PÀGINES MONOGRÀFIQUES

21/8/19

Lugares más amigables, en los que la vida y las personas sean el centro de todo

¿CIUDADES FELICES O CIUDADES ECOLÓGICAS?

La polémica implantación de Madrid Central ha abierto en nuestro país un necesario debate sobre la movilidad, la salud pública y la contaminación, y nuestra capacidad de asumir pequeños sacrificios por un bien común colectivo. Sin embargo, poco se ha hablado en las intensas tertulias sobre el potencial que pueden tener esta clase de intervenciones para hacer de nuestras ciudades sitios más amables y mejorar nuestra calidad de vida, de crear ciudades felices.
¿Cómo es la vida en una ciudad feliz?
Cuando hablamos de una ciudad feliz, podemos pensar en lugares muy distintos, desde unas bucólicas imágenes  de un pueblecito mediterráneo con sus plazas llenas de vida, hasta el ajetreo interminable de las cosmopolitas calles comerciales en una gran ciudad. Para gustos, colores, ya que en lo que se refiere a nuestras preferencias no hay nada escrito… ¿Cierto?
Las ciudades felices que casi siempre imaginamos tienen ciertos puntos en común, que podríamos llegar a considerar los causantes o las consecuencias de esta felicidad. Son siempre lugares que transmiten libertad y seguridad, encontramos gente realizando todo tipo de actividades, y en muchas ocasiones cuentan con zonas verdes o paisajes naturales. De una forma muy general, creo que podemos llamar “ciudad feliz” a aquella que nos permite relacionarnos en libertad con las otras personas y con el entorno.

Tras realizar esta breve reflexión, y sin llegar a valorar otros muchos factores, me asalta la duda de si realmente las ciudades en las que vivimos hoy en día han sido planteadas para ser amigables y ayudarnos a ser felices como individuos y como comunidad.
¿Están pensadas nuestras ciudades para hacernos felices?
La respuesta corta: No, no lo están.
Si queremos una respuesta más larga y que nos permita indagar el por qué, deberíamos buscar la raíz del problema, el motivo por el cuál nuestras ciudades de hoy no están pensadas para darnos libertad y seguridad, el motivo por el que no nos permiten relacionarnos de una forma natural.
Sin lugar a dudas, uno de los grandes culpables de este poco amigable diseño es el haber planteado nuestro urbanismo alrededor del vehículo privado a motor, de los coches.
¿Una mera cuestión de precio?
A lo largo del siglo XX, las poblaciones crecieron de forma exponencial y de la misma manera, las ciudades. Todas estas rápidas transformaciones fueron posibles gracias al empleo de energías fósiles, que en aquel entonces eran muy baratas y abundantes, y muy poco o nada se sabía (o creía) de las consecuencias negativas de su empleo. De forma natural, estas ciudades en las que la gente se desplazaba andando, en bici, en carro o en tranvía, se fueron transformando lentamente en espacios diseñados y planteados para el tránsito de coches a motor.
En el presente, nos encontramos en una situación en la que las energías fósiles ya no son tan baratas ni abundantes, y que el horizonte de su agotamiento se aproxima peligrosamente. Además, la comunidad científica en conjunto nos confirma que los gases de efecto invernadero asociados a estas energías están alimentando el fantasma del cambio climático, que amenaza con arrebatarnos todo lo que tenemos, destruyendo de forma irreversible el delicado equilibrio que sostiene la vida en la tierra tal como la conocemos.
Es decir, a día de hoy somos perfectamente conscientes de que un modelo en el que el transporte y la movilidad están basados en el coche, no tiene futuro, al no ser un modelo sostenible en el tiempo.
Daños colaterales
Más allá de los problemas directos a nivel ecológico o sanitarios derivados del uso masificado del coche, nos topamos casi sin quererlo con otras desagradables consecuencias indirectas a nivel urbanístico y social. Hablamos del círculo vicioso del vehículo privado y de la deslocalización del tejido comercial de los barrios.
El círculo vicioso del vehículo privado tiene una fácil explicación: Cuántos más coches, mejores infraestructuras necesitan (mayor número de carriles y de rutas alternativas) para evitar la congestión, y a su vez, cuánto mejores y más variadas infraestructuras, más atractivo se vuelve esta movilidad en coche, captando más usuarios y empeorando el resto de medios de transporte; con lo que el círculo vuelve a empezar. Para desarrollar estas infraestructuras, sobre todo en un entorno urbano, se requiere de un espacio que es muy limitado y compartido, con lo que se ha ido quitando progresivamente el espacio al peatón, a la vegetación, a los bancos y plazas para dejar paso al asfalto a las rotondas y a las interminables filas de aparcamientos.
Con el empleo del coche, las distancias que abarcamos y que estamos dispuestos a recorrer de forma habitual aumentan considerablemente, haciendo viable desplazarnos a grandes superficies comerciales en la periferia de las ciudades para el consumo habitual de bienes y servicios. Si sumas esta facilidad de desplazamiento a los bajos precios de las tiendas de estas grandes superficies (debidos mayormente a la precarización laboral generalizada que las acompaña), tienes el cóctel perfecto para drenar hacia ellas toda la actividad comercial que tiempo atrás se quedaba en los propios barrios. A su vez, cuánto más se acude a estas grandes superficies, más negocios pequeños cierran al no poder competir, dejando cada vez más desprovisto al barrio de todos estos servicios, y generando así cada vez más dependencia de estas grandes superficies, y por consecuencia, del uso del coche.
Mucho más que atascos
Ir perdiendo poco a poco los espacios comunes, las calles peatonales y tranquilas y las zonas verdes para dejar paso a  los coches hace que a nivel simbólico, el peatón pase a un segundo plano, marca la dominancia de la máquina sobre la persona y en definitiva hace que nos sintamos como meros invitados en una casa que debería ser nuestro hogar. Nos hace perder además esas zonas agradables para pasear, en las que poder perderse y en las que poder (y querer) pasar el tiempo con nuestros seres queridos y vecinos.
En contraste, las calles amigables para el peatón llaman a la actividad, invitan a pasar tiempo en ellas, a explorar sus terrazas y sus tiendas, a crear comunidad y generar un ecosistema social sencillo y virtuoso. Acercan a cada persona a su entorno y a los demás.
¿Cómo hacer nuestras ciudades más felices?
En definitiva, si queremos hacer de nuestras ciudades unos lugares más amigables y saludables para las personas, deberíamos empezar por replantear nuestra relación con los coches. Deberíamos revertir poco a poco el protagonismo absoluto que tiene este medio de transporte con respecto a los que menos huella ecológica tienen, como caminar, la bicicleta, o el transporte público.
Contando con un espacio limitado, cuánto menos asfalto y plazas de aparcamiento, más bancos, más árboles, más terrazas… Pero no solo eso, también supone una mayor facilidad para ofrecer y plantear un sistema de transporte público con mejores frecuencias y mayor calidad (más tramos con plataforma reservada) y a su vez, posibilita también la creación de itinerarios ciclistas seguros y óptimos.

No solo es una cuestión de obligación, ante el necesario abandono de las energías fósiles (como el petróleo y sus derivados), si no que de repente se transforma en una cuestión de salud pública, de crecimiento personal y colectivo. De la gran oportunidad de convertir nuestras ciudades en lugares más amigables, en los que la vida y las personas vuelvan a ser el centro de todo, con  viejas-nuevas oportunidades laborales. Lugares en los que el valor inmaterial de la cercanía y la comodidad sean el impulso de una renovada vida en comunidad y que por supuesto, sea sostenible de cara a las futuras generaciones.

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