuición para mí es el momento en que aprendes a leer las huellas
de lobo, que son marcas. Son excrementos, algo más espectacular, más digno
desde el punto de vista humano... Pero si cambiamos el enfoque al punto de
vista del lobo, estos excrementos tienen una dimensión muy importante de la
vida social y política. Son instrumentos de geopolítica, blasones en los que
los lobos expresan su identidad a otros individuos, a otras manadas. Son
banderas que definen fronteras y rigen la vida colectiva de las manadas. Son,
sobre todo, dispositivos de pacificación. Permiten a las manadas ser buenos
vecinos, limitando las agresiones mutuas.
Los animales
considerados más feroces, los lobos, son capaces de utilizar estas marcas para
mantener la paz entre ellos de la mejor manera posible. Cuando se experimenta
esto en el campo, se tiene la impresión de estar en el más material de los
espacios, lejos de la sociedad y sus convenciones. Pero en realidad, estamos a
mil kilómetros de los enfrentamientos bestiales, de la ley del más fuerte. Los
seres vivos inventaron mecanismos de pacificación mucho antes que nosotros. Esa
es mi verdadera intuición filosófica original. Hemos heredado una historia
falsa según la cual, antes de la invención de la cultura, éramos animales
enzarzados en una guerra de todos contra todos, y luego, al hacernos humanos,
sociales y racionales, adquirimos la capacidad de hacer la paz, de lograr la
concordia, de salir del reino animal regido por el enfrentamiento ciego.
La naturaleza no es
un lugar de armonía, amor y equilibrio, y no se trata de eso. Pero es un
espacio en el que, sin duda, hay mecanismos pacificadores fuera de los humanos
y antes de los humanos. Lo extraordinario aquí es que no somos los primeros en
haber puesto en marcha tentativas de "convivencia": la evolución ha
dotado a plantas y animales de mil poderes para crear un modus vivendi, no
necesariamente consciente o voluntario, pero eso no tiene importancia aquí. Los
seres vivos lo inventaron hace cientos de millones de años. Un ecosistema
funciona estableciendo modus vivendi, negociaciones y comunicaciones continuas.
Desde el momento en que existen estos procesos de pacificación, que no incluyen
la racionalidad humana, la palabra hablada o los contratos, me digo que es
completamente absurdo y engañoso para la acción ignorarlos y pensar que los
únicos modos de interacción que podemos tener con el mundo vivo son el
equilibrio de poder y la gestión cuantitativa.
Desde este punto de vista, el lobo es extraordinario. Hace
posible este análisis porque su vida política es muy espectacular. Cuando uno se interesa de cerca por los
lobos, aunque sea un humanista antropocéntrico, convencido de que el ser humano
es único, siempre se crea una zona de confusión. Los lobos crean un efecto espejo
extremadamente inquietante. Los encuentros con animales pueden
ser muy poderosos, creando efectos perturbadores que pueden llevarnos a cambiar
nuestra forma de pensar y de vivir. Pero también es un animal poderoso, de gran
magnitud imaginaria y mitológica. Es un animal muy interesante de rastrear, y
cuyo rastreo es fuente de acontecimientos filosóficos.
P. ¿Es aquí donde empieza a adoptar este enfoque de la
cohabitación de lo vivo que ahora parece tan frecuente en su obra?
B M: Sí, ahí es donde se abre el espacio. Abandoné
por completo mis anteriores materias de estudio. Hay una conciencia ecológica
que cristaliza cuando escribo Les Diplomates, y eso me inquieta porque
me empuja a pensar de otra manera. En el mundo de los Treinta Años Gloriosos
(edad de oro del capitalismo 1945-1975), hacer filosofía en la universidad significaba proponer ideas ligeramente
abstractas para estimular un diálogo colectivo entre compañeros. Pero cuando
nos enfrentamos a la crisis ecológica, eso ya no basta. Para mí ya no
tenía sentido activar esta concepción de la escritura académica. Tenía que escribir de otra manera. No para
contribuir a una comunidad intelectual cerrada y de altos vuelos, sino para
hacer frente a la crisis ecológica. En cierto modo, este es mi gran enigma: "¿Qué
significa escribir frente a la crisis ecológica? Busco constantemente la
respuesta, y cada texto es un ensayo y error. Fatalmente, esto crea una
explosión de escritura.
P. Esto es lo que perdieron los intelectuales a finales
de los años 80, esta capacidad de emprender lo que usted acaba de describir. Creo
que los intelectuales son en parte responsables de la situación en la que nos
encontramos hoy, la aporía contemporánea, aunque parece que vamos saliendo poco
a poco de ella, gracias a nuevos colaboradores vigorizantes y activos como
usted. Llegó un momento en que la gente se dio por vencida. En el mismo momento
en que el ultraliberalismo se impone, los intelectuales han renunciado al
ámbito de aplicación de su pensamiento a la cosa pública...
B M: No sé si
lo llamaría renuncia. Como mínimo, los intelectuales están desapareciendo de la
escena pública y de su papel de darnos fórmulas para preescribir
comportamientos. El éxito de los Treinta Años Gloriosos se debe a que hubo
muchas cosas buenas. En mi opinión, creíamos realmente que el vector del
progreso, teorizado por los liberales ingleses un siglo antes, estaba en
marcha. Pensábamos que habíamos empezado con buen pie y que se habían acabado
los problemas.
P: Todos nos beneficiábamos. Estábamos contentos de coger
el coche y el liberalismo era el sistema. Así que no habrá nadie a quien culpar
hasta, digamos si seguimos siendo empáticos, 2020. Pero ahora que conocemos los
excesos medioambientales y de otro tipo del ultraliberalismo, la gente que no
quiera cambiar será la responsable...
B M: Sigo
pensando que hay responsables antes de 2020. Las grandes multinacionales
energéticas del carbono lo sabían. Pero es verdad que, como sociedad, no
entiendo la culpabilización, no pretendo hacerte sentir culpable, porque hemos
disfrutado de los efectos positivos de la modernización en Europa. Lo veo con
nuestros padres, con los que a veces somos injustos. Son mucho más difíciles de
cambiar porque vivieron los Treinta Años Gloriosos como un vector de abundancia
y libertad. Ahora les decimos que no se dieron cuenta, pero que destruyeron el
mundo. ¿Son culpables? Mi madre y mi padre no tienen la culpa, no tendría
sentido decirlo. La conciencia de la crisis no debe basarse en la culpa.
Por eso soy muy
escéptico con la colapsología, porque me parece que tergiversa el problema. Lo
sintomático es que confunden el fin del estilo de vida de los treinta años
gloriosos con el fin de la civilización. Es cierto que el estilo de vida de esos
años va a derrumbarse -coches por todas partes, piscinas, vacaciones-, pero eso
no significa el fin de la civilización termoindustrial. Hay que tener un punto
de vista extremadamente local y muy específico para pensar que el fin del
estilo de vida de esos años señala un colapso total. Los intelectuales
africanos que conozco se ríen de este tipo de ecuaciones.
Yo no utilizaría el
término derrumbe porque en algún momento hay que hacer justicia a las
metáforas, el término derrumbe dice algo arquitectónicamente preciso: hay que
imaginar un edificio de 120 plantas que se derrumba sobre sus cimientos y todo
lo que queda es un campo de ruinas. El poder emocional de esto, la razón por la
que resuena tanto, es porque moviliza un par de afectos muy profundos en
nuestra cultura, por un lado la tradición apocalíptica del judeocristianismo,
que tiene 2.000 años, y donde un profeta anuncia regularmente el apocalipsis.
Y, por otra parte, la superproducción de Hollywood, la película de
"catástrofes", el fin del mundo. Pero cuando describimos lo que nos va
a pasar, la metáfora del colapso no me parece en absoluto pertinente. Va a
haber averías, muchas cosas se van a venir abajo, va a haber un debilitamiento
asíncrono de toda una serie de sistemas. Pero hablar de colapso no es una forma
eficaz de describir lo que va a ocurrir. Porque en la medida en que postula que
todo se va a venir abajo, nos desvía de lo que tenemos que proteger ahora.
La crisis de Covid
nos ha hecho darnos cuenta, por ejemplo, de que tenemos que cuidar los
hospitales, los servicios sanitarios y las instituciones de protección. Éstas
son las instituciones que hay que preservar. Si cedemos a la tentación de la
metáfora del colapso, desviamos nuestra atención hacia la construcción de
ecoaldeas. En cambio, si hablamos del estado ruinoso y desmoronado de los
servicios, nos centramos en el compromiso político necesario para que nuestros
sistemas de protección y asistencia sean robustos y resistentes, y para que
sigan funcionando mínimamente en medio de la agitación, así como en las leyes
que protegen a trabajadores y pensionistas y en las instituciones democráticas
que limitan la violencia potencial del Estado contra los ciudadanos en tiempos
de crisis.
P: En la teoría del colapso podemos ver una cierta forma
de sensacionalismo cuyo objetivo no es teorizar sino acercar a la gente más
fácilmente...
B M: El
problema es que la colapsología tiene un lado unificador, pero necesita
federarse en la dirección correcta, cosa que no hace necesariamente. Si
desviamos la atención de la gente hacia la ecoaldea y la educación en casa, ya
no hay lucha para garantizar que las escuelas sean lo más igualitarias posible,
para proteger las instituciones que protegen a la gente, que nos permiten
mantener un sistema de justicia que funcione, un igualitarismo mínimo. Todas
estas son cosas que hay que proteger, y se están tirando con el agua de la
bañera si imaginamos un colapso y ruinas humeantes al final.
P: Usted también habla mucho de la crisis de la
sensibilidad. A primera vista parece un poco utópico, pero está claro que no es
tan sencillo como sugiere la terminología.
B M: Hemos
recorrido un largo camino desde el ultraliberalismo, pero tenemos que reconocer
que está muy presente, incluso intrusivo en la vida de todos, en un entorno
sociocultural muy violento. Hay una especie de incongruencia en referirse a
este entorno extremadamente violento, a la sensibilidad como una posible vía de
retorno a la realidad, no como una vía de salida. En una entrevista reciente,
Jean Rouaud decía que lo increíble hoy en día es que las personas estén al
servicio de un sistema económico cuando, en el fondo, debería ser al revés...
Concretamente, lo
que me interesaba de la crisis de sensibilidad es la crisis de sensibilidad
hacia los seres vivos en particular. Creo que eso nos permite centrar nuestra
atención en lo que yo llamo la batalla cultural. La batalla cultural sobre los
problemas asociados a los seres vivos me parece la madre de todas las batallas,
y no porque debamos seguir centrados en la sensibilidad y las ideas en lugar de
hacer campaña sobre el terreno contra la destrucción de los ecosistemas. Creo que podemos detener todos los proyectos
de deforestación destructiva del Amazonas, podemos cambiar la huella de carbono
del comercio internacional. Pero todas estas victorias serán efímeras si no
cambiamos nuestra cultura con respecto a los seres vivos. Podrán ser
focos locales, pero siempre serán minoritarios y nunca ganarán impulso.
Tenemos que
transformar nuestra relación con los seres vivos, y esto es lo que yo llamo una
crisis de sensibilidad. Hay algo que me parece importante, aunque pueda parecer
insignificante, y es la idea de la figura del animal en nuestra sociedad. Se ha
convertido en algo puramente infantil o estético. Pero es absolutamente central
en muchas sociedades, como las amerindias animistas, donde el animal es una
figura individual, parte de una cosmología, de una mitología. Tiene un gran
valor y coherencia. Para nosotros, la figura del animal está intrínsecamente
infantilizada. Estaba mirando los catálogos de venta de libros infantiles. Es
extraordinario. De los 0 a los 3 años, no hay más que animales en todas las
historias y cuentos, de los 3 a los 6 esto continúa y luego de los 6 a los 9 se
acabó, es esencialmente humano. Y los animales, cuando están presentes, son
animales domésticos como el perro de "El club de los cinco". Después,
de los 13 a los 16 años, ya no hay animales, se acabó, sólo hay humanos.
Estoy simplificando por supuesto, pero a pesar de las excepciones, es una
tendencia real. Somos una sociedad que ha creado una máquina educativa basada
en infantilizar el interés por los animales.
P: ¿Cómo, a través de este enfoque, podríamos imaginar
una sociedad de hoy y de mañana que estuviera positivamente mejor adaptada?
B M: Es una pregunta difícil. Se me ocurre un punto.
Muy claramente, vivimos en una sociedad en la que lo que está en juego es la
lucha. La sociedad civil debe luchar
contra el ultraliberalismo y apoderarse de lo esencial y sacarlo del seno del
mercado, es decir, los cuidados, la educación, la tierra, la vida, lo vivo...
El problema es que para alimentar la lucha hay dos afectos muy diferentes. El
primero es la indignación. Es decir, el sentimiento de injusticia. Pero cuando
éste es el único afecto que domina, a menudo se crea un radicalismo rígido, una
lucha construida enteramente en torno al odio hacia lo que se quiere destruir.
Cuando la lucha cristaliza en torno a esta emoción, se vuelve divisiva y pierde
su capacidad de movilizar a la gente a gran escala.
En mi opinión, para
que las luchas que necesitamos surjan, necesitan dos alas, la afectación del
sentimiento de injusticia, de "esto no puede seguir así", pero
también otro lado más positivo, que es muy spinozista. Spinoza dice que por un
lado está el odio, la tristeza ligada a la existencia de algo. Y por otro lado,
el amor, que es la alegría ante la idea de la existencia de algo. Creo que si
no tenemos el amor como segunda ala para mantener el vuelo de nuestras luchas,
las formas de compromiso que necesitamos hoy se secarán y se volverán
estrictamente negativas. La pregunta es: ¿amor por qué? Esto es lo que yo llamo
la batalla cultural.
Hemos heredado una
cultura en la que no sabemos por qué debemos amar al mundo vivo. Se nos dice
que los animales son para los niños, y que la "naturaleza" es ese
paisaje de ahí fuera que hay que utilizar con sensatez. Pero es este mundo
vivo, en toda su dinámica ecológica y evolutiva, el que nos ha convertido en lo
que somos. Todas sus criaturas son prodigios que han coevolucionado con
nosotros, que nos han convertido en lo que somos. Necesitamos sacar a las
fuerzas de la vida de su "invisibilización" para devolverles el hecho
de que tenemos razones para amarlas. Necesitamos crear una cultura arraigada en
la idea de la alegría de existir del mundo vivo que nos rodea. Sin eso, no
sabemos por qué estamos luchando.
P: Cuando se define aquello por lo que se lucha, es más
fácil para todos. Después, hay que trabajar para que se oiga. Pero desde un
punto de vista semántico, podemos suponer que todo el mundo podrá entenderlo e
incluso suscribirlo...
B M: Sueño
con ello, pero es complicado. Hay mucho trabajo por hacer. Cuando digo que
necesitamos una cultura viva, no estoy diciendo que no debamos trabajar a
través de la política o la economía. Por supuesto que todo es político y económico.
Pero si no cambiamos el software, no tiene sentido. No puedes saber qué tipo de
mundo defender si no sabes quién eres. Creemos que no somos de este mundo, que
somos entidades teletransportadas a un mundo de materia para beneficiarnos de
los recursos que el planeta pone a nuestra disposición. Pero somos puros
productos de este mundo; hemos sido moldeados por relaciones inmemoriales con
otras formas de vida, que nos han dado todos nuestros poderes, todo lo que
apreciamos de la existencia. Somos seres vivos entretejidos con otros hasta la
médula.
P: ¿Qué palancas utilizamos para que no sólo se escuche,
sino que surta efecto? ¿Cómo hacerlo en un mundo que atraviesa una crisis
económica y de identidad?
B M: Esa es otra razón por la que la palabra cultura
me interesa. Cuando oigo la palabra cultura, me refiero a la cultura del jazz o
a la cultura de la hospitalidad en la estepa asiática. Es algo a lo que damos
vida colectivamente, a lo que cada uno aporta su propia versión. La cultura
permite a cada cual, en su profesión concreta, aportar su propia sensibilidad.
Permite a un arquitecto pensar en la arquitectura de forma diferente a los
seres vivos, por poner un ejemplo. ¿Cómo
crear hábitats que dejen sitio a otras formas de vida, que dejen de ignorar su
existencia? Cada profesión tiene su manera de expresar la cultura.
P: Así ¿está a favor de una forma de responsabilidad
individual hacia los seres vivos?
B M: Por
supuesto que sí. Pero no se trata del viejo debate sobre los pequeños gestos
frente a las grandes batallas, que es una polémica fría y sin sentido. Creo que
uno de los principales problemas de lo que llamamos nuestra relación con la
conservación de la naturaleza es que hemos delegado esta cuestión en los
gobiernos y en los expertos en ecología, a pesar de que es una cuestión
ciudadana. Todo el mundo tiene que asumir la responsabilidad de defender el
medio ambiente en el que vive, defender los pastos de al lado, defender las
abejas silvestres de París que están recibiendo una paliza. Pero
esta reivindicación ciudadana tiene tanto que ver con la movilización política
tradicional, cambiando a los representantes electos, como con la acción directa
o la desobediencia.
P: Las cuestiones medioambientales también son víctimas
de lo ocurrido entre finales del siglo XX y principios del XXI, uno de los
síndromes socioculturales más sorprendentes de nuestro tiempo, sacralizado por
el advenimiento de la digitalización de la sociedad, y que de forma insidiosa,
nos está conduciendo al desempoderamiento. En su organización, la sociedad está
poniendo en marcha una máquina destinada a quitar a cada uno su sentido de la
responsabilidad. ¿Cuál debe ser el papel del Estado frente a este veneno?
B M: Debemos
seguir defendiendo que el Estado cree una ley medioambiental capaz de condenar
a los criminales, que proteja, que ponga en marcha políticas públicas para
reformar las industrias que no van en la dirección de la historia, para hacer
la transición de la agricultura convencional a las agroecologías. Pero es
cierto que hay que dejar de pensar que el Estado tiene el monopolio de esta
tarea.
P: ¿Cómo se puede poner en marcha esta palanca?
B M: No sé cómo. No tengo una respuesta más concreta.
Creo que contribuir a una cultura significa dar vida a una lengua, cambiar la
forma de decir las cosas. Pertenezco a
un movimiento que trae entidades al mundo por las que todos han perdido interés,
al mundo compartido de la construcción colectiva del mundo, lanzándolas en
paracaídas al ámbito de la atención política.
P: ¿Cómo se llama este movimiento?
B M: Sencillamente, ecología política. Desde un punto
de vista cultural, está tomando forma un movimiento nebuloso que necesita
apoyo. Hay una frase de Yves Citton que me gusta mucho: "Las historias preescriben los comportamientos". Es muy cierta.
Desde el boom de la posguerra, nos hemos pasado la vida recreando las malas
películas de Hollywood que veíamos de niños. Transformar la forma en que
contamos la vida tiene un efecto multiplicador colosal.
MÁS DE BAPTISTE MORIZOT
- La
evolución está dentro nuestro y disponible en cada momento - aquí
- Repensar
nuestra forma de estar vivos - aquí
- La
interdependencia como cuidado del yo - aquí
- Reinventar
nuestra relación con lo vivo - aquí
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