EL EQUILIBRIO ENTRE SALUD Y SUPERVIVENCIA ECONÓMICA
En el siglo XVIII, en la India bajo dominación colonial inglesa, el pueblo mostraba su preocupación por el aumento de cobras en las calles, con las consecuencias que son fáciles de adivinar: aumento de mordeduras, accidentes y muertes. Consciente del problema, el Gobierno decidió tomar medidas y ofrecer una recompensa por cada cobra muerta entregada a las autoridades.
Ante la avalancha de cobras entregadas y al dispararse el coste económico de la medida, el gobierno analizó el contexto y descubrió que, en lugar de capturar cobras en la calle, muchas personas estaban organizando “granjas de cobras” para criar más serpientes y posteriormente cobrar su recompensa. Ante esta realidad se decidió de inmediato cancelar el programa. ¿Consecuencia? Las granjas fueron abandonadas y las cobras criadas en cautividad acabaron también en la calle. Pasado un año, había más cobras en las calles (y más accidentes, y más muertos) que antes de lanzarse la recompensa.
Este ejemplo, que Levitt y Dubner relatan en su muy
recomendable obra Freakonomics,
ilustra claramente un principio del que muchas veces no somos conscientes al
analizar las bondades de tal o cual medida tomada por políticos de cualquier
especie. No existe ninguna decisión, por simple y acotada que pueda parecer,
que no implique por un lado un coste directo (puro coste de oportunidad) y que
por otro no tenga diversas aristas, derivadas en muchos casos del
comportamiento de las personas, clientes o administrados.
Por este motivo, se suele afirmar que la economía o la
sociología no pueden ser consideradas ciencias empíricas al mismo nivel que las
tradicionales como la física, la biología o la química. Mientras que en estas
disciplinas existe la reproducibilidad (es decir, si repetimos un experimento
obtendremos el mismo resultado) en economía la reproducibilidad está muy
restringida, ya que existen un gran número de variables exógenas que junto con
el muchas veces impredecible comportamiento de las personas hace muy difícil
realizar afirmaciones globales (y, sobre todo, que se cumplan).
Y si no son ciencias, ¿qué son?
Conscientes de lo anterior, las ciencias sociales suelen
abordar el problema mediante la utilización de las cláusulas ceteris
paribus. Es decir, dado lo difícil (o directamente imposible) de recoger
todas las variables que correlacionan en un escenario económico, a la hora de
realizar los análisis se considera que el escenario es ceteris paribus,
es decir, que el resto de los miles de variables permanecen constantes. Este
latinajo, que se traduciría literalmente como “las demás cosas igual” tiene su
origen en Alfred Marshall, un economista británico del siglo XIX, profesor de
Economía en Cambridge y uno de los referentes de la época en el estudio
analítico de las variables económicas.
Así, por ejemplo, podríamos analizar “ceteris paribus” el impacto económico de una determinada medida
política o económica. Veamos un ejemplo clásico: en un escenario de reducción
de recursos financieros del sector público, la decisión más habitual es optar
por la subida de impuestos. Si tomamos esta decisión mientras se mantienen
estables el resto de las variables, aumentaremos sin duda la recaudación fiscal
y dispondremos de más presupuesto para financiar inversiones, gasto corriente o
absorción de déficit.
Sencillo ¿no? ¿Hay algún problema? Sí, uno muy sencillo. Ese
estado ceteris paribus, esa estabilidad de las variables, no
existe. Es totalmente irreal e impensable, y en consecuencia no es apto para
realizar análisis económicos ni para justificar la toma de decisiones.
Los detractores de esta afirmación (que son legión) indican
que en muchos casos sí que se cumple este principio, y se aporta al debate – como
ejemplo – la ley de la demanda: a igualdad de los demás factores, la cantidad
de un producto o servicio que se desea adquirir será tanto mayor cuanto menor
sea el precio.
En un análisis superficial podríamos entender que
efectivamente es así. Pero a poco que reflexionemos sobre esta afirmación
veremos que deja fuera del enunciado tal cantidad de variables (gustos, renta
disponible, coste de oportunidad, nivel de empleo, racionalidad del consumidor)
que el enunciado de la ley tiene poca o ninguna utilidad en el mundo real. Y de
forma añadida, el concepto de elasticidad nos muestra que existen bienes en los
cuales una bajada de precio provoca la bajada de su demanda. El gran lujo, en
el que el precio es una variable más del marketing, es un ejemplo perfecto.
Siguiendo con el ejemplo anterior, resulta bastante fácil
imaginar que, en un contexto de aumento de impuestos, que haga disminuir la
liquidez disponible en manos del público, los ciudadanos adapten su
comportamiento, disminuyendo su consumo y aumentando el ahorro, o bien que una
parte de la población recaiga en la economía sumergida para disminuir la
visibilidad ante Hacienda, y en consecuencia disminuya la recaudación neta.
Y esto ¿qué interés tiene hoy día?
Seguro que usted, querido lector, ha escuchado en los
últimos meses en más de una ocasión al político de turno hacer manifestaciones
como “hemos confinado siguiendo el criterio de los expertos” o “en todo momento
nos hemos guiado por criterios científicos”. ¿Son reales? ¿Qué se esconde tras
esta frase desgraciadamente tan repetida en estos meses?
Todos aquellos que en algún momento hemos tenido la
responsabilidad de ejecutar un presupuesto, por pequeño que sea, tenemos
flotando constantemente alrededor la noción de coste de oportunidad. En el
entorno empresarial es sabido y aceptado que tomar decisiones de
inversión/gasto (o de ahorro) implica renunciar al beneficio que de otro modo
se podría obtener de esa inversión.
Pues bien: algo similar sucede en el análisis de políticas
públicas y decisiones de gobierno. En este campo hay una expresión en inglés,
nacida en los años 60, que reza There
Ain’t No Such Thing as a Free Lunch, que también se suele escribir bajo su
acrónimo TANSTAAFL, y que se traduciría como “no existe nada parecido a un
almuerzo gratis”. En castellano la expresión equivalente podría ser “nada es
gratis”, que es también ampliamente utilizada.
Ambas expresiones (y aquí enlazamos con el apartado
anterior) reflejan de una forma breve y didáctica la inviabilidad del
principio ceteris paribus aplicado al día a día de la
gobernanza pública, y hacen mención a que no es posible obtener algo por nada:
toda decisión que tomemos, o que no tomemos, tendrá su correspondiente
beneficio y coste, y a nosotros, responsables de la decisión, nos corresponde
su evaluación.
Volviendo a lo anterior, escuchar “hemos seguido las
indicaciones de los expertos” poco nos aporta. Si la gobernanza pública
consistiera solamente en seguir las indicaciones de un experto, contrataríamos
a ese experto como gerente y nos ahorraríamos el resto del gobierno. Habríamos
solucionado el déficit público en un periquete.
Pero no es así, ¿verdad? En absoluto. Por varios motivos.
El primero es que asumir lo anterior implica a su vez
aceptar que TODOS los expertos consultados han elegido la misma recomendación.
A la vista de los cientos de estrategias ante el covid 19 que existen en el
mundo, esta coincidencia parece extremadamente improbable.
El segundo es que la categoría de “experto” es muy
discutible. ¿Experto en qué? Evidentemente, si consultamos a un epidemiólogo,
pondrá el foco exclusivamente en la contención de la epidemia, y no tendrá en
cuenta, o lo hará solo tangencialmente, el impacto económico de su decisión. Si
lo hacemos con un médico, se enfocará en la optimización de la atención
hospitalaria. Y si nos dirigimos a un economista, nos prevendrá contra
cualquier confinamiento que pueda perjudicar al tejido productivo, mientras que
es probable que pase por alto el impacto sanitario de su propuesta.
Lo lamento, querido lector, pero no existen “los expertos”.
Existen personas con experiencia en un determinado ámbito de las políticas
públicas, que trabajan ceteris paribus, y que en consecuencia
desconocen y no deben opinar sobre los aspectos colaterales de sus propuestas.
Al gestor (el político) le corresponderá poner todo ello en la balanza y tomar
la decisión bajo la óptica TANSTAAFL, es decir, siendo conscientes de que toda
decisión tendrá consecuencias colaterales, y que deberá tomarse, en la medida
que sea posible, aquella que maximice el bienestar social a largo plazo.
¡Un momento!
¿No será usted un sueco / libertario / anarcocapitalista
(póngase el adjetivo preferido) que aboga por la inmunidad de grupo a costa de
las vidas de los ancianos?
Pues no. Siento desactivar ese argumento, simplista y
tramposo, más propio de cierta red social. Simplemente estoy de momento
trayendo el contexto: ninguna decisión es neutra de por sí, todas tienen
consecuencias, y es preciso valorarlas antes de decidir (lo que implica
analizarlas de forma sosegada y sin condicionantes sociopolíticos).
¿Y cómo las valoramos?
Cierto. Todo lo anterior está muy bien. Pero lo cierto es
que si no podemos evaluar las decisiones en su conjunto con medios
cuantitativos ¿hemos avanzado algo?
Personalmente creo que sí. Solo conseguir que lo anterior
entre en la mente de muchos políticos y de nuestra ciudadanía ya supone un
cambio radical. Porque implicaría que seamos conscientes de que las decisiones
no son simples, que tenemos que pensar “out
of the box” y en último término, y atendiendo a la pandemia que asola
nuestra sociedad, que admitamos que quizás, y sólo quizás, confinarse puede ser
peor para la salud que salir a la calle (con prudencia) y enfrentarnos al
virus.
¿Qué ha dicho? Ya sabía yo que era un sueco…
Olvidémonos de Suecia y busquemos la evidencia. Veamos, en
primer lugar, cómo podemos acercarnos de forma científica al estudio de
problemas de este tipo, comentemos algunos ejemplos, y finalicemos hablando del
dichoso virus.
Vamos a considerar la decisión sobre la apertura de los
colegios. ¿Valentía, disparate, necesidad?
En primer lugar, establezcamos como premisa inicial del
debate que existe correlación entre empleo, poder adquisitivo y salud. Aquellas
personas con un mayor poder adquisitivo, por término medio, han adoptado
mayores medidas de prevención, mientras que, por el contrario, las personas con
empleos precarios o en desempleo, por término medio, son más reacias a adoptar
medidas de auto prevención, y en consecuencia sufren en mayor medida el impacto
de la pandemia.
Así lo reflejan, por ejemplo, en este estudio publicado en
abril en USA. El motivo, concluyen los autores, es que las personas con mayor
poder adquisitivo tienen, por un lado, un contexto de mayor prevención
(espacio, casas, teletrabajo) y por otro que la información verdaderamente
fiable llega en mucha menor medida a las personas de menor nivel económico.
Y una vez admitido esto, estaremos de acuerdo en que una medida de
confinamiento que implique un mayor empobrecimiento del cuartil inferior de una
población tendrá un impacto brutal, a medio plazo, sobre la salud de ese mismo
cuartil.
Sigamos: abrir los colegios tiene un cierto riesgo sobre la
salud de los alumnos y sus familias. No hay discusión. Pero los estudios
apuntan que una educación no presencial tiene un impacto aun mayor sobre su
futura expectativa cultural, económica y de empleo, y en consecuencia, como
nada es gratis, la recomendación general es que la educación sea tan presencial
como sea posible. Véase, por ejemplo, el estudio de la Universidad de Harvard
citado aquí que
refleja que la competencia matemática de los alumnos más favorecidos en USA
cayó en la primera ola de la pandemia un 20%, mientras que en el caso de los
alumnos más desfavorecidos lo hizo un 60%.
Por todo ello, podemos concluir que no reabrir los colegios,
y apostar 100% por la educación presencial, habría tenido un impacto a
corto/medio plazo brutal sobre la expectativa socioeconómica de las personas
menos favorecidos, y en consecuencia, medido en términos de salud pública a
largo plazo, el multiplicador de impacto será mayor cerrando un colegio que
asumiendo ciertos riesgos, razonablemente controlados, en su apertura.
Termino. ¿Debemos confinarnos pese a todo? ¿Es preferible la
preservación de la salud a cualquier precio económico?
No tengo la respuesta; es más, no creo que exista una única
respuesta, sino que estará condicionada por infinidad de variables. Al
gobernante le corresponde tomar la decisión (siempre dificilísima). Me doy por
satisfecho con tratar, en la medida de mis modestísimas posibilidades, de que
los lectores sean conscientes de que nada es gratis y que vean
las opciones con mente abierta.
No obstante, y como epílogo, bastantes estudios (como la
declaración de Great Barrington, o por ejemplo éste) parecen apuntar que
la opción menos mala es mantener los contagios en la medida de lo posible bajo
control, de forma que el sistema sanitario pueda gestionarlos aunque sea al
100% de sus capacidades, protegiendo simultáneamente a aquellos colectivos más
vulnerables, con el mínimo impacto posible sobre la actividad económica.
A la larga, pienso, la
pobreza y el confinamiento matarán más que el coronavirus.
Jose Ignacio Atance.
VISTO EN: https://disidentia.com/el-equilibrio-entre-salud-y-supervivencia-economica/
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