Ahí se encuentra el sentido de la existencia
¿La vida puede vivirse como un proyecto, con metas y objetivos bien
definidos o esa pretensión no hace más que marchitar su vitalidad?
¿Qué significa ser uno mismo? Esta pregunta es
relativamente reciente en la historia de la humanidad, pues las ideas de
“individualidad”, “identidad” y aun otras como “realización” y “cambio
personal” no tuvieron en épocas pasadas el mismo valor que ahora se les
concede.
La existencia siempre ha sido un enigma para el ser humano o, dicho de
otro modo, una condición a la cual se busca entender y otorgar un
significado, y es posible que actualmente experimentar la vida como un
“proyecto” a desarrollar sea una forma en que se intenta responder esa
pregunta.
En este contexto vale la pena, sin embargo, dar un paso atrás
para considerar ciertas cosas con mayor detenimiento y reflexión,
particularmente aquello que corresponde a la singularidad del tiempo y las
condiciones que vivimos.
Con lucidez, el filósofo Byung-Chul Han ha señalado uno de los riesgos de
plantearse la vida como una “empresa”, pues entre otras implicaciones, la
existencia se convierte en una competencia frenética y un tanto ciega en la que
el sujeto es al mismo tiempo “esclavo” y “amo”, esto es, una persona explotada
por sí misma, exigiéndose siempre más en el intento insuficiente de
conseguir un logro inalcanzable.
Este diagnóstico puede sonar exagerado a algunos, pero
basta mirar un poco la sociedad en la que cada cual vive para, al menos,
concederle el beneficio de la duda al filósofo. Personas “adictas” a su
trabajo, otras sedientas insaciablemente de “nuevas” experiencias, algunas más
con decenas de propósitos planteados y quizá iniciados pero al final dejados en
el abandono. Socialmente se insta al sujeto a “ser más” o “ser mejor”, a
considerar su vida como un proyecto (con objetivos, planes, control de riesgo y
todo ese vocabulario propio del manejo de un negocio capitalista, ahora
cada vez más trasladado y aplicado a la existencia), a progresar y evolucionar,
y el sujeto toma dicho mandato un tanto inconscientemente, lo obedece y se
esfuerza, pero sin entender por qué ni cómo, esto es, sin preguntarse por los
motivos que lo llevan a ello ni la forma en que ejecuta la orden.
Y en esa confusión, cuando se da cuenta que no alcanzó el
objetivo propuesto, experimenta dicho resultado con frustración, como un
“fracaso” personal o como una falta de capacidad de sí mismo. Y repite el
ciclo: si no lo logró es porque no se esforzó lo suficiente.
¿Qué significa “ser más”, después de todo? ¿Qué significa
“ser mejor”? ¿Y dónde terminan ese “más” y ese “mejor”?
Dostoyevski, en Los hermanos Karamazov, escribió que “vivir es más importante que buscar
el sentido de la vida”. A esa consideración podrían sumarse la de Kierkegaard y
la de Alan Watts, entre varios otros, quienes coincidieron con el maestro ruso
en cierta idea de sencillez desde la cual es posible acometer la
existencia. Para Kierkegaard, la vida no es un problema que
deba resolverse, sino una realidad que necesita experimentarse; y Alan Watts
dijo, en una de sus conferencias, que “el significado de la vida es únicamente
estar vivo”, a lo cual añadió: “es tan simple, tan obvio y tan sencillo; sin
embargo, todos viven apresurados y en gran pánico, como si fuera necesario
lograr algo más allá de sí mismos”.
¿Qué tienen en común estas ideas? Más allá de la lectura
que cada cual puede darles, estos autores coinciden en la primacía del vivir
sobre los significados que intentamos darle a la existencia. De hecho, si
reflexionamos con atención, en muchas situaciones es esa acumulación de sentido
la que provoca cierta sensación de pérdida, confusión o entorpecimiento, pues
en el esfuerzo de imponer un significado a algo que no lo tiene, la conciencia
comienza a dividirse y complicarse, a enredarse en sí misma, a fragmentarse hasta
disolverse en una y mil ocupaciones.
Valdría la pena preguntarse por qué en ocasiones la
tarea de vivir no nos parece suficiente por sí misma y por qué nos sentimos
impelidos a añadir “objetivos” suplementarios. No se trata de tener una vida
vacía o carente de sentido. Esta no es una crítica que busque conducir a cierto
nihilismo pesimista o, peor aún, conformista, en donde parezca que es mejor
aceptar la vida tal y como la tenemos y vivir así hasta el final de nuestros
días, resignados al vendaval y la corriente. Nada de eso.
En cambio, quizá podamos considerar que vivir es su
propio propósito, esto es, entender la vida como una tarea que en su propio
desarrollo nos plantea las posibilidades y las alternativas. Frente al agobio
de vivir una vida llena de objetivos, planes y proyecciones, es posible
plantear en cambio una existencia en donde únicamente la vida en sí, el
vivir experimentado con plenitud, sean la sola orientación, el único sentido,
pero entendido éste no como un significado, sino como una fuerza que conduce y
que guía, que indica hacia dónde persistir y hacia dónde continuar.
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