La
polémica implantación de Madrid Central ha abierto en nuestro país
un necesario debate sobre la movilidad, la salud pública y la
contaminación, y nuestra capacidad de asumir pequeños sacrificios
por un bien común colectivo. Sin embargo, poco se ha hablado en las
intensas tertulias sobre el potencial que pueden tener esta clase de
intervenciones para hacer de nuestras ciudades sitios más amables y
mejorar nuestra calidad de vida, de crear ciudades felices.
¿Cómo
es la vida en una ciudad feliz?
Cuando
hablamos de una ciudad feliz, podemos pensar en lugares muy
distintos, desde unas bucólicas imágenes de un pueblecito
mediterráneo con sus plazas llenas de vida, hasta el ajetreo
interminable de las cosmopolitas calles comerciales en una gran
ciudad. Para gustos, colores, ya que en lo que se refiere a nuestras
preferencias no hay nada escrito… ¿Cierto?
Las
ciudades felices que casi siempre imaginamos tienen ciertos puntos en
común, que podríamos llegar a considerar los causantes o las
consecuencias de esta felicidad. Son siempre lugares que transmiten
libertad y seguridad, encontramos gente realizando todo tipo de
actividades, y en muchas ocasiones cuentan con zonas verdes o
paisajes naturales. De una forma muy general, creo que podemos llamar
“ciudad feliz” a aquella que nos permite relacionarnos en
libertad con las otras personas y con el entorno.
Tras
realizar esta breve reflexión, y sin llegar a valorar otros muchos
factores, me asalta la duda de si realmente las ciudades en las que
vivimos hoy en día han sido planteadas para ser amigables y
ayudarnos a ser felices como individuos y como comunidad.
¿Están
pensadas nuestras ciudades para hacernos felices?
La
respuesta corta: No, no lo están.
Si
queremos una respuesta más larga y que nos permita indagar el por
qué, deberíamos buscar la raíz del problema, el motivo por el cuál
nuestras ciudades de hoy no están pensadas para darnos libertad y
seguridad, el motivo por el que no nos permiten relacionarnos de una
forma natural.
Sin
lugar a dudas, uno de los grandes culpables de este poco amigable
diseño es el haber planteado nuestro urbanismo alrededor del
vehículo privado a motor, de los coches.
¿Una
mera cuestión de precio?
A
lo largo del siglo XX, las poblaciones crecieron de forma exponencial
y de la misma manera, las ciudades. Todas estas rápidas
transformaciones fueron posibles gracias al empleo de energías
fósiles, que en aquel entonces eran muy baratas y abundantes, y muy
poco o nada se sabía (o creía) de las consecuencias negativas de su
empleo. De forma natural, estas ciudades en las que la gente se
desplazaba andando, en bici, en carro o en tranvía, se fueron
transformando lentamente en espacios diseñados y planteados para el
tránsito de coches a motor.
En
el presente, nos encontramos en una situación en la que las energías
fósiles ya no son tan baratas ni abundantes, y que el horizonte de
su agotamiento se aproxima peligrosamente. Además, la comunidad
científica en conjunto nos confirma que los gases de efecto
invernadero asociados a estas energías están alimentando el
fantasma del cambio climático, que amenaza con arrebatarnos todo lo
que tenemos, destruyendo de forma irreversible el delicado equilibrio
que sostiene la vida en la tierra tal como la conocemos.
Es
decir, a día de hoy somos perfectamente conscientes de que un modelo
en el que el transporte y la movilidad están basados en el coche, no
tiene futuro, al no ser un modelo sostenible en el tiempo.
Daños
colaterales
Más
allá de los problemas directos a nivel ecológico o sanitarios
derivados del uso masificado del coche, nos topamos casi sin quererlo
con otras desagradables consecuencias indirectas a nivel urbanístico
y social. Hablamos del círculo vicioso del vehículo privado y de la
deslocalización del tejido comercial de los barrios.
El
círculo vicioso del vehículo privado tiene una fácil explicación:
Cuántos más coches, mejores infraestructuras necesitan (mayor
número de carriles y de rutas alternativas) para evitar la
congestión, y a su vez, cuánto mejores y más variadas
infraestructuras, más atractivo se vuelve esta movilidad en coche,
captando más usuarios y empeorando el resto de medios de transporte;
con lo que el círculo vuelve a empezar. Para desarrollar estas
infraestructuras, sobre todo en un entorno urbano, se requiere de un
espacio que es muy limitado y compartido, con lo que se ha ido
quitando progresivamente el espacio al peatón, a la vegetación, a
los bancos y plazas para dejar paso al asfalto a las rotondas y a las
interminables filas de aparcamientos.
Con
el empleo del coche, las distancias que abarcamos y que estamos
dispuestos a recorrer de forma habitual aumentan considerablemente,
haciendo viable desplazarnos a grandes superficies comerciales en la
periferia de las ciudades para el consumo habitual de bienes y
servicios. Si sumas esta facilidad de desplazamiento a los bajos
precios de las tiendas de estas grandes superficies (debidos
mayormente a la precarización laboral generalizada que las
acompaña), tienes el cóctel perfecto para drenar hacia ellas toda
la actividad comercial que tiempo atrás se quedaba en los propios
barrios. A su vez, cuánto más se acude a estas grandes superficies,
más negocios pequeños cierran al no poder competir, dejando cada
vez más desprovisto al barrio de todos estos servicios, y generando
así cada vez más dependencia de estas grandes superficies, y por
consecuencia, del uso del coche.
Mucho
más que atascos
Ir
perdiendo poco a poco los espacios comunes, las calles peatonales y
tranquilas y las zonas verdes para dejar paso a los coches hace
que a nivel simbólico, el peatón pase a un segundo plano, marca la
dominancia de la máquina sobre la persona y en definitiva hace que
nos sintamos como meros invitados en una casa que debería ser
nuestro hogar. Nos hace perder además esas zonas agradables para
pasear, en las que poder perderse y en las que poder (y querer) pasar
el tiempo con nuestros seres queridos y vecinos.
En
contraste, las calles amigables para el peatón llaman a la
actividad, invitan a pasar tiempo en ellas, a explorar sus terrazas y
sus tiendas, a crear comunidad y generar un ecosistema social
sencillo y virtuoso. Acercan a cada persona a su entorno y a los
demás.
¿Cómo
hacer nuestras ciudades más felices?
En
definitiva, si queremos hacer de nuestras ciudades unos lugares más
amigables y saludables para las personas, deberíamos empezar por
replantear nuestra relación con los coches. Deberíamos revertir
poco a poco el protagonismo absoluto que tiene este medio de
transporte con respecto a los que menos huella ecológica tienen,
como caminar, la bicicleta, o el transporte público.
Contando
con un espacio limitado, cuánto menos asfalto y plazas de
aparcamiento, más bancos, más árboles, más terrazas… Pero no
solo eso, también supone una mayor facilidad para ofrecer y plantear
un sistema de transporte público con mejores frecuencias y mayor
calidad (más tramos con plataforma reservada) y a su vez, posibilita
también la creación de itinerarios ciclistas seguros y óptimos.
No
solo es una cuestión de obligación, ante el necesario abandono de
las energías fósiles (como el petróleo y sus derivados), si no que
de repente se transforma en una cuestión de salud pública, de
crecimiento personal y colectivo. De la gran oportunidad de convertir
nuestras ciudades en lugares más amigables, en los que la vida y las
personas vuelvan a ser el centro de todo, con viejas-nuevas
oportunidades laborales. Lugares en los que el valor inmaterial de la
cercanía y la comodidad sean el impulso de una renovada vida en
comunidad y que por supuesto, sea sostenible de cara a las futuras
generaciones.
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