LA REDIVINIZACIÓN DEL MUNDO
La segunda parte de este ensayo explora el predicamento
del ser humano moderno, que ya no logra creer en dios, pero que no encuentra
sentido o inspiración duradera sin lo divino
Para el hombre metropolitano, la naturaleza es una
variación meteorológica y cierto número de islas arboladas dispersas en un
tejido urbano. Aparte de esto es material para producción y esparcimiento. Para
el hombre védico, la naturaleza era el lugar en el que se manifiestan las
potencias y en el que se producían los intercambios entre las potencias. –Roberto Calasso, El ardor
El antropoceno –la era que se define por la injerencia
ubicua y más bien funesta del ser humano en el entorno planetario– también
podría llamarse "la era del nihilismo", tomando como rasgo
distintivo el modo dominante del pensamiento humano. Resulta inquietante
que la "era humana", o la era definida por el ser humano, sea
también la era de la destrucción: la extinción de incontables especies y
ecosistemas. Esto es ya un primer atisbo del nihilismo que predomina.
Si el ser humano es el animal que se distingue por ser, fundamentalmente, un animal que piensa, que imagina, que proyecta, que crea mitos y modelos del mundo, entonces, si queremos entender por qué el mundo se encuentra en este punto crítico, debemos mirar cuidadosamente qué es lo que piensa el ser humano, cómo imagina –si es que todavía imagina–, cómo proyecta su existencia, cuáles son las historias que se cuenta y a través de las cuales, si acaso, encuentra una razón para existir y habitar el mundo de una cierta manera.
Si el ser humano es el animal que se distingue por ser, fundamentalmente, un animal que piensa, que imagina, que proyecta, que crea mitos y modelos del mundo, entonces, si queremos entender por qué el mundo se encuentra en este punto crítico, debemos mirar cuidadosamente qué es lo que piensa el ser humano, cómo imagina –si es que todavía imagina–, cómo proyecta su existencia, cuáles son las historias que se cuenta y a través de las cuales, si acaso, encuentra una razón para existir y habitar el mundo de una cierta manera.
El nihilismo es un modo de pensamiento que suele ir en
contra de lo que el propio ser humano cree que él mismo piensa, pues pocos se
describirían a sí mismos como "nihilistas". Somos nihilistas
aunque a nosotros mismos nos digamos que somos budistas, musulmanes,
ateos, ecologistas, progresistas, feministas, republicanos o "espirituales pero no religiosos", etc. Uno puede
ir a la iglesia todos los domingos y ser perfectamente nihilista. La
religión se convierte no en algo en lo que uno cree, sino algo con lo
que uno maquilla y evita enfrentar que no se cree en alguna fuerza o poder
trascendente que dé sentido a todos los actos, en todos los
momentos.
Sin embargo, esa ausencia de creencia, y la epoché que
implica si es tomada en serio, es aterradora e insoportable. La
famosa frase de Pascal, "el silencio eterno de estos espacios infinitos me
llena de pavor", formula, según Peter Sloterdijk, "la
confesión íntima de una época". El ser humano ya no se siente arropado por
un "manto celestial", las esferas cósmicas han dejado de
estar pobladas por divinidades o fuerzas dadoras de vida y de sentido. Esto ha
sido demostrado aparentemente por la ciencia: el universo no es ya un
"animal divino", como señala Platón en el Timeo, o una
sinfonía celestial de poderes angélicos, en la que participa el propio ser
humano, como creyeron algunos teólogos cristianos, sino más bien una máquina
inerte.
Cualquier cosa es mejor que enfrentar el horror vacui y
la ausencia de una base divina y de una jerarquía celestial que soporte la
existencia, por lo cual se prefiere seguir yendo a misa o aferrarse a
una causa. Tal es el caso del ateo cientificista. Aunque no logra, de
manera medianamente plausible, reintroducir una base ética y un mínimo cauce de
significado a la vida en el universo, al menos en lo personal encuentra
sosiego en la "verdad" de materialismo científico, la cual
defiende orgullosamente, puesto que ha liberado al hombre de la
ignorancia, del "virus de la religión", en las fervientes palabras de
Richard Dawkins.
Si bien la existencia ha perdido encanto, al menos
es reconfortante saber que conocemos perfectamente el universo y podemos
afirmar que no hay nada más allá de lo que observa la ciencia materialista. Así
no nos perdemos de nada, no hay nada realmente misterioso que nos pueda sacudir
y que merezca que modifiquemos radicalmente nuestra conducta. Esto es un
alivio, pues podemos seguir adelante con nuestras vidas, seguros de que
estamos en lo correcto.
*
Podemos engañarnos a nosotros mismos hasta pensar que
estamos desarrollándonos espiritualmente cuando en realidad estamos
fortaleciendo nuestro egoísmo a través de técnicas espirituales. Esta
distorsión fundamental puede ser llamada materialismo espiritual. Chögyam Trungpa, Cutting Through Spiritual
Materialism
El maestro tibetano Chögyam Trungpa ideó el concepto
de "materialismo espiritual" al observar la manera en que el
estadounidense, particularmente aquel que estaba vinculado con el movimiento
contracultural del rock y las drogas psicodélicas, se acercaba a la espiritualidad. Trungpa
observó que la mayoría de las llamadas prácticas espirituales
modernas son expresiones encubiertas del nihilismo. El
individuo moderno se acerca a la espiritualidad como un consumidor en
busca de un producto que pueda ayudarlo a desarrollar y fortalecer su ego, pues
éste es lo que se le presenta como lo único realmente existente. O se acerca a
la espiritualidad como un empresario, intentando sacar provecho, extraer valor
y poder luego dejar que su inversión "trabaje" por él. La
espiritualidad refuerza su sentido de ser especial, lo cual le da una
sensación de confianza –que es explotada para escalar en la sociedad– y
le permite suprimir temporalmente el vacío que asocia con el sinsentido y
la depresión.
Trungpa equipara el materialismo con el egoísmo bajo la
noción de lo que llama el "mito de lo sólido", esto es, la creencia
de que el ego es algo sólido y preeminentemente real. Observa tres modos
en los que la espiritualidad se vuelve materialista o egocéntrica.
La primera es aquella que está bajo el hechizo del
"Señor de la Forma": "la búsqueda neurótica del confort físico,
seguridad y placer". Esto se aprecia en las manipulaciones ambientales de
nuestra "sociedad tecnológica", con las cuales nos "protegemos
de los aspectos desagradables e incómodos de la realidad." Cosas como
el "aire acondicionado, excusados automáticos, funerales privados,
planes de retiro... todos intentos de crear un mundo seguro, predecible,
placentero".
La segunda es la que concierne al "Señor de la
Palabra" y tiene que ver con el uso del intelecto y la conceptualidad.
"Adoptamos categorías que nos sirven como manijas, como formas de manejar
los fenómenos [con los que nos encontramos cotidianamente]. Los productos más
desarrollados de esta tendencia son las ideologías, los sistemas de ideas que
racionalizan, justifican y santifican nuestras vidas. Nacionalismo, comunismo,
existencialismo, cristianismo, budismo: todos estos nos dotan de identidades,
reglas para actuar e interpretaciones sobre cómo y por qué las cosas son como
son".
El tercer aspecto es el "Señor de la Mente", el
cual tiene que ver con la forma en la que el ego cobra prominencia y se
mantiene como el centro de nuestra actividad mental y nuestras relaciones con
los demás. "El Señor de la Mente –dice Trungpa– gobierna cuando usamos las
disciplinas espirituales y psicológicas para mantener nuestra conciencia de sí,
para aferrarnos a nuestra sensación de yo. Drogas, yoga, meditación,
oración, trances y varias psicoterapias pueden ser usadas de esta
forma". Esta última es la forma más insidiosa y profunda de
las tres. "La esencia de la confusión es que el ser humano tiene una
sensación de [ser un] yo que le parece sólido y continuo".
En gran medida, la espiritualidad se vuelve una forma de
consolidar aún más esta sensación, pues es también la fuente de mucho del
placer y la seguridad que sentimos en el mundo. En este aspecto, muy
literal, la espiritualidad se vuelve materialista: es un intento
desesperado de rellenar el mundo, de superar el horror vacui a
través de la inflación del ego; el movimiento, más bien alucinatorio, de darle
solidez a algo completamente abstracto, probablemente inexistente e
indudablemente inmaterial.
Por otro lado, este movimiento desesperado y
esencialmente contradictorio de materializar el ego, darle sustancia y ensueño
de inmortalidad, es uno de los motores principales de la globalización como
empresa comercial expansionista. La noción del desarrollo del sí mismo (self-development) y
la economía del crecimiento infinito. El ego y el producto
interno bruto.
*
Otra manera de entender el nihilismo de nuestra cultura y
su indisociable asociación con el materialismo científico (la visión de que lo
único real es la materia), la provee el budismo. En el budismo, el
nihilismo es considerado uno de los dos extremos, junto con el eternalismo,
siendo el nihilismo el más grave de los dos. El eternalismo es básicamente la
creencia en una deidad absoluta y/o en un alma eterna; el nihilismo es no creer
en el karma o en la continuidad de la mente (una mente que
fundamentalmente es el flujo de las acciones intencionales). Según las
enseñanzas budistas, creer en una deidad creadora absoluta es una muestra
de ignorancia y por ello causa de sufrimiento (eventualmente), pero
no concebir la existencia del karma –es decir, de las consecuencias
de cada acto, pensamiento, palabra–, además de ser una muestra de ignorancia,
está estrechamente vinculado con producir daño a uno mismo y a los demás.
En la perspectiva nihilo-materialista, las
cualidades de los actos no tienen ningún vínculo con los sucesos
que se nos presentarán en el futuro. La causalidad es meramente mecánica, el
universo es una máquina estocástica; la mente no tiene eficacia causal. No
existe una determinación moral, las cualidades intencionales asociadas a las
acciones no tienen ninguna influencia en sus resultados. No hay nada que nos
ate al pasado. La naturaleza no sólo es muda –no tiene ningún significado, ni
lenguaje revelatorio–, es también sorda, no escucha nuestros deseos,
pensamientos y menos aún nuestras plegarias.
Para el materialista, la máxima esencial, que sintetiza
toda la enseñanza budista, "todas los fenómenos
son precedidos por la mente" (Dhammapada), es la esencia de la
superstición, la definición del pensamiento mágico-religioso del cual la
ciencia nos ha logrado emancipar. El nihilista cree tener la certeza de
que la muerte es idéntica a la nada y, por lo tanto, si es que existe alguna
atadura a nuestros actos en la Tierra, la cual sería meramente
convencional, con la muerte lograremos escapar de la cadena causal. Se
convertirá en polvo "sin cuidado", en materia. Pero de la materia,
sin conciencia, no puede decirse que sea. ¿Será nada entonces? Pero la misma
noción de convertirse en nada, de ser nada, es contradictoria:
estrictamente el sustantivo nada no puede tomar un predicado.
Lo propio de la nada es que no es. Establecer
un punto de contacto entre el ser y la nada es mucho más difícil que
establecerlo entre la mente y el cuerpo o entre el espíritu y la materia. ¿Cómo
algo que es –la conciencia–, y que por lo menos
actualmente no puede explicarse de ninguna manera a través de procesos
materiales, puede llegar a no ser? Por ello quizá la mejor
solución para mantener a flote el paradigma materialista es decir que la
conciencia es sólo una ilusión, un mero parpadeo eléctrico en la faz de una
máquina que se confunde como una señal de agencia, pero que en
realidad nunca ha existido. Aunque postular esto significa que el teórico, el
físico o el filósofo que postula la teoría y suele defenderla apasionada
y concienzudamente, tampoco existe.
*
Las conductas del ser humano a gran escala demuestran
que, aunque quizá no en teoría, sí, de hecho, existe un profundo nihilismo. Me
refiero, por ejemplo, a la acumulación obscenamente desproporcional de
riqueza de algunos individuos, a las políticas energéticas y a la casi
sistemática destrucción del medio ambiente y de las especies con las que
compartimos la Tierra. Igualmente, hay un rasgo de nihilismo en
la incapacidad de cambiar ante amenazas tan evidentes y en no ser capaces
de imaginar otra realidad.
El materialismo nihilista es a fin de cuentas
naturalmente egoísta y tiende a una falta de amor o de cuidado por
las cosas, pues es difícil cuidar algo y nutrirlo a largo
plazo (hacer permacultura) si creemos que pronto nos convertiremos en
nada y que fundamentalmente somos como máquinas o robots, o algún tipo de
vehículo para "genes egoístas". O, también, si pensamos que
todas las cosas existen solamente para satisfacer nuestros deseos, están a la
mano y son objetos para ser explotados utilitaria o instrumentalmente.
Así, el nihilo-materialista refleja en la Tierra su
visión de que no tendrá ninguna relación con el mundo después de morir. Encarna
esa particular actitud, que vemos frecuentemente en el culto a las celebridades
y al dinero, la cual se encuentra bien resumida en una frase de Jim
Morrison: Get your kicks before the whole shithouse goes up in flames.
Esta visión de mundo determina tanto el modo como la
temática de los intereses que tiene el ser humano en la era del
nihilismo. Sus intereses son sobre todo urgencias materiales, placeres
sensuales, conquistas efímeras. El nihilo-materialista, como el animal
freudiano o pavloviano, vive solamente en la oscilación de los polos de placer
y dolor. Para asegurarse el mayor placer se adapta a la sociedad, a la
normalidad, y encarna el ideal o el modelo que es la fuente de riqueza y
poder, y a través del cual puede garantizar un mayor caudal de
beneficios, privilegios y estímulos hedónicos.
"Adaptarse es sacrificar un bien remoto a una
urgencia inmediata", escribió el genial "reaccionario" Nicolás
Gómez Dávila. Bebemos el agua de la locura sólo porque todo el pueblo la ha
bebido. Sacrificamos lo invisible, lo inconmensurable, la fuente de la
única felicidad que no está sujeta a la desintegración y que no es la
causa de mayores penas, por saciar una sed momentánea o por convertir en
realidad un sueño ajeno. Nos agobia la posibilidad que implica establecer
la realidad fundamental de la conciencia, pues si de alguna manera nuestra
mente tiene eficacia causal, todo lo que pensamos y hacemos, en cada instante,
determina lo que seremos en un futuro y, más aún, será determinante en la
construcción del mundo que experimentamos colectivamente.
La hipersignificación del mundo exige demasiado de
nosotros, es sumamente incómoda e inquietante. Anula nuestra noción de libertad
como puro libre albedrío desconectado de elecciones morales, quitándole,
además, su impunidad a nuestros deseos y actos privados. En todo
caso, lo que resulta esencial es no tener que saldar cuentas con nadie. La
narrativa de que la mente es una ilusión generada por la materia y,
por lo tanto, todo el significado que encontramos en el mundo es también una
ilusión, aunque en ciertos aspectos es desoladora, en otros aspectos es mucho
más cómoda y menos demandante. Nos permite ir progresivamente
relajándonos hacia el rol de espectadores más o menos distantes, sin un
propósito más alto que el placer individual.
La vida, en lugar de ser un tenso pero
significativo entrenamiento para la muerte, como sostenía
Sócrates, se vuelve algo más ligero y difuso, un entretenerse
mientras la muerte. La gran libertad que podría suponer no tener una
gran narrativa que determina la conducta y que obliga a ciertos gestos y actos
rituales, en la era nihilista, no llega más que a postular como cumbre
existencial el entretenimiento, el cual es algo así como la versión diluida de
la vida como la obra de arte del individuo que defendió Nietzsche. Incluso la
contemplación artística en sus manifestaciones menores, como ir a un museo,
después de un rato llega a ser insostenible para el nihilo-materialista.
Es preferible ver una película o una serie mientras come para así no tener
que pensar ni soportar incomodidades. Ser es entretenerse mientras la
nada, porque la nada.
La ideología materialista rechaza a toda
costa asignar una realidad fundamental a la mente: la considera
como algo meramente emergente, algo que el cerebro produce, una especie de
ilusión útil, genéticamente manipulada, que permite darle unidad narrativa
a la experiencia (en términos de Daniel Dennett). En algunos casos, con
el fin de preservar su propia lógica, el materialismo, o fisicalismo,
llega al punto de negar la existencia misma de la conciencia, pues ésta, el
llamado "problema duro" de la ciencia, no se logra explicar de manera
meramente mecánica y genera demasiados problemas para lo que, de otra forma, es
un modelo sumamente poderoso y preciso.
Es mejor decir que el fantasma en la máquina no existe a
demoler todo el edificio. En las palabras del biólogo Richard Dawkins, el ser
humano es un robot lento y pesado ("lumbering robot"),
mero wetware a través del cual los procesos mecánicos e
inconscientes de la biología evolucionan ciegamente y sin ningún
propósito. Hay que notar que, por supuesto, estas ideas "científicas"
no son más que nuevos mitos, mitos con menos imaginación y riqueza poética. Los
mitos del nihilismo.
*
A mi juicio, sólo es posible entender la situación de
completo desarraigo y desconexión con la naturaleza desde el materialismo
nihilista que tiene sus raíces en el racionalismo cartesiano y quizá
también en los dualismos de ciertas sectas cristianas, en las que se crean
pares de opuestos en permanente tensión: la razón, el alma, lo
masculino, la inteligencia, la divinidad, lo trascendente, lo
bueno versus la naturaleza, la materia, lo inerte, lo
femenino, lo instintivo, lo inmanente, lo malo, etc. Nietzsche vería por
supuesto un precursor en el platonismo (del cual, según él, el
cristianismo es una versión "para pobres").
Pero hay modos diversos de leer el platonismo, y
particularmente el neoplatonismo, en su veta teúrgica, elabora
extensamente la noción platónica del cosmos entero como un animal divino y
entiende el mundo como el locus de la divinización, no
solamente como una sombra del mundo divino de las ideas. Hay en Jámblico y en
Plotino importantes tendencias no-duales. Particularmente para el filósofo
sirio, la labor divina, la teúrgia, necesariamente ocurre a través del cuerpo y
del mundo, que se convierten a través de la purificación ritual en los iconos o
símbolos vivientes de la divinidad. Cada individuo tiene una importancia
infinita, pues es parte de la totalidad que, expresada de las formas más
diversas y según su propia situación en la jerarquía universal, vive un
proceso de deificación. Cabe recordar también que Porfirio, el alumno
vegetariano de Plotino, es el primer gran defensor de los "derechos"
o de la dignidad de los animales.
Al mismo tiempo, hay que notar que existen
tendencias muy diversas en el cristianismo. En algunos casos –que no son
pocos– la naturaleza es vista como presencia divina, como teofanía, y todo es
tenido como sagrado, como imago dei. En cierta manera, el
primer gran ecologista fue San Francisco de Asís. Hoy estamos muy lejos de
estas visiones altivas y sobre todo de su experiencia continua, encarnada en el
mundo. Pero estas experiencias de la divinidad, de la numinosidad de la
naturaleza, son esenciales para la más mínima continuidad de un proyecto
realmente humano. Quizá por ello, un científico como James Lovelock ha sentido la necesidad de reinventar
la noción de la Tierra como una especie de divinidad ("superorganismo") con su concepto de Gaia, creando así un revulsivo en el movimiento
ambientalista.
Gary Snyder, el poeta beat budista y
ecologista, ha enfatizado que no se logrará ningún tipo de
"salvación" del ecosistema global si se actúa desde la culpa o desde
una tibia responsabilidad: "No te sientas culpable [del estado del
mundo]. Si empiezas a cuidar el medio ambiente porque te sientes
culpable, tu cuidado será insostenible. Si vas a salvarlo, sálvalo porque lo
amas", dice. Aunque la noción de que la Tierra necesita
"salvación" es discutible, y seguramente Snyder usa el término porque
ha sido adoptado convencionalmente, lo esencial es la diferenciación entre el
concepto positivo, y estéticamente exaltado, de amor y el de culpa.
Cabe recordar aquella frase que Dostoievski puso en la boca de su
divino Príncipe Idiota: "la belleza salvará al mundo".
Si es que existe un poder salvífico en la
belleza, es sólo porque nos remite hacia algo infinito, espiritual o
divino, que se expresa a través de la forma. "Forma", la
misma palabra de la que proviene nuestra palabra "hermoso",
ya en Aristóteles es el alma de un ser viviente. Aunque para Aristóteles
el alma es inseparable del cuerpo, no es meramente reducible a lo material, es
la vida misma, el principio anímico, y el aspecto intelectual del alma,
específicamente la inteligencia activa, existe más allá del cuerpo, teniendo
una especie de identidad con la divinidad que es pura contemplación.
Si vamos a amar a la Tierra –o a la naturaleza, o a los
árboles y las montañas y al mar– evidentemente no podemos concebirla como
materia inerte, sin ninguna personalidad y capacidad de "hablarnos" o
manifestarse en nuestra conciencia como algo vivo y significativo. En otras
palabras, es necesario una forma de animismo y deificación de la naturaleza.
Sólo amamos a las personas, a lo que se personaliza. Esta quizá sea la razón
por la cual el teísmo –la noción de un dios personal– ha tenido tanta
penetración en el mundo. Borges escribió que el amor crea una
religión cuyo dios es falible, y podríamos decir que en cierta forma
el poder del teísmo consiste en la creación de un amor –predicado en un
amante divino– cuya naturaleza es infalible.
Más aún, un amante, como es el caso de Krishna, el
más claro prototipo de la divinidad como alegría erótica, quien permea
toda la existencia, cuyo rostro es visto en la piedras, en los árboles, en
las cascadas, en las aves y en las flores. Y que, al mismo tiempo,
exige cortar todo lazo social convencional para servir solamente a la visión
divina, para hacer de la existencia un hecho fundamentalmente estético. Pues,
como se dice en la Bhagavata Purana, Krishna es fundamentalmente la
encarnación de la belleza.
Algo parecido observa Simone Weil: "Hay como
una especie de encarnación de Dios en el mundo, cuya marca es la belleza".
Hay una religión de la belleza. Y, en cierto sentido, belleza y religión
son sinónimos, si tomamos en cuenta el significado más literal del término
"religión", es decir, aquello que "re-liga" o reconecta con
algo originario. Esto mismo es el sentido que tiene la belleza en la filosofía
platónica, donde a través de la belleza se intuye una realidad divina, la cual
se expresa en la forma, pero no es agotada por ella, sino que apunta hacia algo
que trasciende el mundo material.
En el erotismo que despierta la belleza, el amante
alcanza a percibir una dimensión celestial de la existencia, una
realidad arquetípica, un orden invisible que se vuelve tangible a
través de la percepción espiritual. Para los poetas románticos, y para los
filósofos del idealismo alemán, la belleza es principalmente la manifestación
de lo infinito en lo finito, de una conciencia o espíritu ilimitado que asume
la limitación. La naturaleza es exaltada justamente por ser la región de este
encuentro, el escenario pulsante en el que se revela la divinidad.
Para Goethe, el mundo material no es más que la transparencia del
espíritu, se ve "en todos los elementos, la presencia de Dios".
"¿Quieres llegar a lo infinito? Escudriña doquiera lo finito."
Y en el poema Alma del mundo: "Ved cómo con fulgores
iridiscentes el paraíso resplandece ya". El paraíso es un modo de
percepción, una cierta mirada.
Por supuesto, no se puede comprobar de ninguna manera que
la belleza sea un vínculo con algo infinito o que refleje un orden
trascendente. Aunque algunos físicos y matemáticos, afectos a un cierto
platonismo, no pueden evitar hablar de la "belleza" o
"elegancia" de una teoría y vincular esto con una noción de verdad ("la
belleza es el esplendor de la verdad" escribió Platón). Lo más que se
puede hacer es sentirlo y con este sentimiento crear un modelo o una
narrativa sobre qué es el mundo. Es decir, un mito. Los dioses son el mito
de la belleza. El mismo mito que ahora vemos, en una versión secular y más bien
diluida, en el culto a las "stars" o a los "influencers". Los
dioses griegos o los dioses indios, particularmente, son aquellos seres cuyas
vidas ocurren en una dimensión de absoluta plenitud y significado, donde todo
está conectado con todo lo demás y cuya presencia sobreabundante ilumina y
bendice el mundo.
Si nos atenemos meramente a la raíz indoeuropea de la
palabra "divino", los dioses son, literalmente, los que
"brillan" o "resplandecen" o, también, según la raíz
sánscrita "div", los que "juegan". De alguna manera
esencial la divinidad es juego y luminosidad, el juego mismo de la luz, es
decir, el "fenómeno" (otra palabra con una raíz indoeuropea que
significa "luz"), lo que aparece, la conciencia misma que juega, que
seduce, que enamora y engaña, que se pierde y se encuentra, en la naturaleza
y como la naturaleza. La naturaleza que es māyā, la "magia medidora", la ilusión,
pero también la potencia creativa (śakti), aquello que se
revela como el encuentro luminoso del ser, como el hieros gamos,
el punto en el que lo trascendente y lo inmanente se unen.
Hasta el mismo Nietzsche, quien cree necesaria y
(eventualmente) liberadora la muerte de Dios, no puede dejar de
divinizar a la naturaleza e invocar a los dioses griegos. "La concepción
de los dioses no debe en sí misma llevar a una degeneración de la
imaginación", escribe. Los dioses griegos, a diferencia de la deidad
abrahámica son modelos de la nobleza humana que no exigen expiación sino que
ellos mismos cumplen una función liberadora de la culpa: "¡Los dioses
griegos, esos reflejos del hombre noble y autocrático, en quienes el
animal en el hombre se sintió deificado y no se laceró a sí mismo, no
se enfureció contra sí mismo!" (Genealogía de la moral).
Nietzsche se refiere a los momentos más altos de la
composición de su obra como éxtasis divinos: "Todo acontece de manera
sumamente involuntaria, pero como en una tormenta de sentimiento de libertad,
de incondicionalidad, de poder, de divinidad." (Ecce Homo).
Y quiere también, como el místico, anular la personalidad, la
cobertura del pensamiento conceptual y dejarse penetrar por la
totalidad. El gran "sí" existencial se confunde con el
canto de la Tierra, es una danza ctoniana de celebración extática. Y,
por supuesto, su voluntad de poder, ese "monstruo de
energía", parece ser una especie de divinidad inmanente, por la cual
uno debe ser poseído y que es, junto con nociones exportadas del tantra hindú,
la fuente de la idea new age de que "Dios es
energía".
Heidegger ve en esto una capa remanente de apego a
la metafísica y, en particular en Nietzsche, ve a un buscador de
lo divino, sediento (aunque hay que mencionar que Heidegger tiene
intereses personales en el asunto, pues de esta manera se reserva el lugar del
primer filósofo que está libre de la ontoteología). Pero el mismo
Heidegger, quien junto al zen y al taoísmo es la principal
influencia de la "ecología contemplativa" moderna, no puede dejar
de hacer teología, de envolver al lector en un lenguaje circular
e iniciático, que promete una última revelación, un misterioso
encuentro con la verdad. Nietzsche escribe como un místico
y Heidegger escribe como un teólogo.
Si reemplazamos sorge, "cuidado",
por "amor" o "caridad" (lo cual, de hecho, no sería una
mala traducción), Ser y tiempo puede leerse como un tratado de
teología existencialista. Y, en efecto, si hacemos esto, lo que resulta es la
teología sistemática de Paul Tillich. Heidegger, después de su famoso
"giro", es más interesante. Bajo la influencia de Eckhart y Hölderlin
y quizá del taoísmo y del budismo, Heidegger se aleja de la
presentación de un sistema filosófico completo y se acerca más a la poesía
y a las prácticas contemplativas. El ser humano se revela como el punto de
encuentro entre el cielo y la tierra, lo mortal y lo
inmortal: la posibilidad de hacer claro para lo divino.
Pero Heidegger es también el gran crítico de la
modernidad tecnocientífica y a final de cuentas no ve otra
posibilidad para el ser humano, sumido en la enajenación
tecnológica, que la "venida de un Dios". Aunque, claro, su Dios no
es el mismo Dios de la teología cristiana, es una divinidad difícil de acotar,
más cercana a las divinidades paganas, inmanentes, como se encuentran, por
ejemplo en la poesía de Hölderlin, es decir, una divinidad que es algo así como
la luz de la naturaleza: la nube, el rayo, el río. O la revelación de la
tierra en el lenguaje que hace espacio para el alumbramiento. El poeta que
recibe el relámpago del cielo, por usar una metáfora de Hölderlin, y lo transforma en palabra, luz
y sentido para el pueblo. Heidegger, quien trabajó como meteorólogo en la
Primera Guerra y nunca dejó de ser un campesino de la Selva Negra, no
abandonó sus orígenes. La divinidad es algo que ocurre en un claro en el
bosque, bajo una cierta disposición del pensamiento: gratitud,
espera, vaciamiento, desapego...
Roberto Calasso escribe con gran agudeza
en El cazador celeste: "Es perfectamente posible vivir sin dioses. Sin embargo, es mucho
más difícil vivir sin lo divino". Quizá sea imposible y la prueba
de ello tal vez sea el estado del mundo actual, un mundo que pretende que vivir
sin lo divino es posible e incluso deseable, pero que parece encaminado a
autodestruirse, en el exceso de hýbris que lo vuelve ciego y
le impide ver que su existencia depende de lo otro (del otro y
del Otro, de lo otro en todos sus sentidos). Un mundo que además, como ha
sido evidente para los pensadores más importantes de los últimos ciento
cincuenta años, se encuentra en una espiral de decadencia intelectual,
espiritual y estética. Algo que se debe, entre otras cosas, como explican tanto
Calasso como Byung-Chul Han, a la desaparición de los rituales. En un mundo donde nada es verdad, nada es
sagrado y todo está permitido, y en el cual nadie tiene la motivación
ni la consistencia de crear rituales, juegos sagrados, contenedores
de ritmos y resonancias primordiales.
*
El nihilista –todos nosotros en mayor o menor
medida– enfrenta un predicamento esencial, sumamente complejo,
pues la cultura misma en la que crece le enseña que la fe es la debilidad del
intelecto, a la vez que se le muestra la maravilla de la invención tecnológica
y el poder de la ciencia de determinar lo real y de eliminar todo lo
enigmático. Le es casi imposible tener
una orientación de sincera apertura hacia lo divino o, por lo menos, una
actitud consistente de asombro o hasta de inocencia ante el mundo.
El conocimiento es resignificado como poder, como poseer y dominar algo,
y no como dejarse poseer por algo o alguien, por los
poderes que trascienden sus conceptos y los cuales son motivo de reverencia. Pero
esta misma actitud "objetiva", que considera el fruto del
progreso, el gran logro de la ciencia y el impulso civilizatorio, le
genera un cierto tedio, una cierta distancia con las cosas y a fin de cuentas
una falta de sentido. No tiene elementos –y menos pruebas– para creer en
antiguas divinidades.
¿Vale la pena existir en un mundo donde nada es divino? ¿Por qué vivir si la existencia no es en su sentido más
profundo eminentemente estética, una sinfonía cósmica o un poema divino? ¿Para
qué vivir en un mundo donde el amor es una mera ilusión creada por
mecanismos genéticos para persuadirnos a seguir reproduciéndonos, y no
una manifestación de la divinidad, una forma de despertar a una realidad
luminosa que trasciende el tiempo?
La pregunta de Camus –el café o el suicido– se
vuelve realmente seria, aunque por supuesto hay muchas distracciones que nos
permiten postergarla más o menos indefinidamente. Incluso si se cree, como
supone el posmodernismo, siguiendo las genealogías de Nietzsche, Freud y Marx,
que tanto la ciencia como la religión son sólo diferentes narrativas,
ninguna exenta de una ontología mayormente metafórica, ¿por qué elegir
vernos como máquinas y computadoras y no como imágenes de la divinidad o como
posibles puntos de ensamble de lo divino? ¿Es realmente porque somos
intelectualmente honestos, y sabemos que los dioses son sólo bellos sueños, y
las máquinas y los algoritmos son realidades incontestables?
*
La actitud sacrificial implica que la naturaleza tiene un
sentido, mientras que la actitud científica nos ofrece la pura descripción de
la naturaleza, de por sí desprovista de sentido. Esta ausencia de sentido en la
descripción no se debe a un estado imperfecto del conocimiento, que un día
podría superarse. De hecho, la descripción no podrá desembocar nunca en el
sentido. El conocimiento de un trazado neural, por perfecto que sea, no se
traducirá nunca en la percepción de un estado de conciencia.
Roberto Calasso, El ardor
Si aceptamos que el nihilismo materialista es un estado de malestar
generalizado, incluso una "enfermedad", cabe preguntarnos
¿cuál es la causa de esta enfermedad? ¿Cómo hemos llegado a ver el mundo como
un mero concurso de fuerzas mecánicas, que existen sin ninguna razón o soporte,
azarosamente perpetuándose debido a una inexplicable singularidad? ¿Cómo hemos
llegado a este punto de aferramiento, en el cual la visión materialista nos
hace buscar la felicidad y la libertad en la materia solamente, en las
posesiones materiales y en la tecnología que reemplaza la magia y
la religión como modo de transformación de la naturaleza, canjeando el
encantamiento y el asombro por el puro poder y la ambición?
Me inclino a resumir este proceso enormemente
complejo remitiéndome, al igual que Chomsky y Zizek, a un único
"culpable". Pero a diferencia de ver todo como un problema político o
social, me parece más acertado verlo como un problema filosófico,
fundamentalmente un problema epistemológico.
El materialismo nihilista, que es la causa de la crisis
de sentido y la crisis ecológica (la crisis del alma individual y la crisis
del alma del mundo: el clima), es solamente el complejo o el cuadro en el
que manifiesta la enfermedad raíz que es la ignorancia.
Estoy consciente que reducir todo a la ignorancia es
problemático, especialmente desde una perspectiva posmoderna en la que se
defiende la relatividad de la verdad y la moral y el derecho individual a
postular solamente verdades parciales –varios estilos de vida válidos–.
Sin embargo, no hago un "diagnóstico" nuevo. Al contrario, hago
solamente eco de lo que han enseñado las grandes tradiciones filosóficas y
religiosas de Oriente y Occidente. La existencia es fundamentalmente una
cuestión cognitiva.
La identidad entre el pensamiento y el ser se encuentra
tanto en Parménides como en las Upaniṣad. Y la noción de que
nuestro estado de extravío, miseria o tormento se debe a la
ignorancia se encuentra prominentemente en el hinduismo y en el budismo,
así como en el platonismo y en el cristianismo, por no decir simplemente
que es el tema principal de toda la filosofía.
Pero, por supuesto, hoy en día no es bien
visto socialmente decir que las personas son ignorantes. Pues todos
tenemos opiniones diferentes, igualmente válidas. Como dice el profesor
Alan Bloom, otro "reaccionario genial", en The Closing
of the American Mind: Hay una cosa de la cual un profesor puede estar seguro:
casi todo estudiante que entra a la universidad cree, o dice creer, que la
verdad es relativa. Están unificados en su relativismo y en su adherencia
a la igualdad. Y las dos están relacionadas en una intención moral. La
relatividad de la verdad no es un entendimiento teórico, sino un postulado
moral, la condición de una sociedad libre, o así lo ven. ¿Qué derecho,
preguntan, tengo yo o alguien más de decir que uno es mejor que los otros?
No hay absolutos: la libertad es absoluta.
Este relativismo, que no debe confundirse con la noción
budista de la interdependencia, acaba siendo también un nihilismo, al no
valorar nada por encima de lo demás. Como nota otro profesor universitario, el
poeta Charles Simic, la nuestra es la era de la ignorancia. Hay innumerables
razones para decir esto, pero Simic se refiere a algo muy básico. Las personas
cada vez están menos educadas en un sentido clásico, en el sentido de la paidea.
Leen menos, conocen menos de literatura, filosofía, historia, religión. En
suma, el ser humano moderno tienen menos recursos narrativos –menos historia–para
darle sentido a su vida y encontrar referentes de nobleza para guiar sus
actos. "Cualquiera que haya enseñado en una universidad los últimos
cuarenta años, como yo lo he hecho, puede decir que los estudiantes
que salen de la preparatoria cada año saben menos", dice Simic, y al
respecto cita también a Sidney Hook: "La estupidez a veces es la más
grande de las fuerzas históricas".
La era de la ignorancia y de la normalidad es también la
era donde no existe tal cosa como la sabiduría. Existen solamente los
saberes especializados, los conocimientos y, sobre todo, la información
que se transforma en utilidad o poder. Pero, como dice otro profesor
universitario estadounidense, Cornel West, "la información no es
suficiente para una paideia". Y exhorta: "Dejemos que las computadoras sean
inteligentes, seamos nosotros sabios".
En la democracia de la información hay una enorme
sospecha ante todo lo que pretenda ser absoluto o que suponga revelar un modo
de ser o una visión que sea cierta en todas circunstancias y momentos,
para todas las personas. Algo que trascienda la doxa. Algo
que pretenda, justamente, ir más allá de la sociedad y la repartición
democrática de la verdad en fragmentos o bits. Nietzsche, por otro
lado, designó la voluntad de verdad como una forma de nihilismo y desencubrió a
los valores como meras convenciones fijadas por teólogos, filósofos e
instituciones hambrientas de poder con el fin de pastorear a los
individuos, es decir, a los miembros del rebaño de la sociedad.
¿No estoy cayendo en la trampa de la metafísica? ¿No
estoy confundiendo lo que es metáfora por sustancia eficaz, como dice Nietzsche
de la verdad, y proyectando en la sabiduría un absoluto que no se
encuentra en ninguna parte? ¿No son la verdad y la divinidad
"metáforas desgastadas"? ¿No haríamos mejor en superarlas y
crear nuevos valores, aún capaces de "conmover los sentidos"?
Pero este es justo el punto, y algo que el mismo
Nietzsche no pudo superar, al menos en su inclinación temática y en el estilo
de su obra –y para Nietzsche no había nada más alto que el estilo y su obra era
su vida–, que está llena de intensidad y evocación divina. Esto es: sólo la divinidad nos conmueve y estremece.
No importa si lo llamamos religión o lo llamamos arte, si nos
acercamos a través de la devoción o de la creación, es solamente ese principio
de resonancia numinosa, vibración y analogía, el cual nos permite no sólo
sobrevivir sino encontrar un por qué. Y, para quién encuentra un por qué, como
dijo el mismo Nietzsche, todo es posible. Es decir, el sentido es
divinidad, es participación en la potencia divina.
*
El ser humano actualmente enfrenta la pandemia de
materialismo nihilista, el "virus" del cual cosas como el capitalismo
global, la alienación tecnológica, la pérdida de sentido existencial y la
adicción a una normalidad patológica son sólo síntomas. Se encuentra en
un impasse. No puede imaginar algo más allá de este sistema
basado en la explotación de la naturaleza, el crecimiento económico, el status
social y un universo mecánico, ciego y sin propósito, en el que solamente lo
material es real. Vive en un mundo desencantado y lo sufre; tiene sed de
significado, de que la naturaleza sea una fuente de belleza y bondad infinita,
un espacio de encuentro con lo divino. Al mismo tiempo, le es casi imposible
regresar a la vida religiosa, ante el enorme descrédito que han sufrido el
cristianismo y los sistemas monoteístas y, por otro lado, al gran poder
narrativo que detenta la ciencia materialista.
Pero esto no le impide aferrarse a ideologías, causas,
movimientos políticos o creencias seculares sobre las cuales proyecta los
mismos dogmas teológicos. Sin embargo, de estas teologías seculares -religiones
sin auténtica religiosidad- no obtiene el sentido, lo “numinoso”, la conexión
que busca, solamente efímero solaz, suficiente únicamente para procrastinar su
enfrentamiento con la nada. La sociedad secular, que reemplaza el ritual y
el juego por el procedimiento y el rendimiento, es también el declive de la
inspiración artística y de las facultades más altas de la mente. No sólo, en
teoría, ha "muerto Dios", también han muerto las musas y las ninfas y
los genios de la naturaleza. La percepción y la misma imaginación se ven
amenazadas por el bombardeo de estímulos, imágenes, “distracciones” y
preocupaciones que coartan su expresión.
Para conocer la realidad el ser humano no sólo necesita
más aparatos tecnológicos, telescopios, aceleradores de partículas,
smartphones, más y mejores prótesis... siempre más información. Necesita también de su propia
atención, necesita cultivar su propia capacidad de ver y no sólo de ver hacia
afuera sino de mirarse a sí mismo. Para cultivar la atención y la
imaginación que le permitiría ir más allá de este modelo desgastado de mundo,
es necesario primero detenerse y recoger la mente. Se requiere de calma,
concentración e incluso caridad -cuidado, cariño, compasión-; se necesita
vaciar de imágenes ajenas, de ruido insignificante y bagaje
conceptual. Es decir, purificarse.
*
Amar lo que aparece en su desnudez sin interpretarlo. Lo que uno ama
entonces es verdaderamente la divinidad. Simone Weil
Es difícil decir cómo hacer esto y si es todavía
posible. Pero quizá podamos encontrar una cierta orientación en Simone
Weil, quien Albert Camus llamó “el único gran espíritu de nuestro tiempo” y
quien quizá haya sido el último gran ejemplo de una vida que se impuso al
nihilismo de manera auténtica. Aunque la manera en que lo hizo, con su propia
muerte, con su solidaridad, con su compasión y con sus experiencias
místicas libres de dogma y afiliación institucional, seguramente sería vista por
Nietzsche como otro avatar más del nihilismo. Sin embargo, Weil nos
presenta un método, lo que llamo un “yoga de la atención” que puede servirnos
como una posible plantilla para la “redivinización del mundo” en una era
nihilista y poscristiana.
Se trata, de alguna manera, de un regreso al origen,
a la desnudez de la conciencia, al vacío. Weil es consciente, como lo fue
Nietzsche de que hay que liberarse de la voz interiorizada de la sociedad, la
“Gran Bestia” de Platón, la dictadura del ellos, el centro de significado
y el punto de comparación que no sólo determina lo deseable sino lo posible. Se
debe abandonar todo consuelo, todo confort, todo apego. Por ello incluso el
ateísmo, señala, puede servir, si bien sólo transitoriamente, como una forma de
purificación, pues se debe trascender el aferramiento a la religión, a todo
aquello con lo cual queremos llenar el vacío y con lo cual anestesiamos nuestro
sufrimiento.
Como creía Nietzsche, para Sjmone Weil en cierta forma
también el nihilismo actual, cuando es tomado en serio por una persona, sin
recular hacia nuevos ídolos, es la condición madura para el
renacimiento de la divinidad. “No podrías haber nacido en otra época mejor que
ésta, en la que todo se ha perdido.” El descenso de la gracia requiere de la
total renuncia a la esperanza, de aceptar la muerte, de hacer un claro para que
la luz divina pueda volver a fecundar al mundo.
El ser humano busca sobre todo la relación. Durkheim ha
sugerido que de hecho la religión es lo social. Pero Weil explica que para
tener una relación con lo real es necesario desprenderse de lo social. El mundo
convencional -el falso mundo de la cueva-, según Weil, es construido a través
del apego. “Es porque el único órgano de contacto con la existencia
es la aceptación, el amor. Es porque la belleza y la realidad son idénticas. Es
porque la alegría pura y el sentimiento de realidad son idénticos”. El sí
existencial, cósmico y absoluto de Weil, sin embargo, requiere primero de un
no. De un ascetismo con el que se cultiva la energía necesaria para poder
alcanzar un estado de sabiduría, una receptividad desnuda que revela la
presencia del "amor supernatural" (que siempre había estado presente
pero no era percibido). “La conciencia está ausente de la vida vegetal y es
abusada por lo social. La energía suplementaria está (¿en gran medida?)
suspendida en lo social. Es necesario desapegarse. Este desapego es lo más
difícil."
Weil entiende, a diferencia de Nietzsche que incluso el
yo, el sí mismo, pertenece a lo creado, a lo ilusorio, es justo aquello que
debe superarse para actualizar el ser, para dejar de ser una “cosa” y, en la
nulidad del yo, ser todo. “No hay que ser yo, pero menos aún hay que ser
nosotros… Arraigarse en la ausencia de lugar. Desarraigarse social y vegetativamente”.
Hay que descrearse. “Participamos en la creación del mundo al descrearnos
nosotros mismo”. “Si tan sólo supiera cómo desaparecer habría una perfecta
unión de amor entre Dios y la tierra que camino, el mar que escucho.” El
amor es lo divino. Imitando a la divinidad el ser humano se
diviniza pero se aniquila en tanto a ego - la falsa divinidad-.
“Al hombre le ha sido dada una divinidad imaginaria para
que pueda deshacerse de ella” y de esta forma imitar “la renuncia de Dios en la
creación. Dios renuncia -en cierto sentido- a ser todo. Nosotros debemos
renunciar a ser algo.” El acto fundamental de la imitación divina es el
vaciamiento o kenosis. El vaciamiento del individuo es el
consentimiento, el sí de la novia, de la naturaleza misma que recibe al espíritu
divino como las aguas al aliento de Elohim en el Génesis. “El universo se
encuentra hecho de tal forma que una criatura puede amar a Dios puramente.
Dicho de otra forma, la creación contiene la condición de la descreación.” El
amor puro es el consentimiento de hacerse nada, pero en esa nada se hace la
luz. “La creación es un acto de amor y es perpetua.” “A través del amor
renuncio a esta existencia aparente y soy aniquilada en la plenitud del ser”.
Más allá del misticismo, en Weil encontramos un método
para poner a prueba esta posibilidad del ser, de ser todo, que es en el fondo
el más auténtico deseo del ser humano. Sin embargo, como es evidente por lo
expuesto antes, exige una renuncia, una consistencia y una concentración que
difícilmente se encuentra salvo en los espíritus más nobles, cada vez más
raros. La descreación -o deificación a través de la aniquilación de todo lo
creado- requiere de una disciplina de la atención. El concepto clave de
Weil es la atención, la cual equipara con la oración y con el amor. El punto
que une a la atención con el amor y la oración es el vaciamiento. Eliminar todo
deseo personal, toda esperanza de obtener un fruto, toda “finalidad de
contenido”.
Esta atención es la total apertura del ser hacia el otro,
un hacer sin hacer -“l’action non-agissante”- en la que toda voluntad o
determinación que viene del individuo y de sus constructos sociales es
suspendida. Hay que “desear en el vacío, un deseo sin expectativa”. Un deseo
que se aleja de todo la particular y se convierte en pura
atención, conciencia como pura energía, oración ininterrumpida. Es en este
estado que se “espera a Dios”, en el que se hace verdaderamente ciencia
contemplativa. Con paciencia, en el silencio, se investiga la realidad. ¿Será que en el vacío, sin hacer nada,
brota por si sola la luminosidad?
*
En la tercera parte de este ensayo seguiremos explorando
las condiciones de esta enfermedad global -el materialismo nihilista- y su
causa fundamental: la ignorancia Y esbozaremos una definición de la sabiduría
–o del conocimiento de realidad– definida negativamente, como la ausencia
de ignorancia, o aquello que subsiste una vez que se ha eliminado el
pensamiento conceptual. Para así poder ir avanzando hacia una
posibilidad de reimaginar el mundo en base a la experiencia de la
divinidad en el vacío, la posibilidad de una experiencia que no esté limitada
por la estructura intencional sujeto-objeto. De existir, dicha experiencia
podría ser la base no sólo de la auténtica espiritualidad sino de la vida
comunitaria y de la ecología en su aspecto más profundo, la comunidad del
ser, la danza de la interdependencia de los seres que son los diversos aspectos
de una única vida, una única conciencia.
En este enlace la primera parte del ensayo: Contra el materialismo nihilista, la enfermedad de nuestra era:
La adicción a la normalidad y la religión de la sociedad (I)
VISTO
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