Si el niño es activo, es hiperactivo; si es tranquilo y
callado, tiene algún grado de autismo; si se aburre y se distrae en clase es
porque es superdotado o tiene un trastorno de déficit de atención. No es bueno
el generoso ni malvado el criminal, solamente están locos. No estamos tristes,
estamos deprimidos. No estamos alerta, estamos estresados.
Si construyes
historias con tu imaginación, deliras. Si hablas solo, quizá esperando hablar a
Dios un día como decía el poeta, tienes un brote psicótico. Si tras un íntimo
esfuerzo eres capaz de sonreír y sobreponerte a tus lágrimas recientes, eres
bipolar. Tus sufrimientos son traumas; tus miedos, fobias; tus costumbres,
compulsiones y tus proyectos, obsesiones.
La complaciente normalidad con la que utilizamos el
lenguaje de la psiquiatría viene a constatar el incómodo hecho de que vivimos
en una sociedad enferma. Y la enfermedad consiste en que la sociedad misma ha
dejado de ser sociedad.
Somos un agregado de burbujas individuales con ingreso
mínimo vital, sin consistencia ni lenguaje común. Y nada se comparte sin
lenguaje común. Hicieron falta siglos de palabras para consolidar el
cristianismo y décadas de escritura para alumbrar la Ilustración. Hoy los
bárbaros acechan. Y conviene recordar que el principal enemigo de los bárbaros,
amantes del balbuceo, siempre ha sido el lenguaje. La infundada sensación
de seguridad es nuestro Talón de Aquiles. Han bastado apenas ochenta años de
relativa paz y desprecio por la Historia para olvidar que la línea que separa
la civilización de la barbarie es siempre demasiado delgada.
Desde la noche de los tiempos existió la mentira, como
escándalo y como contraste necesario a la verdad. Nos enseñaron a tolerarla,
nos acostumbramos a ella y, finalmente, la convertimos en virtud. Pero hemos
ido más allá: la hemos abolido, y con ella, también hemos abolido la verdad.
Sin lenguaje común ambas son indistinguibles. Construir una frase con sujeto,
verbo y predicado te convierte en sospechoso; decir que dos más dos son cuatro,
en peligroso reaccionario. No tuvimos suficiente con humillar a la semántica,
hemos cortado la cabeza a la gramática y la exhibimos en una pica como un
preciado trofeo. En nombre de una nueva civilización más civilizadamente
civilizada, los bárbaros han tomado el poder y han comenzado a des-nombrar
a las cosas. Tras la secularización solo podía venir la deconstrucción.
Y, finalmente, el balbuceo.
He visto por la tele a un blanco afirmar que es negro y a
una chica embaraza asegurar, con inusitada seriedad, que era un hombre. Ambos
parecían hablar, pero tan solo balbuceaban. Si todo es una construcción social,
y más que nada lo es el lenguaje, se impone construir un nuevo mundo desde la
pura subjetividad. Lo que pocos parecen subrayar suficientemente es que en ese
nuevo mundo ya nadie será capaz de entender nada.
Churchill es culpable por discriminar a la raza aria y la
reina Isabel la Católica por abolir la esclavitud. No le demos más vueltas,
destruimos las estatuas porque son estatuas y están erguidas: si son santos,
porque son cristianos; si son escritores, porque son hombres; si son mujeres,
porque son blancas: pronto derrumbaremos también las farolas porque parecen
monumentos y tienen la osadía de arrojar luz. Para los bárbaros de todos los
tiempos el desierto es bello porque es plano: se impone la necesidad
revolucionaria de convertir la civilización en un inmenso desierto.
Mujeres contra hombres, feministas contra las que no lo
son en grado suficiente, transexuales contra homosexuales y homosexuales contra
heterosexuales. Y todas, todos y todes contra el fantasma de una estructura machista,
patriarcal y capitalista que, al parecer, habita en todos los lugares. El
identitarismo es una forma patológica de recuperar un sentido de pertenencia
que Occidente lleva décadas tirando por la ventana. Actúa como elemento
destructor que encauza una rabia cultivada desde hace ya demasiado tiempo;
desde que el hombre occidental decidió que la mejor manera de ser occidental
era dejar de serlo: después de todo, Robespierre, Stalin y Hitler también
fueron occidentales y anhelaron en su día la tabula rasa.
Lo que vendrá después del apoteosis de la discordia será
un totalitarismo del Bien con teléfono móvil, camiseta del Che Guevara y
buzones con los colores del arco iris; un mundo dirigido por una ONU difusa
donde los gobiernos serán delegaciones y donde la población mundial, atomizada,
homogénea, sin historia, tradiciones ni familia, se agrupará defensivamente en
identidades artificiales y constantemente enfrentadas.
En nombre del Bien Supremo y la Paz Perpetua una nueva
religión civil, sin intención alguna de re-ligar nada, se ocupará de
modular sine die el eterno conflicto. La filosofía solo será
tolerada como sierva de la nueva teología climática, animalista y elegetebista;
la antropología y la sociología serán definitivamente desterradas y la historia
será sustituida por la histeria. Es incómodo pensarlo, lo sé, pero es
consolador saber que al menos la psiquiatría sobrevivirá y nos ayudará a
soportarlo todo con ánimo renovado.
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