LA CULTURA DEL MIEDO
¿Cómo
es posible que siendo el mundo, objetivamente, más seguro y apacible que nunca
(con permiso del zarevich Putin), cada vez haya más miedo en los individuos?
¿Por qué percibimos los ochenta o los noventa, diezmados por sus propias
guerras, la heroína y el SIDA, un tiempo en el que morían hasta cinco veces más
personas por accidentes de tráfico, como un tiempo más seguro y estable que el
nuestro? ¿Por qué es el miedo la narrativa más rabiosamente actual que existe?
Explica Furedi que lo que alimenta esta narrativa del miedo y su poder de arrastre es una radical redefinición y exageración de qué es un daño, más que un incremento del riesgo real al que nos enfrentamos, y que hayamos elevado la seguridad a los altares. En este sentido, la ciencia y la tecnología nos han prometido claramente por encima de sus posibilidades.
Al fondo, el continuo descenso de la confianza en la capacidad del individuo para afrontar sus adversidades, su victimización y medicalización sin medida. El resultado ha sido una forma de misantropía que a lo mejor explica la creciente afición a mascotas y gadgets, tan ansiolíticamente predecibles.El marco mental de este miedo omnipresente es la idea
posmoderna del apocalipsis continuo. Whatsapp, lo sabemos, es un surtidor
constante de crímenes y desastres, una aplicación que crea un falso barrio
virtual en el que, al tiempo que ignoramos a nuestro verdadero vecino, todo lo
malo del mundo sucede a nuestro lado. En cuanto al pasado, la idea es destacar
sus aspectos más negativos, representarlo como una recua interminable de
fechorías y sufrimientos, derribar todas las estatuas y cubrir con un manto de
oscuridad todos sus hallazgos. La negación del pasado («para atrás, ni para
coger impulso») y la exposición continua a un espantoso futuro (cambio
climático, pandemias y capitalismo asesino) consigue concentrar al individuo en
un presente histérico. El fin es que piense poco y consuma mucho, que sea
fluido, maleable, cobarde.
Sabemos desde Erich Fromm y su El miedo a la
libertad de las ventajas políticas del miedo para el poder totalitario
y el efecto llamada a los salvapatrias. Como escribe Furedi, «el propio miedo
ha sido politizado hasta un punto en que el debate ya no es si debemos o no
estar asustados, sino de qué o de quiénes hemos de asustarnos». La rueda de
hámster de los poderosos necesita víctimas, no arrojados. En cambio, y como
dice el autor, «hubo un tiempo en que la incertidumbre se consideró una
oportunidad; que ahora esa luz que la alumbra sea predominantemente negativa es
síntoma de un estado de ánimo fatalista en cuanto a los desafíos que enfrenta
la sociedad».
Sí, querido lector: la incertidumbre no siempre ha estado
mal vista. La ambigüedad y el peligro fueron en su día oportunidades para la
creatividad y la audacia. En nuestra era, «riesgo» equivale a «mal»: todo
riesgo es de suyo lesivo. La vida, en consecuencia, es igualmente lesiva,
porque no hay vida sin riesgo. La idea es tan disparatada como, en sentido
literal, deprimente. Descubrimos de pronto que todo es arriesgado, es decir,
que todo es negativo: hacer deporte y no hacerlo (no hay deporte sin riesgo),
comer carne y no comerla (¿no comporta, acaso, riesgos el veganismo?),
practicar sexo y privarse de ello. El riesgo ya no es la exposición a la
probabilidad de pérdida, daño o algún tipo de desgracia, sino la mera posibilidad de
que tal adversidad ocurra. Pasamos entonces a despreciar el análisis
probabilístico del riesgo y afirmamos que el mundo actual es tan peligroso y
complejo que la sociedad ya no puede comportarse sobre la base de lo probable;
ahora lo razonable es desvelarse por lo que es posible.
Para calibrar, como dice la canción de Presuntos Implicados,
«cómo hemos cambiado», sirva una anécdota que se cuenta en el libro. Bill Wake
y Bill Ness participaron en el desembarco de Normandía. Cuando, posteriormente,
fueron entrevistados, declararon que en aquella ocasión «todo el mundo estaba
más que asustado», y que ellos mismos estaban aterrados, desde luego, pero
«teníamos que poner cara de valientes». Resulta que la valentía no es la
ausencia de miedo, sino su superación; y que hacerse el
valiente es precisa y paradójicamente una de las formas que hay de ser valiente.
Pero ahora que todo el mal es enfermedad o producto de la opresiva sociedad, el
arrojo se considera un peligroso resabio del patriarcado; lo cual es en sí muy
machista, dada la cantidad de mujeres (tantas o más) que han demostrado,
demuestran y demostrarán una singular valentía.
Furedi no solo hurga en la herida, también ofrece
soluciones. «En el mundo moderno, el principal antídoto contra el miedo es el
conocimiento y su capacidad para aportar sentido y gestionar la incertidumbre.
La confianza en la autoridad del conocimiento y la ciencia ha servido, a lo
largo de la historia, para disminuir las actitudes fatalistas respecto al
futuro. El conocimiento también ayuda a las personas a relacionarse con el
futuro, al convertir la incertidumbre en una serie de resultados posibles,
resultados que cabe calibrar en tanto riesgos calculables». Pero también
funciona a la inversa, esto es, «que el conocimiento pierda autoridad excita la
sensibilidad ante la incertidumbre y sobredimensiona el miedo de la sociedad
ante el futuro».
Puesto que en nuestro tiempo el conocimiento cotiza a la
baja, y ahora que quedó claro que internet lo transmite incluso a menor
velocidad que la ignorancia, ese asidero frente a la incertidumbre se pierde y
hace que la incertidumbre se dramatice. «A su vez» —sigue Furedi— «la
dramatización de la incertidumbre la convierte en una fuerza aterradora e
incomprensible». Es la interesada erosión de ese conocimiento (¿entendemos
ahora lo de las ocho leyes de educación en cuarenta años?) la que promueven
los poderes despóticos, o lo que es lo mismo, las que Acemoglu y Robinson
llamaron «élites extractivas». «La tendencia actual a percibir el mundo como
una bomba de relojería», concluye Furedi, «tiene mucho más que ver con la
erosión de la autoridad del conocimiento que con la proliferación de amenazas a
la existencia humana».
Ponerse en el peor de los casos ha dejado de ser una
práctica de previsión juiciosa, mucho menos un estoico ejercicio para valorar
lo que se disfruta: el actual «principio de precaución» establece que cuando
uno se enfrenta a la incertidumbre y a posibles resultados destructivos,
siempre es mejor pasarse de precavido. Véase lo ocurrido y por ocurrir con las
mascarillas, cómo hemos pasado del comprensible miedo inicial a este miedo de
ahora, que es a enfermar, antes que a morirse. Aquí está haciendo falta retomar
el curso de lo sensato: riesgo quiere decir incertidumbre y futuro, y por lo
tanto no solo pérdidas, también oportunidades; el riesgo es un precio que
pagamos por vivir e intentar que nuestra vida sea buena, lo que a menudo
entraña que sea valiente, interesante y generosa. Estamos llegando al extremo
de asimilar sin más lo arrojado con lo irresponsable y estúpido, y este modo de
acobardarnos empeora sin duda nuestro mundo.
Por si fuera poco, el miedo, en la esfera pública, se ha
moralizado. Su expresión más gigantesca tiene que ver con el cambio climático.
La práctica tiene solera; hace más de treinta años Hans Jonas ya justificaba la
mentira política para hacer avanzar la agenda ecologista: «También estamos
diciendo que en circunstancias especiales la opinión más útil puede ser la
falsa; lo que significa que, si la verdad es demasiado difícil de soportar,
entonces una buena mentira debe servirnos», escribía en su obra de irónico
título El principio de responsabilidad. Hoy se acepta con toda naturalidad
que emplear el miedo como instrumento político está bien o mal según quien lo
haga; si es VOX o Donald Trump, merece condena, pero si la causa es «buena», se
está exento de cualquier cargo.
Decía Benjamin Franklin que quienes están dispuestos a renunciar
a lo esencial de su libertad para comprar un poco de seguridad temporal no
merecen ni la libertad ni la seguridad. Y en esas estamos, acogotados, ansiosos
de que baje Supermán a solventar nuestros problemas, resilientes.
Llevamos un tiempo que ya se alarga demasiado pegando brincos al filo del
precipicio. Necesitamos sacudirnos este pegajoso miedo y volver a ocupar
nuestro lugar, en la polis y en el hogar, del que poco a poco se nos ha ido
desplazando. La clave, ayer como ahora, está en cultivar el coraje. Aún
admiramos la valentía, como la guerra de Ucrania ha demostrado; pero en la
práctica diaria cada vez la tenemos más olvidada. Hay que pasar a la acción y
no confiarse, pues, como escribe Furedi, «en el siglo XXI la llama de la
esperanza aún flamea, pero está cada vez más ensombrecida por el oscuro ánimo
de la ansiedad impalpable».
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