LA ADICCIÓN A LA NORMALIDAD Y LA RELIGIÓN DE LA SOCIEDAD
A través de la llamada 'normalidad' negamos que estemos enfermos y que nuestra existencia está sumida en un profundo nihilismo, ante el cual la sociedad, que hemos divinizado, se muestra impotente pese a todo su poder tecnocientífico.
Lo que relato es la historia
de los dos siguientes siglos. Describo lo que sucederá, lo que ya no puede ser
diferente: la llegada del nihilismo. Desde hace ya un tiempo, la totalidad de la
cultura europea se ha estado dirigiendo hacia una catástrofe, con una tensión
tortuosa que está creciendo cada década: impaciente, vehemente,
precipitadamente, como un río que quiere llegar a un fin, que ya no reflexiona,
que tiene miedo de reflexionar...
Friedrich Nietzsche, Voluntad de Poder
Una “sociedad ideal” sería el
cementerio de la grandeza humana.
Nicolás Gómez Dávila
No es saludable estar bien
adaptado a una sociedad profundamente enferma.
J. Krishnamurti
La manera en la que se busca actualmente reinstalar la
llamada "normalidad" –y se asume que regresar a esta normalidad
es una especie de triunfo colectivo– sólo puede explicarse dentro de lo que el
escritor italiano Roberto Calasso ha descrito como "la religión de la
sociedad". El mundo secular en el que la sociedad se presenta
como "el último cuadro de referencia para todo
significado", reemplazando así la función que la divinidad tuvo
durante muchos siglos. Calasso entiende que, en el fondo, la sociedad
es "una teocracia agnóstica basada en el nihilismo" (Los
cuarenta y nueve escalones).
Si antes se buscaba imitar a la divinidad para poder
establecer, a través de un ascetismo o un fervor, una relación con algo
infinito, hoy se busca normalidad para poder complacer, tributar y obtener los
beneficios de la sociedad. La normalidad es la fuerza dogmática que
mantiene o que preserva al mundo, el contenedor inerte de esta divinidad
secular, en la cual hemos depositado nuestra fe, la esperanza de cumplir los sueños
seculares que reemplazan los sueños de trascendencia. Sin esta normalidad
perdemos aquello que hemos aprendido a desear socialmente y sin lo cual nuestra
vida zozobra en el vacío.
Esta normalidad, sin embargo, no significa solamente
comportarse como el ciudadano perfecto: no protestar, pagar
impuestos, producir y consumir, etc. La religión de la
sociedad, de la misma manera que el capitalismo que le es endogámico, es capaz
de absorber expresiones diversas y aparentemente contraculturales o propias del
"individualismo" heterogéneo, sin por ello verse en ninguna
medida amenazada, sino, al contrario, viéndose fortalecida en su
flexibilidad, en su capacidad de "tolerar" y aparentemente promover
diversidad. Como Calasso observa en La actualidad innombrable:
"Esto puede asumir las formas políticas más diversas [...] todas
deben considerarse en cualquier caso, como meras variantes de una
única entidad: la sociedad en sí misma". Lo único que es inadmisible
es que haya algo más allá de la sociedad, es decir, de la secularidad, de
la ciencia, de la democracia.
Por ello, es fundamental el gran atisbo de
Durkheim, "la religión es lo social": lo esencial de la
religión ya no es que busque acceder a lo invisible y que plantee la pregunta
de lo desconocido, es que al hacerlo construye tejido social, nos
aglutina. De esta manera se pueden reemplazar las inquietantes prácticas
sacrificiales y el pantanoso misticismo, que a fin de cuentas la ciencia
exhibe como mera superstición, y preservar sólo la socialización de la
religión, su carácter terapéutico. Incluso la religión puede sanitizarse y
la religiosidad volverse expresión civil, mítines políticos, eventos
deportivos, entretenimiento público y privado, talleres de fin de semana,
ritualidad diluida, sin sacrificio.
Lo que da sentido al ser humano es lo social, y lo social
se enmascara como lo religioso. Más aún, hay en la sociedad una
especie de inteligencia providencial o al menos una suerte de selección natural
de lo que debemos preservar y priorizar. Al respecto escribió Durkheim: La
sociedad no es de ningún modo el ser ilógico o alógico, incoherente y
fantástico que algunos gustan muy a menudo de ver en ella. Todo lo contrario,
la conciencia colectiva es la forma más alta de la vida psíquica, ya que es una
conciencia de conciencias. Colocada fuera y por encima de las contingencias
individuales y locales, sólo se ven las cosas en su aspecto permanente y
esencial, que ella fija en nociones comunicables.
Calasso comenta esta frase de Durkheim y nota que tenemos
aquí algo así como un argumento teológico. Durkheim y Saint-Simon pueden
verse como los sacerdotes de la sociología. Lo que hay
que recalcar aquí es que se produce una sustitución de los valores
adheridos a la religión o a la divinidad (por ejemplo, el atributo de una
inteligencia superior o un eje dador de sentido). Estos valores, e incluso el
fervor característico de la fe y la devoción, no se erradican, sólo se
transfieren hacia un estrato menos explícito. Quizá podemos hablar de que se
reprimen en el sentido freudiano o, por usar una feliz frase de Jung,
"los dioses se convirtieron en enfermedades", que operan desde
un fondo imperceptible como uno de esos microorganismos patógenos que alteran
la conducta de su huésped. ("Zeus ya no gobierna el Olimpo, sino el plexo solar
y produce curiosidades para las consultas médicas o perturba el cerebro de
los políticos y periodistas que sin saber desatan epidemias psíquicas",
observó Jung).
La represión, según la psicología freudiana y
junguiana del inconsciente, hace peligrosamente que nuestros
comportamientos sean determinados por fuerzas subyacentes. Llega a
ocurrir que lo "reprimido regresa" y suele emerger de manera
vehemente y desastrosa. Un ejemplo de esto podemos observarlo en los regímenes
totalitarios del siglo XX, los cuales demostraron que el fanatismo secular
puede superar al fanatismo religioso en todos sentidos. "Los peores
desastres ocurrieron cuando las sociedades quisieron volverse orgánicas,
aspiración recurrente de todas las sociedades que desarrollan el culto de sí
mismas... En esto Marx, Rousseau, pero también Hitler y Lenin e
incluso el productivista Henri de Saint-Simon, encontraron una fugaz
concordia", anota Calasso.
Esta es justamente la bomba de tiempo de la sociedad
secular tecnocientífica que desarrolla un "culto a sí misma". Puede
que este sea el culto más radical, pues actualmente la ciencia afirma estar
libre de toda superstición y tener el acceso exclusivo a la realidad,
justamente porque pretende estar libre de creencias y presuposiciones, de la
linfa religiosa que distorsiona el conocimiento objetivo. Es sólo así que
podemos hablar de una "normalidad", el culto a un mundo que progresa
como una sustancia eminentemente real, libre de un pasado espectral,
progresando hacia la luz sin sombras, cada vez más estrechándose en
conformidad con la evidencia que produce el saber de la sociedad,
la "conciencia colectiva", que es el referente de la conciencia
individual.
Durkheim habla sobre la sociedad pero, como científico
social, habla también sobre la legislación de la realidad de la ciencia
y su poderosa visión telescópica y macroscópica: Colocada fuera y por
encima de las contingencias individuales y locales, sólo se ven las cosas en su
aspecto permanente y esencial, que ella fija en nociones comunicables y
locales. Al mismo tiempo que ve desde arriba, ve a lo lejos; en cada momento
del tiempo, abraza toda la realidad conocida, por eso sólo ella puede
suministrar al espíritu las clasificaciones que se aplican a la totalidad de
los seres y que permiten pensarlo.
Ahora bien, puede ser que en el fondo todos estemos
insatisfechos con esta "normalidad" y que critiquemos con mayor o
menor vehemencia a nuestro Gran Otro que es la Sociedad, pero lo que es
importante aquí no es esta vaga e inconsistente desazón; es, efectivamente,
la incapacidad de mirar más allá de la sociedad, de lo que hoy llamaríamos
algo así como la "realidad política" en la que "nos tocó
vivir". Esta realidad, por supuesto, no es más que una perspectiva de
mundo calcificada. Sin embargo, se experimenta como fatalidad. Lo más que
podemos hacer es regresar a la normalidad. Aspirar a poder seguir con nuestras
vidas y así postergar el cataclismo en ciernes, idealmente de manera tal que
sólo lo enfrentemos a la hora de nuestra muerte, el momento en el que creemos
que podemos eludir toda responsabilidad y disolvernos en la nada.
Es cierto que por momentos alcanzamos una especie de
inspiración, una suerte de ebriedad y consideramos que podemos transformar esta
"normalidad" en algo constantemente significativo. Pero nuestra
inspiración es de mecha corta, pues precisamente lo que caracteriza a la
sociedad actual es su inconsistencia, su incapacidad de imaginar algo más
allá de su orden establecido y su tendencia a la distracción.
Estos tres aspectos son en realidad uno. La
inconsistencia está ligada a la distracción, a la hiperestimulación, a la
sociedad del entretenimiento y el multitasking, al activismo
digital, al academicismo. En suma, a lo que Neil Postman, siguiendo a Aldous
Huxley, llamó "el mar de irrelevancia" que nos ahoga en datos
triviales e insignificantes, pero ciertamente interesantes y presentados de
manera estimulante. La sociedad no controla a través de la obligación forzosa,
sino a través de la dispersión.
Somos inconsistentes porque no podemos enfocar nuestra
mente en un solo punto, pensar el mismo pensamiento, hacer el mismo acto todos
los días, como un rito o un sacrificio. Tenemos innumerables opciones y no
podemos decantarnos por una sola. Estas opciones, en su enorme rango, en un
supermercado en el que no sólo tenemos la posibilidad de elegir decenas
de diferentes cereales o cervezas, sino también decenas de religiones o
saberes a los cuales adherirnos, nos hacen naturalmente dudar y oscilar. ¿Acaso
no deberíamos probar un poco de todo?
El problema aquí obviamente es que la tendencia de
antemano inestable de nuestra mente sólo se ve reafirmada por esta
nerviosa pululación. Y, por supuesto, no podemos probar un poco de todo, puesto
que nuestra vida es corta y los momentos exigen decisividad y compromiso, más
aún, porque si lo hacemos sólo estaremos introduciéndonos meramente en
la superficie. En realidad no habremos probado nada. No habremos
llegado al final de ningún camino. Tendremos sólo información y no sabiduría.
Asimismo, nuestra facultad imaginativa se ve amputada,
pues no desarrollamos concentración y calma, frutos de la consistencia y de la
discriminación. Sin concentración no podemos darle nitidez y definición a
ninguna imagen, sólo vamos de estupor a estupor, de rama a rama, como los
monos. Si queremos imaginar algo más allá de la sociedad, de la normalidad,
debemos primero reclamar nuestra atención, la cual ha sido secuestrada por el
flujo de los estímulos y la reificación de los valores que esta sociedad presenta
como el límite de lo posible.
Parafraseo algo que el filósofo francés Bruno Latour
escribió hace tres meses: la cuarentena demostró que detener la gran
máquina del sistema capitalista es posible. Cuando los científicos se
acercaban a los políticos con datos incontrovertibles sobre la crisis climática
–una amenaza mucho más grave pero más extendida en el tiempo– se les
respondía que no tenían los mecanismos para detener esta marcha, en el fondo
suicida. La nota de Latour era en cierta manera optimista, había una
especie de sensación de que quizá la pandemia nos haría ver esta posibilidad, y
a la luz de la reflexión y la interioridad a la que este momento nos obliga,
quizá obtendríamos la claridad y la convicción para implementar una
transformación radical de nuestro modo de subsistencia.
A principios de mayo el escritor francés Michel Houellebecq declaró que el virus era algo
"banal" y que el mundo resultaría igual después, acaso "un poco
peor", pues sólo se reforzarían las tendencias al aislamiento, cuya
inercia parece irreversible, sobre la plataforma de la
hipermediación tecnológica y el nihilismo ideológico. Houellebecq,
quien es considerado uno de los escritores fundamentales del nihilismo
contemporáneo, algo sabe sobre el tema.
Por supuesto, es demasiado temprano para estar seguros,
pero las señales políticas y económicas sugieren claramente que el mundo será
igual, sólo con una mayor tendencia a la alienación y a la enajenación, con
mayor participación de la tecnología en la vida cotidiana y posiblemente con
rasgos francamente nacionalistas y totalitarios (¡pero sin dejar de ser
liberales!). Yuval Noah Harari, por ejemplo, considera que este
punto puede ser histórico no tanto por el número de muertes que llegue a producir
el virus, ni porque incline la balanza hacia una nueva política climática
global, sino porque incline la balanza hacia la adopción de "tecnología de
vigilancia hipodérmica". El famoso y mentado "chip" del que
tanto han despotricado los teóricos de la conspiración en su
"paranoia" del supuesto "nuevo orden mundial" y en el
cual ciertas sectas cristianas ven señales de la Bestia.
Más allá de que se adopte esta tecnología o no (que según
Harari permitirá saber a los organismos que la controlen ya no sólo lo que
hacemos sino lo que sentimos y pensamos), podemos estar seguros de que en el
futuro dependeremos cada vez más de la tecnología. Actualmente ya tenemos
proyectos de ciudades controladas por algoritmos, Estados que observan
todos los movimientos de sus ciudadanos, compañías que son cada vez más
efectivas en la predicción y persuasión de los comportamientos de los
individuos, y que por lo tanto pueden hacer suma y corte con los deseos
socialmente creados.
Indudablemente se incrementará también la tendencia
a creer que la tecnología es lo único que puede resolver nuestros
problemas. Ahora ya no sólo los problemas climáticos –más y mejor tecnología
verde, o, en su defecto, tecnología que nos lleve al espacio si destruimos la
biósfera– sino también los problemas personales. Aplicaciones que monitoreen
nuestras ondas cerebrales y nuestras señales biométricas y nos
digan qué comer, qué fármacos tomar, cuánto ejercitarnos; o que nos
enseñen a meditar o a mejorar nuestro rendimiento sexual o, si no,
que provean directamente estímulos transcraneales para alcanzar estados
"numinosos" o androides con los cuales tener sexo y paliar nuestra
soledad.
En suma, tecnología que nos haga olvidar la naturaleza
del sufrimiento inherente a la existencia, con la cual solucionar –a través del
olvido y el entretenimiento hedonista– el inquietante misterio de la
existencia. Tecnología con la cual "inventar" la
felicidad permanente. O, como dice Nietzsche, hablando del "último
hombre", que ha "inventado la felicidad", incrementaremos la
tendencia de ocultar y sufrir la muerte, con "un poco de veneno de
aquí y de allá para procurar sueños agradables. Y muchos venenos para
morir agradablemente".
Esta también es la gran superstición de nuestro
tiempo. Como dice el filósofo alemán Markus Gabriel: "¿Cuándo
entenderemos por fin que, comparado con nuestra superstición de que los
problemas contemporáneos se pueden resolver con la ciencia y la tecnología, el
peligrosísimo coronavirus es inofensivo?".
¿Por qué no cambiamos? ¿Por qué, pese a que la mayoría de
las personas son capaces de ver algo fundamentalmente tóxico,
errático, injusto, estúpido y hasta suicida en la marcha que lleva la
civilización, no podemos alterar este curso? ¿Acaso vivimos en lo que en
la India se conoce como el Kali-Yuga, la era de la oscuridad, la ignorancia, el
materialismo y la destrucción de los valores espirituales? ¿Y está esto determinado en los astros, bajo ominosas
configuraciones que parecen aparecer con las plagas y los eventos mundialmente
definitorios? ¿Lo que le sucede a la humanidad –epidemias, desastres
naturales y cataclismos en general– es consecuencia de un mecanismo autocorrector,
sea de una divinidad trascendente o de una forma de inteligencia inmanente,
como la Gaia de Lovelock y Latour?
No niego del todo estas posibilidades, alguna forma
de teleología y significado inscrito en la
historia, pero, en todo caso, me parece que es posible explicar esto
de manera más parsimoniosa y más útil en lo que concierne a nuestro
predicamento. Lo que vemos actualmente es una sensación de impotencia,
mezclada con tedio e incertidumbre. Eso sí, con ráfagas intercaladas de
optimismo y deseo de transformación, breves momentos de poesía y significado,
en los que parece posible imaginar un nuevo mundo. Sin embargo, no logran
consolidarse, no cuajan en el vacío. Rápidamente el ser humano vuelve a
aferrarse a lo conocido-confortable.
De la misma manera que la posibilidad a nivel global de
un cambio auténticamente significativo rápidamente se traduce en incrementar lo
que ya conocemos, reaccionando con una mayor apuesta en la tecnología y en
los instrumentos de crecimiento económico (aunque por supuesto hay algunas
pocas excepciones), asimismo, las personas se retiran a lo que ya conocen, refuerzan
sus hábitos y recurren a la sociedad que es el único Otro en el cual pueden
encontrar una sombra de dirección y significado.
Más entretenimiento, más consumo, más sustancias
intoxicantes, las mismas relaciones tóxicas y todo aquello que provee
alivio momentáneo y nos brinda alguna forma de seguridad. ¿Cuándo va
a regresar el futbol? ¿Cuándo podremos volver a ir a un bar o una
discoteca? Lo primero que hicieron los londinenses cuando regresó la
"normalidad", o la supuesta "nueva normalidad", fue abarrotar
las tiendas de High Street, de alguna manera los templos seculares de la
sociedad. La seudo "noche del alma" global acaba en un
ataque de compras.
Es evidente que tenemos una adicción. Más que al consumo
o al entretenimiento somos adictos al ideal (al dogma o norma) de la
sociedad. La razón por la que no podemos cambiar es porque estamos
profundamente habituados a un modo de existencia que es similar a una
enfermedad crónica. Más aún, es una enfermedad ubicua, una auténtica pandemia,
todos la tenemos de alguna u otra manera.
El hecho de que presentemos la "normalidad"
como algo deseable, que queramos que el mundo continúe igual (en el
mejor de los casos, con algunas cuantas mejoras), pero lo importante es
que no suspenda su marcha, que no nos obligue a modificar para siempre nuestro
modo de vida y renunciar a las cosas que hemos acumulado, revela una forma
de adicción más abstracta y profunda. Podemos aceptar la cuarentena como un
intervalo e incluso poetizarla y explotarla como una fuente de resignificación,
pero no estamos dispuestos a entenderla como la realidad base.
Queremos hacer un poco de reconstrucción y remodelación
pero no estamos dispuestos a demoler la casa. No notamos que la casa está
construida en el vacío. Es esencialmente un castillo de naipes. Los fundamentos sobre los cuales
hemos construido el edificio de nuestra civilización son ilusorios. Creemos que
las cosas con las que hemos construido realmente son "sólidas".
La enfermedad que padece la civilización, la
sociedad secular y su centro referencial de la "normalidad", a mi
juicio, es lo que podemos llamar el "materialismo nihilista". En
los últimos meses hemos podido ver una serie de intentos de explicar el
evento de la pandemia como algo que no está desconectado del cambio climático y
del sistema capitalista neoliberal (y como mencioné anteriormente, con una
especie de entidad holística planetaria). Noam Chomsky, por ejemplo, entiende que la pandemia
pudo haberse evitado, pero gobernantes en el poder, como meros representantes
de los intereses del capitalismo neoliberal, no atendieron a las señales y
no invirtieron en formas de prevención.
En cierta manera existe, por ejemplo también en Slavoj Zizek, una tendencia general a echarle toda
la culpa a uno: al capitalismo o a como se quiera llamar el sistema
económico global. A mi juicio esto no es lo suficientemente profundo. Pero esto
puede esperarse de una sociedad secular, en la que es inadmisible ir más allá
de ella misma. El materialismo nihilista es la causa del momento crítico,
más bien abyecto, en el que se encuentra la civilización, puesto que subyace
tanto al sistema capitalista que se aferra al crecimiento y a la extracción de
valores, sin ninguna consideración de la finitud y el desequilibrio que
ocasiona, como al culto de la sociedad y lo que Nietzsche llamó la mentalidad de rebaño y Platón la Gran Bestia.
Sobre esto, la siempre lúcida Simone Weil observó
que lo social "imita a lo religioso hasta el punto de confundirse con
él", creando una suerte de "parentesco" entre lo social y lo
sobrenatural, y hasta cierto punto justifica a Durkheim diciendo que "lo
social es el único ídolo". Se deja de adorar y servir a otra cosa que a la
sociedad misma, la única servidumbre es "la servidumbre de la
sociedad". Es decir, se trata del máximo egoísmo, el egoísmo luciferino de
la sociedad humana que en su empresa de autoafirmación es capaz de negar la
posibilidad de existir de todas las otras formas de vida.
La sociedad es nihilista en un doble sentido. Lo
es en el sentido más primordial de Jacobi y otros, que ven nihilismo en no
encontrar algo que trascienda al propio sistema de la naturaleza o de la
sociedad. Lo es también en el sentido de Nietzsche, quien ve en los sistemas
metafísicos nihilismo puro (pues al hipervalorar lo trascendente desprecian lo
inmanente), y para quien el nihilismo significa tomar los conceptos y las
creencias inculcadas por los demás como los máximos valores y no así a la vida
misma, el instinto o la voluntad de poder, y generar los propios valores
en función a estas energías más primordiales e indomables.
La sociedad secular es nihilista en el sentido de
Jacobi por su propia predilección, su "secularidad", la negación
de todo lo que no es mensurable, de todo lo invisible o lo que
antes era designado como "divino" y la marginación de estas
divinidades a la academia (el único lugar en el que pueden ser consideradas
legítimamente, como anota Calasso). Y es nihilista en el sentido de Nietzsche,
de manera inconsciente o reprimida, pues sigue haciendo teología con sus
inclinaciones y afectos. La ciencia y la tecnología son más bien como
herejías cristianas, que reproducen los mismos resentimientos (las mismas
patologías), y no cosas completamente distintas.
En este sentido, la sociedad es la multiplicación
del "último hombre" de Nietzsche, que adora ahora la sombra del
dios muerto y sigue aferrándose a los viejos valores, ahora en la forma de
un nuevo ídolo, un ídolo que pretende no ser un ídolo; una creencia que
pretende no ser una creencia, etc. La sociedad secular materialista es la
creencia de que, por algún poder supremo, una cualidad única que se encuentra
en la razón, se ha logrado crear una sociedad que ya no construye becerros
dorados, que ya no adora ídolos y está libre de supersticiones. Aunque por
supuesto tolera las inofensivas supersticiones de algunos de sus miembros,
pero no las de su sacerdocio, el cual debe de ser ortodoxamente
materialista.
O, como dice Rupert Sheldrake, el científico cuyo libro
la revista Nature consideró en los años 80 que
merecía quemarse, los científicos se alinean con el establishment,
pero una vez que logran un Premio Nobel o algo similar, se animan a
publicar teorías que cuestionan los dogmas de la ciencia establecida, pues
ya no temen perder fondos o prestigio. Y cuando esto ocurre, la comunidad
científica desestima sus teorías como meras extravagancias propias de la vejez
o del "pensamiento especulativo".
Para quien la vacuidad es posible, todo es posible.
Nāgārjuna, Mulamadhyamakakarika 24.14
En uno de los pasajes decisivos de la obra
de Roberto Calasso, quizá el más grande escritor de la actualidad,
asistimos al momento crucial que enfrenta el hombre moderno, el homo
saecularis. Si interpreto bien a Calasso, para quien Nietzsche es
claramente fundamental, se trata del momento en el que el ser humano podría
haberse liberado de todo el edificio metafísico e ideológico de la historia y
crear sus propios valores o quizá, simplemente, por primera vez observar el
mundo sin ataduras.
Despertarse, en un día radiante o lluvioso, y saber que
no se tiene ningún deber, hacia nadie. Hacerse un café, mirar por la ventana.
Sentimiento de una duración informe, sin compromisos. Indiferencia. Para llegar
a esto han tenido que pasar varios milenios. Pero nada de esto se notaba, salvo
una cortina opaca, en todos sus lados. Nadie lo celebró como una
conquista. Era la normalidad, finalmente alcanzada. Un estado libre de
características, previo al deseo. Una base sorda de la existencia.
No faltaría tiempo para que se formaran caprichos, planes
y medidas para la supervivencia. Y este era el punto crucial: el
tiempo ya no estaba ocupado, escandido, herido de gestos
obligatorios a falta de los cuales se temía que todo pudiera deshacerse. Esto
podría haber producido una sensación excitante. Pero no fue así.
Al contrario, la primera sensación fue de vacío. De cierto tedio también.
El animal metafísico miraba a su alrededor sin saber a qué aferrarse.
Así la sociedad secular no ha aprendido a apreciar sus
descubrimientos. No ha sentido ninguna sensación de alivio. En vez de eso, mirándose
a sí misma, se encontraba a sí misma inconsistente. Inmediatamente ha
sentido la necesidad de adherirse a una causa para tomar forma y
recobrar solidez. Y con las causas, una vez más hay obligaciones. Una
retícula de significados preestablecidos que se han vuelto a asentar en el
mundo ¿Por qué entonces los rituales han sido abandonados? Las causas son
siempre más crudas que los rituales. Son advenedizas del significado. Los
rituales, en cambio, traían consigo la totalidad del pasado, ciertos gestos
repetidos innumerables veces, hasta que entraban en la fisiología humana, y una
extraña confianza en su efectividad crecía. La pérdida de los rituales
trajo también un fuerte declive estético. El gesto libre es siempre más tosco y
más impreciso respecto al gesto canónico. Y las formas tendieron a volverse
inciertas e inertes, ahora que podían desarrollarse sin impedimento.
La sociedad secular (y esto incluye potencialmente a todo
el planeta) ha perdido una gran oportunidad. Pudo haber redescubierto una
sensación de asombro ante el mundo, pero esta vez desde una distancia
segura que le permitiría no verse abrumado. Pero algo más pasó. Un potente
compuesto ha sido formado entre los procedimientos técnicos y la ignorancia de
los poderes, que ha dejado su marca en la vida diaria.
Se trata de un pasaje envuelto en la bruma a través
del cual se alcanza a percibir una cierta luminosidad. Por momentos en este
pasaje, que se encuentra en la conclusión de El ardor, parece
que Calasso, el escritor enormemente erudito, capaz de hablar con todas las
voces de la historia del pensamiento, nos muestra su propia voz, su propio
pensamiento. Pero no es de una manera directa, sólo a través de la analogía y
de la evocación. Pero hay algo esencial aquí.
Schopenhauer definió al ser humano como el
"animal metafísico" y Wittgenstein como un "animal
ceremonial". El ser humano parece tener una necesidad de metafísica,
antes que ser un homo seacularis, de
manera mucho más profunda es un homo religiosus. Su propia
cualidad de ser un "animal político" es inextricable de su
religiosidad. Pero, por otra parte, Nietzsche, el alumno rebelde de
Schopenhauer, quiso destruir la metafísica y liberar al ser humano del
pensamiento representacional, pasar de la idea al instinto, del concepto a la
energía, de la religión de lo social al arte individual. El profeta que anuncia
la muerte de Dios habla también de haber "borrado todo el horizonte"
y por lo tanto de presentarnos con una posibilidad pura, sin una esencia
limitante, sin un cielo opresor.
Una de las características que definen a la modernidad
secular es su ruptura con el pasado y, supuestamente, con todos los
"atavismos" del pensamiento mágico-religioso. Calasso sugiere
que el ser humano, al que en otra parte ubica en la "poshistoria", de
alguna manera llega al principio del mundo, a un estado "previo al
deseo", libre de costumbres, rituales, valores, imposiciones y deudas
con poderes invisibles. En este estado, que es también el estado indeterminado,
podría hacer cualquier cosa, podría quizá crear cualquier cosa, como la
divinidad en las aguas del océano que aparece en los mitos védicos, capaz de
hacer un universo de absoluto goce estético.
Podría, quizá, haber sentido, justamente en ese
vacío, una misteriosa y creciente plenitud. O podría simplemente
haber esperado, observando el mundo con
asombro, contemplando atentamente su propia conciencia. Pero no
logró mantener la concentración, y se reveló a sí mismo como
inconsistente. No soportó la insustancialidad, la posibilidad infinita de
lo informe. Ni siquiera fue capaz de apreciar y aprovechar la experiencia
privilegiada desde la cual puede contemplar el mundo.
Esta es la experiencia de vértigo ante el vacío y la
infirme reactividad que despierta en el moderno. El ser humano, en una
mezcla de ansiedad y tedio, sin esperar más, se aferra a una causa, a una
nueva ideología, a un nuevo ídolo. Lo que importa no es a qué,
sino el hecho de estar apegado a algo. Esto es justamente lo
que profetizó Nietzsche que le ocurría al alma europea, al último hombre,
que sería el que "más viviría", para quien "es un pecado caer
enfermo".
El último hombre, quien ha "inventado la
felicidad" -lo que hace que "todos deseen lo mismo"- ha
hecho un pobre trato al aferrarse a la sociedad y dedicarle a esta lo que antes
le dedicaba a la divinidad. Ha elegido una divinidad sin
grandiosidad épica o estética y lo sufre en su propia
existencia, entredevorado por largas lagunas de sinsentido, hastío,
indolencia y profunda desconexión.
"Algo más pasó," dice Calasso. Una substitución
de los rituales por procedimientos enormemente tediosos y enajenantes. Los
arcontes, los poderes metafísicos son reemplazados por la burocracia y su
recaudación de datos, como ya intuyó Kafka. Se produce una substitución de
saberes. Google es ahora el gurú. Es fundamental para la ciencia que no
exista algo que esté más allá de su dominio y poder explicativo. Por
ello, junto con la divinidad, la conciencia, "el problema
duro de la ciencia", es ignorado o, como todo lo invisible e
incuantificable, declarado inexistente (se trata de una ilusión que genera el
cerebro).
Es de esta manera que se puede mantener completo poder,
negando la existencia de todo aquello que resulta desconocido, lo cual es la
mayor parte de la existencia. Y no me refiero a una "energía oscura",
sino a la conciencia misma, pues todo lo que realmente importa y significa
ocurre como un fenómeno en la conciencia, incluyendo a las teorías
científicas. Surge la superstición de que lo único que tiene eficacia
causal es la materia, todo el poder es detentado por lo material y por los
mecanismos capaces de convertir la naturaleza en tecnología, en poder.
Hay ahora un único poder que elimina a los
"poderes". Con "los poderes" que ahora
"ignoramos", Calasso se refiere a poderes invisibles que
han sido parte de la experiencia humana desde el principio de los tiempos. La
sociedad asume que no hay nada desconocido, nada que no sea parte de
su cuerpo global. Nuestra tendencia a aferrarnos a lo primero que
aparece y hacer teología con cualquier cosa –con la política, con la
física, con las celebridades– sugiere que nos es sumamente difícil vivir sin lo
divino, pero al mismo tiempo hemos cortado todos nuestros vínculos con la
divinidad y hemos sentenciado que la experiencia numinosa que tanto deseamos es
imposible.
"La secularización es ante todo debilitamiento de
los vínculos, de todos los vínculos", observa Calasso. Esto incluye
los vínculos con lo invisible y con el pasado, así como también con la otredad
visible: los animales, las plantas, la tierra y con un modo de pensamiento
analógico, basado en vínculos, en resonancias, que es reemplazado por el
pensamiento digital, de entidades discretas, discontinuas y granulares, un
mundo de pixeles y datos siempre nuevos.
Estas son las condiciones en las que habita el homo
saecularis en la era del capitalismo digital, la sociedad de
la información y el materialismo científico, la expresión más completa
del nihilismo.
Twitter del autor: @alepholo
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