L’ENTRAIDE, L’AUTRE LOI DE LA JUNGLE
(Ayuda mutua, la otra
ley de la selva)
¿Por qué la competición está en el corazón de nuestra
cultura occidental? ¿Por qué nos es tan difícil aceptar la omnipresencia de la
cooperación en la naturaleza? ¿Estamos programando meticulosamente nuestro
futuro en una ilusión de independencia o, en realidad, simplemente estamos
construyendo nuestra propia tumba?
Los autores de L’Entraide, l’autre loi de la jungle (Ayuda
mutua, la otra ley de la selva) (Éditions
Les liens qui libèrent, 2017), Pablo
Servigne y Gauthier Chapelle, ambos ingenieros agrónomos y doctores en
biología, intentan dar respuesta a estas y otras muchas cuestiones. A veces la
respuesta no es tan obvia, pero algunas preguntas nos invitan a la reflexión.
No debemos asustarnos por la extensión del libro ni por la ausencia de
elementos visuales, ya que contiene tantas ideas interesantes, que su lectura engancha
enseguida.
El profesor de sociología Alain Caillé, en el prefacio, nos dice que una de las razones principales de nuestra incapacidad para salir del neoliberalismo planetario es la falta de una filosofía política, que nos permita superar las grandes ideologías de la modernidad. Encuadra a estos dos autores en el movimiento de aquellos que están realizando una elaboración doctrinal del convivialismo (término que procedería de convivencia).
Historia de un olvido
Mientras las bases de nuestra sociedad en los últimos siglos
(la competición, la expansión infinita, la desmesura o la desconexión con el
mundo vivo) nos están llevando al colapso civilizatorio; la cooperación, el
altruismo, la empatía… (esa otra «ley de la selva») están en el origen y desarrollo
de la vida.
Está comprobado que los árboles compiten cuando las
condiciones son buenas, pero se ayudan mutuamente cuando estas empeoran.
Además, ahora que podemos secuenciar el ADN, vemos bacterias en simbiosis por
todas partes y con todo tipo de organismos. Los científicos lo llaman
simbiodiversidad. Dicho de otra manera: la ayuda mutua es un hecho omnipresente
entre los organismos vivos y desde siempre; mientras que el mito de la
competición, como única forma de vida, es relativamente reciente.
Los autores nos cuentan cómo, en realidad, la idea de la
naturaleza como algo salvaje y del comportamiento de todo lo vivo de manera
racional y egoísta nacieron con el inicio de la Modernidad. Además, el
Liberalismo (con el Estado que nos protegería colectivamente de ese mundo
salvaje y el mercado que satisfaría las necesidades de todos) no llegó hasta el
siglo XVII. Este modelo teórico se transformaría en ideología y después en
modelo de sociedad. Lamentablemente, este mito prevalece en el siglo XXI.
Para comprender esta dicotomía entre cooperación y
competición podemos acercarnos a las enseñanzas de Charles Darwin y Piotr
Kropotkin. Este último se vio influido por el Origen de las
especies (1859) y recolectando pruebas de la selección natural,
descubrió que los organismos que mejor sobreviven a las condiciones hostiles
del medio no son los más fuertes sino los que cooperan. Conclusiones que plasmó
en su libro El apoyo mutuo (1902).
Mitos sobre el individuo
Hoy en día sabemos que existe un doble sistema cognitivo:
uno racional que parece más egoísta; pero otro intuitivo, que reacciona de
manera automática o inconsciente y que conlleva comportamientos prosociales. De
hecho, es proporcional: a mayor espontaneidad, mayor comportamiento prosocial.
Cuando nos preguntamos de dónde procede esa manera de
reaccionar intuitiva prosocial, si será de nuestra naturaleza o del ambiente
que nos rodea, la epigenética nos revela que ambos factores (tanto nuestro
patrimonio genético, como nuestra familia o la sociedad) juegan un papel
importante en la expresión del comportamiento. Aquí también se ve la
proporcionalidad: cuanto más cooperativo sea nuestro contexto social, más
automatismos prosociales tendremos (y a la inversa).
Mitos sobre la sociedad
Pero, ¿cómo conseguir ese comportamiento prosocial dentro de
un grupo o de un superorganismo, como puede ser una familia, una empresa, una
nación? Cuando las cosas van bien, si estamos confiados, seguros, en un
ambiente de justicia, igualdad y reciprocidad podemos sentirnos parte del grupo
y cooperar sin problemas.
Sin embargo, si las circunstancias cambian por un contexto
de conflictos con otros grupos o por un medio hostil (falta de recursos,
eventos climáticos extremos, guerras, epidemias…) la ayuda mutua puede
colapsar, si en el imaginario colectivo no nos compensan los beneficios que nos
pueda aportar un comportamiento prosocial. En ese momento necesitamos reforzar
las relaciones intragrupales, a través de la toma de conciencia de intereses
comunes, que nos alineen sobre un mismo objetivo, visible y cuantificable.
¿Cómo mantener un clima de cooperación a largo plazo?, ¿no
es más rentable la competencia que la ayuda mutua? En 1871, Darwin se dio
cuenta de que aquellos grupos donde existía un mayor porcentaje de miembros
dispuestos a sacrificarse por el bien común tenían una mayor probabilidad de
supervivencia. Es lo que hoy llamamos selección del grupo o selección
multinivel. En los humanos implica procesos culturales, es decir, solo son
seleccionados los grupos más cooperativos. Lo que se denomina como selección
del grupo cultural.
En 2015, el historiador Yuval Harari explica en su
libro Sapiens cómo la ficción nos ha permitido imaginar y
actuar colectivamente. Las leyendas, mitos, religiones, ideologías… refuerzan
el efecto del superorganismo y basta con que una parte de la población respete
esas normas, para generalizar y estabilizar la ayuda mutua a niveles elevados.
Simbiosis: el quid de la cuestión
Al igual que tenemos la capacidad de apoyarnos mutuamente
entre semejantes, Servigne y Chapelle también nos explican la clave de ese
apoyo mutuo entre organismos que no tienen proximidad genética ni están
provistos de mecanismos cognitivos complejos, como los humanos.
Por un lado, está la simple necesidad de compartir agua, alimento, seguridad, calor, transporte. A veces, incluso sucede de forma recíproca, es decir, la conservación de esas relaciones de ayuda durante millones de años es debida a una ventaja evolutiva: un mecanismo que se parece a una especie de reciprocidad involuntaria, en la que cuidar al que te aporta algo aumenta simplemente la oportunidad de ver tus necesidades satisfechas, en una espiral de reciprocidad.
Esta relación de cooperación puede llegar hasta un
punto de no retorno, en la que los implicados son tan interdependientes, que ya
no pueden vivir el uno sin el otro: tienen una relación simbiótica. El ejemplo
más espectacular de relación simbiótica es el de la endosimbiosis, cuando uno
de ellos ingiere al otro, haciendo la relación totalmente irreversible.
En 1905, el biólogo Konstantín Merezhkovski introdujo el
término simbiogénesis. Esta tiene éxitos evolutivos, como la
aparición de nuestras células eucariontes (gracias a la endosimbiosis en serie,
de la que nos habló Lynn Margulis en los años setenta); la llegada de las algas
y las plantas (gracias a la incorporación de una cianobacteria); o bien, la
emergencia de los mamíferos placentarios (gracias a un endorretrovirus que, al
insertarse en nuestro genoma, nos procura moléculas beneficiosas).
Otro ejemplo es la relación que tenemos con nuestra
microbiota, sin la que no podemos vivir y con la que formamos un superorganismo
denominado holobionte (término que está revolucionando la
biología en estos últimos años al replantear la noción de individuo
biológico). Si no solo estamos aquí gracias a la simbiosis, sino que
seguimos viviendo gracias a ella, podemos hacernos una idea más precisa del
lugar que ocupa la ayuda mutua en el mundo vivo.
Los autores terminan reconociendo cómo la escritura de este
libro les ha revelado la interdependencia radical que existe en el conjunto de
lo vivo y de las interacciones humanas. Dicen que el concepto mismo del
individuo ha comenzado a perder un poco de sentido, como si ningún ser vivo
hubiese existido, existiese o fuese a existir por sí mismo.
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