La maravillosa burbuja en la que
habitamos se encuentra en un momento crítico. Pero, aunque muchos nos alertan,
continuamos con nuestra economía basada en el perpetuo crecimiento. Es como
aquella locomotora de los hermanos Marx que continuamente pedía “¡más madera!,
¡más madera!”.
Sin embargo, la última
lección aprendida demuestra que esta locomotora puede pararse en seco
y hacernos descarrilar. Y no es necesario que ocurran cataclismos o que dioses
enojados nos vengan a pedir cuentas, ni siquiera que exploten guerras injustas
con líderes genocidas. Un simple organismo inanimado (o no, hay controversia en ello) con una pequeña secuencia de ARN
nos ha dejado KO demostrándonos lo frágiles que somos.
Un equilibrio roto
Pero las crisis son también fuentes de oportunidad. Ahora
más que nunca la humanidad debe dar un paso hacia su madurez social y entender
que nuestra relación con los ecosistemas es fundamental.
En este momento, querido lector, le pedimos un esfuerzo:
no imagine solo un ecosistema formado por animales, bosques, ríos, mares, etc.
Imagine que su casa, su calle, su ciudad, la casa rural que frecuenta para
relajarse y, sin duda alguna, nuestras industrias son también parte de esos
ecosistemas.
La suma de todos estos componentes desempeña un
importante papel en los balances de la biosfera y tienen que ajustarse a
diario.
Hasta la primera revolución industrial hemos mantenido un
equilibrio más o menos razonable entre la humanidad y la Tierra. Sin embargo,
el desarrollo exponencial de nuestro estilo de vida (al menos en los países del
llamado primer mundo) lo ha desequilibrado todo y, sin duda alguna, nuestro
planeta se está deteriorando.
Un gran indicador de que algo no marcha bien lo
encontramos en nuestros residuos.
La basura nos delata
En primer lugar, nuestros desechos revelan que nos hemos
convertido en unos derrochadores profesionales. Desde un punto de vista
energético, los residuos que vertemos (fundamentalmente residuos orgánicos
y plásticos) muestran que producimos más comida de la que
necesitamos. Generamos más calorías de las que debemos (no uso la palabra podemos)
comer. Por tanto, aquello que ya no queremos o no nos parece apetecible, acaba
en inmensos almacenes que denominamos vertederos.
Los residuos alimentarios suponen cerca de un tercio de los alimentos producidos, con
un total de 2,96 Gt por año. La huella ambiental de estos residuos
equivale a 3,3 Gt de CO₂ equivalente, un consumo de agua de 250 km³ y el uso
de 1,4 billones de hectáreas de tierra cultivable.
Los anteriores detalles nos llevan a la segunda cuestión:
los residuos que generamos muestran hasta qué punto nuestra sociedad es
inmadura. Ningún ser inteligente y equilibrado derrocharía tanto, sobre todo
existiendo personas que mueren de hambre.
Los residuos, también fuente de oportunidades
Una vez hemos reflexionado sobre aspectos éticos de
nuestra basura, nos vamos a centrar en el aspecto positivo, es decir, en la
oportunidad.
Hoy día existen muchas iniciativas que intentan reducir
la producción de residuos alimentarios. Sin embargo, ¿qué ocurre con aquellos
que no pueden reducirse? Para eso estamos las científicas y los científicos,
para pensar cómo darles una segunda vida.
Para que se haga una idea, los residuos alimentarios
están formados por proteínas, hidratos de carbono, grasas y fibras. Estos componentes
son los bloques esenciales de la naturaleza y sirven, por medio de un sin fin
de organismos –algunos tan pequeñitos como una bacteria y otros tan grandes
como un elefante–, para generar ciclos como el del carbono, nitrógeno, etc.
La oportunidad viene servida en bandeja: aprender cómo
funcionan estos mecanismos e importarlos a nuestra tecnología supondría una gran
oportunidad para crear una economía más sostenible.
Métodos para reutilizar los residuos
En los últimos 50 años se han desarrollado tecnologías
que intentan aprovechar los residuos para producir una larga lista de productos
como combustibles, bioplásticos y sustancias utilizadas en fármacos.
Estos procesos sirven para crear un nuevo tipo de
industria que denominamos biorrefinería. Su cometido no difiere del que
asociamos tradicionalmente a una refinería: del petróleo (la materia prima)
obtenemos combustibles, plásticos, etc. Pero a diferencia de esta, su filosofía
consiste en recuperar aquello a lo que no podemos darle más uso y devolverlo a
la vida útil, ya sea transformado en combustible u otro producto.
Por ejemplo, un hongo llamado Aspergillus
awamori es capaz de degradar basura para producir biodiesel.
Esta nueva industria se centra en la economía circular y
nos permitiría volver a encontrar un nuevo equilibrio entre el ecosistema
humano y el ecosistema natural.
Si tiene más interés en ver cómo funciona una
biorrefinería, no dude en visitar nuestra aula virtual. Allí podrá aprender algunos secretos de la
producción de biocombustibles y experimentar sus procesos.
En el grupo BIOSAHE de la Universidad de Córdoba trabajamos
en esta línea. Buscamos cómo aprovechar los desechos y cómo poder utilizarlos
como combustibles o biomateriales. Nuestro empeño, al igual que el del resto de
la comunidad científica, es crear una ciencia y una tecnología que permitan a
la siguiente generación buscar la felicidad y no la supervivencia. Este anhelo
nos acompaña desde los albores de nuestro nacimiento como especie y debe de
marcar nuestra evolución hacia una consciencia que va más allá de nosotros
mismos.
Investigador de Química Física y
Termodinámica Aplicada, Universidad de Córdoba;
Catedrática de Química Física y Termodinámica
Aplicada, Universidad de Córdoba
Profesora de Química Física y Termodinámica
Aplicada, Universidad de Córdoba
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea
el original.
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