Un argumento contra la automatización de la vida
En esta época nos hemos habituado a la automatización de los procesos,
¿pero qué tanto de la vida puede experimentarse bajo esa actitud?
Para muchos de nosotros quizá sea más o menos evidente la
prisa general en que usualmente se vive. Hace tiempo que algunos autores, de
muy distinta índole, lo han señalado. Filósofos, escritores, periodistas
incluso, han dado cuenta de este hecho: la vida transcurre ahora a una
velocidad vertiginosa, o al menos esa es nuestra experiencia.
Dicha impresión, por supuesto, no es falsa, aunque quizá
sí un tanto ilusoria. Su realidad está asentada en algunas de las
características más propias de nuestra época, de las cuales quizá la principal
sea la automatización de la vida.
La informática, la computación y otras tecnologías afines
han hecho posible que numerosos procesos repetitivos presentes en la
cotidianidad del ser humano se automaticen y, con ello, sean máquinas quienes
los cumplan. Ámbitos tan distintos como la industria, las finanzas, la
alimentación y el transporte (prácticamente todo en lo cual ocurra un
intercambio de información) dependen ahora de procesos automatizados, cuyo
principal rasgo visible e inmediato, que podemos verificar en nuestra vida
diaria, es la simplificación. En cierta forma, ese es el espíritu de la
informática: automatizar procesos que a una máquina le toma menos tiempo
computar (es decir, calcular y ejecutar) que a un ser humano.
Como vemos, aquí aparece ya la noción del tiempo. La
automatización de la existencia se ha implementado casi siempre bajo el
argumento de una ganancia de tiempo. Ya en la época de la Revolución
Industrial esa fue una de las grandes fantasías utópicas: dejaríamos a las
máquinas la ejecución de tareas monótonas y repetitivas para por fin tener
tiempo de realizar plenamente nuestro propósito como seres humanos. En el Elogio de la ociosidad, que Bertrand Russell
escribió en 1932, todavía es posible escuchar los ecos de este augurio, y aun
ahora, en los días posteriores a la transformación informática provocada por la
invención de la Web, hay quienes siguen soñando un sueño similar: que la
tecnología por fin nos libere de la cadena del tiempo.
Con todo, si miramos nuestro presente, no parece fácil
aceptar que las invenciones inglesas del siglo XIX o los smartphones que
ahora llevamos en el bolsillo nos hayan acercado más a una existencia de
libertad o plenitud. Más bien han ocupado la función precisamente opuesta, la
de la dominación y la sujeción. En uno de los textos de Psicopolítica, Byung-Chul Han ha señalado la similitud peculiar que
existe entre el teléfono inteligente y el rosario católico: ambos son objetos
que se portan, ambos son de uso personal y los dos sirven para recordarnos
constantemente la observación de una disciplina (la disciplina del rezo y la
penitencia en la doctrina católica, la de la distracción en la doctrina
digital).
Si seguimos este diagnóstico y si tomamos en
consideración lo que ha sucedido con plataformas como Facebook o YouTube,
que encontraron la forma de capitalizar la atención humana y convertirla en
dividendos económicos, quizá sea posible decir que el tiempo que se “liberó” en
los últimos años gracias a la revolución digital se ha ocupado ahora no con más
libertad, como anticipaba Russell con optimismo, sino paradójicamente con más
dominación. Como dice la humorista francesa Blanche Gardin en uno de sus
espectáculos, dejamos que la tecnología se apropiara de nuestros sueños. El
tiempo ganado con la automatización de la vida no nos ha hecho capaces de
apreciar ésta con mayor plenitud, sino curiosamente nos ha hecho, por un lado,
estar más ocupados y, por otro, desear sin darnos cuenta que la vida vaya más
deprisa, para no tener un minuto que perder.
¿Cómo apresurar, sin embargo, algo que de suyo tiene
su propio ritmo? Esa parece ser la contradicción fundamental del modo general
de vida de nuestra época y la fuente de cierta forma del malestar contemporáneo,
que tiene expresiones palpables como la ansiedad, la excitación malsana en la
que viven ciertas personas e incluso cierta sensación de frustración con
respecto a proyectos emprendidos pero abandonados en cada ocasión. En nuestra
época parece haber cada vez menos disposición o comprensión para las tareas de
largo aliento, esas que implican un trabajo sostenido, constante y paciente y
que jamás podrían ocurrir a la velocidad de un clic o de un like.
El amor es posiblemente la primera y única de esas
tareas. El amor entendido no únicamente bajo la óptica sentimental o de las
relaciones personales, sino de manera mucho más amplia, como amor a la vida y,
por ende, a todo lo que ésta implica. Amor a nuestro trabajo, a nuestro cuerpo
y a nuestro entorno; amor a nuestra existencia y a la oportunidad irrepetible
que significa estar vivos; amor al tiempo que tenemos ahora; amor al instante
presente y a la posibilidad de futuro; amor en lo que hacemos. En suma, el
amor entendido como forma de vida.
¿Puede el amor automatizarse? Qué pregunta más extraña,
¿no es cierto? Y sin embargo, cuántas personas hoy en día no actúan como si de
hecho eso fuera posible. Si una de las características fundamentales de
esta época es la automatización de la existencia, en el fondo eso parece
implicar la intención de automatizar todo aquello donde es posible que ese amor
como actitud frente a la vida tenga un lugar. La alimentación, los tratos
cotidianos con otros, la apreciación de una obra de arte, el momento que
pasamos con alguien que queremos, las actividades que llamamos trabajo y a las
cuales dedicamos nuestro tiempo y nuestra energía.
Si ya a primera vista nos parece un contrasentido que se
“automatice” todo eso que podríamos considerar, sin exageración, sagrado, ¿por
qué en la práctica esperamos que se presente bajo esa forma? Tanto de un
vínculo amoroso como de un proyecto personal esperamos que sea
rápido, inmediato o instantáneo; de una película o de un libro queremos que no
nos implique mayor esfuerzo ni ningún tipo de desafío; de una persona, que no
nos pida paciencia ni tolerancia, que no nos moleste de ninguna forma. ¿Por qué
esa insistencia de que también lo más sagrado de nuestra vida se comporte
como cualquier otro proceso susceptible de despacharse con rapidez y
eficiencia?
Esta pregunta ha rondado el pensamiento crítico de
nuestra época desde hace varios años. Una respuesta relativamente sencilla
podría apuntar hacia la inconsciencia en que generalmente vive el ser humano,
que en este caso le hace esperar una “experiencia automática” de la vida porque
ha constatado que en otros ámbitos de la existencia eso es posible.
Pero claramente no todo en la vida puede medirse con el
mismo rasero. De hecho, lo más probable es que sólo una parte ínfima de la
existencia pueda realmente automatizarse y, de ésta, sólo aquello que está
relacionado al modo de vida del ser humano adaptado a los fines del
capitalismo. En un mundo de producción y consumo incesantes, cuya única
preocupación es la ganancia económica, por supuesto no puede haber lugar para
la demora, la pausa o la contemplación, sino sólo para la prisa, el exceso e
incluso el despropósito y la pérdida de sentido. ¿Pero qué hay con todo aquello
de la vida que escapa a esa forma de experimentar y conducir la existencia?
En Humano, demasiado humano, Friedrich
Nietzsche incluyó un apunte al que dio el subtítulo de “la lucha lenta de la
belleza”; ahí nos dice el filósofo:
La belleza más noble no es la que nos deslumbra instantáneamente, la que
nos seduce por asaltos tempestuosos y embriagadores (que fácilmente llega a
disgustar), sino aquella que se insinúa lentamente, la que uno lleva dentro de
sí en el pensamiento, y que un día, soñando, se vuelve a ver delante, y que por
fin, después de haberse modestamente circunscrito en nuestro corazón, toma
posesión completa de nosotros, llena nuestros ojos de lágrimas y nuestro
corazón de deseo.
El amor por la vida a veces parece demorar en hacerse
presente, pero si permitimos que surja a su propio ritmo, cuidando de su
cultivo pero sin apresurarlo ni sofocarlo, con la atención puesta en esa
experiencia, quizá finalmente colme nuestro corazón y nos descubra otra forma
de apreciar y entender la vida.
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