ES UN TIEMPO DE LOCOS
(Este texto fue redactado a últimos de enero de
2021, pocas semanas después del fenómeno Filomena y
en medio de una ola de calor histórica. Desde entonces no ha perdido vigencia:
miles de turistas europeos vienen a las ciudades españolas menos restrictivas
con la hostelería en busca de un ocio que en sus países de origen les es
negado. Cuando el tiempo lo favorezca también vendrán a las playas y montañas,
posiblemente sin darnos cuenta de la significativa diferencia que hay entre un
ocio y el otro. Es nuestro deber social acercarnos hacia aquellos modelos de
ocio seguro en contacto con la naturaleza, alejados del consumo económico y
energético.)
Veía hace un par de días, en casa con la familia, Las cosas claras, la tertulia de mediodía de TVE, presentada por Jesús Cintora en la que, por supuesto, uno de los bloques giraba en torno al calor que estaba haciendo esta semana. Recordemos que hace menos de un mes se batían récords mínimos de temperaturas en varias partes del país —con zonas por debajo de los 30 grados bajo cero— y que hace menos de un mes Javier Lambán, presidente de Aragón, dejaba claro en Twitter que el cambio climático era agradecido con Aragón porque les traía nieve. Oye, una cosa de la que no había que preocuparse, daba a entender.
Ahora, con temperaturas alcanzando los 30 grados en las
costas valencianas, parecería un momento idóneo para explicar en los medios de
comunicación públicos que efectivamente esto es un indicio claro que encaja con
las predicciones y diagnósticos que la comunidad científica hace del estado del
clima: el cambio climático puede resultar en una mayor frecuencia de eventos
climáticos extremos. Dar una explicación que ayudase a que, por ejemplo Aragón,
tratase de ser más ambicioso con sus políticas sobre cambio climático.
Viendo el programa, parecía que iban a ir por aquí los tiros
cuando Cintora menciona ese abismal rango de temperaturas que hemos
experimentado, esos más de 60 grados de temperatura en tres semanas, y pide la
intervención del climatólogo Jacob Petrus, un habitual de la cadena. En este
momento en casa todos levantamos la mirada de nuestras pantallas y papeles. Un
silencio recorrió el salón. ¿Podría ser este el momento en que se normalizara
relacionar el día a día con las consecuencias de la crisis climática? En el que
empezásemos a bajar a tierra los efectos sobre nuestras vidas
del cambio climático, que para muchos es tan sólo una abstracción, un hiperobjeto como
diría Timothy Morton. Las fichas estaban en posición: eventos climáticos
extremos, un climatólogo, un programa en la televisión pública, una audiencia
cansada de noticias vacías de significado sobre la covid, nosotros con las
banderolas y las vuvuzelas, expectantes.
Y aparece Jacob en pantalla, con un despliegue de mapas en
3D y hologramas a su alrededor que ya los querría Tom Cruise en Minority
Report. “¿Qué está ocurriendo, Jacob?” —le pregunta Cintora.
Conteníamos la respiración.
Y Jacob responde: “Realmente hay que decir que es un tiempo
de locos”.
Y ya está. Y nos cuenta las temperaturas en la Península y
las predicciones del fin de semana. Ninguna mención a nada. En casa los
matasuegras vuelven al cajón, resoplamos y volvemos a lo nuestro.
Pero a mí me queda la duda, ¿quiénes son esos “locos” que se
supone habitan estos tiempos?
Ya que estamos hablando de extremos, quizá conviene volver a
hace unas semanas, cuando en el centro de Madrid se inició de forma espontánea
una pelea de bolas de nieve entre los transeúntes. No pasó mucho tiempo hasta
que las unidades de antidisturbios se acercaron a la zona para dispersar la
situación. Yo entiendo que estos chavales, jugando en la calle, poniendo vidas
en riesgo, “vándalos” como los denominaban algunos medios de comunicación, son
parte de los “locos”. No recuerdo a quién le escuché decir “qué rápido actúa el
sistema para reprimir el ocio si este no implica consumir”.
Volviendo a la tertulia, según nos contaban, esta ola de
calor la han aprovechado en la Comunidad Valenciana los jóvenes para irse a la
playa, para esparcirse y tomar el sol mientras entierran a sus abuelos. A pie
de playa, micrófono y cámara en mano escuchamos durante casi media hora el
discurso que viene siendo habitual últimamente: la hostelería salvará
al mundo si los jóvenes no lo han destruido antes. Una de las chicas
entrevistadas, sentada en la arena y acompañada por una conviviente, responde,
entre la culpa y la reivindicación: “ya no sabemos qué cosas hacer aparte de
estudiar”. Supongo yo que estas dos chicas haciendo un picnic también son parte
de los “locos”.
Esto no es una oda a la irresponsabilidad o al negacionismo.
Pero quizás sí merecería la pena hacer una defensa de algunas de las
estrategias que usamos cuando desde el status quo nadie plantea
alternativas más allá de abrir o cerrar los bares. Que al
neoliberalismo y sus biopolíticas les gusta que la vida sólo pueda hacerse a
través del consumo es algo que ya sabíamos, pero quizá haya algo de
revolucionario en ese “ya no sabemos que más hacer”. Que cuando se nos priva de
opciones más allá de consumir Netflix o equivalente, actualizar por incontable
vez la red social que utilicemos o estudiar para encajar en un modelo laboral;
y se hace imposible de contener la necesidad de construir vínculos, conectar
con otros, sentir que no estamos solos y solas en esto; que en este punto, en
lugar de caer en hacer el mismo consumo de antes, pero de forma ilegal y con
mayor riesgo de contagios, algunos decidan jugar en la nieve o en la playa
puede que sea más relevante de lo que parece.
Y digo que puede ser importante por tres motivos. El primero
lo he mencionado antes y es que se trata de actividades que no generan riqueza
económica. Es ocio libre del mercado, es juntarse y compartir comida, es
improvisar un juego con desconocidos. En un contexto en el que el PIB está
completamente acoplado al consumo de energía y a los combustibles fósiles, son
muchos y muchas las que abogan por un modelo económico decrecentista como única
opción para alcanzar los umbrales de emisiones de gases de efecto invernadero
necesarios para evitar un colapso ecosocial. Nuestro ocio debe acercarse
paulatinamente a uno que no contamine y que no requiera de una economía en
continuo crecimiento. Y si puede ser social y ayudar a romper las dinámicas
individualizadoras de las últimas décadas, mejor.
El segundo es que están de una forma u otra relacionadas con
lo natural. No saber qué hacer y como respuesta disfrutar del invierno o ir a
ver el mar me recuerda a las teorías de la biofilia de Edward Wilson. Su idea
—aunque el concepto ya lo usase Erich Fromm— de que en el ser humano hay una
atracción innata, biológica, hacia la naturaleza se ha recuperado en parte con
las nuevas interpretaciones de Gaia y la dinámica de sistemas, con la idea de
la Tierra como un hogar en el que cada elemento y cada uno de nosotros jugamos
un rol para el equilibrio. Claro que hay otros enfoques para explicar esta
atracción, la restauración psicológica que suponen las actividades al aire
libre o cerca de la naturaleza, por ejemplo. Sea cual sea el motivo, desde
luego implica la búsqueda de unos espacios —tangibles— y actividades donde
poder conectar con otros de forma segura y donde poder sentirse bien y regular
las cargas emocionales que arrastramos. E implica encontrarlos en conexión con
lo natural.
Por último, se trata del valor intrínseco del juego y del
ocio. El juego, especialmente el juego libre o espontáneo en el que las reglas
deben construirse sobre la marcha, ha sido estudiado desde hace décadas como una
estrategia innata para desarrollar aspectos como la identidad, la empatía o las
conductas de cooperación y prosocialidad. Todas ellas cuestiones fundamentales
para el devenir de nuestra sociedad. Pero esto no es lo más interesante a mi
parecer. Cuando se juega en entornos naturales empiezan a intervenir mecanismos
psicológicos que fomentan el vínculo con la naturaleza tanto a nivel afectivo,
como identitario, como moral. Esta triple base es la que muchos estudios desde
la psicología ambiental utilizan para explicar que alguien lleve a cabo (o no)
comportamientos de carácter proambiental. Es evidente que, por sus efectos
sobre el desarrollo, jugar al aire libre en entornos naturales tendrá un
impacto mayor sobre las vidas de las personas más jóvenes.
Y el poder de transformación que pueda tener será mayor si
los juegos se inventan en lugar de seguir reglas preestablecidas. Y descubrir
un entorno natural virgen será más estimulante que ir a la playa a la que has
ido otras veces. Pero en un momento histórico en el que la desconexión con la
naturaleza y la concentración de nuestras vidas en unas pocas ciudades aumenta
a un ritmo acelerado, que haya algunas personas que sin saber qué más
hacer, jueguen en la playa o en la nieve, creo que es una
pequeña señal de optimismo.
María Neira, Directora de Salud Pública de la OMS, comentaba
el septiembre pasado en las Jornadas iberoamericanas sobre Covid-19 y
Salud Pública que la pésima relación que tenemos con el medio ambiente
hacía que fuera cuestión de tiempo que nos enfrentásemos a una pandemia, por
los saltos de enfermedades infecciosas de animales a personas —más frecuentes
cuanta más presión hay sobre los ecosistemas. Pareciera que, curiosamente, al
hacer estas locuras quizás nos convirtamos en personas más
proambientales, más propensas a participar en la defensa de nuestro planeta. Se
trata de actos sencillos, jugar, que antes de denunciar por
irresponsables —que en algunos casos lo serán, pero en otros no— haríamos bien
en canalizar. Necesitamos más vías seguras para divertirnos, para conectar con
otros, para disfrutar de la poca Gaia que tengamos a nuestro alcance. Y quizá,
con suerte, los Tom Cruises de la televisión se animarán a jugar y transitar
con nosotras.
https://www.15-15-15.org/webzine/2021/04/23/realmente-hay-que-decir-que-es-un-tiempo-de-locos/
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