La distribución entre los que tienen tiempo y los que no lo tienen es la distribución entre quien conoce e ignora, entre quien manda y obedece. El reparto del tiempo define quién es libre y quién no lo es.
No
solo estamos viviendo un tiempo de crisis, también asistimos a la
crisis en la manera que experimentamos el tiempo. Sabemos que el
poder tiene que ver con el tiempo, sobre todo tiene que ver con la
disputa entre quiénes pueden o no pueden decidir qué hacer con él.
Sabemos que la distribución entre los que tienen tiempo y los que no
lo tienen es la distribución entre quien conoce e ignora, entre
quien manda y obedece. El orden del tiempo marca la frontera entre
quienes aparecen y quienes observan, entre quienes son visibles y
quienes son invisibles, así como entre quienes logran o no ser
sentidos en sociedad. En definitiva, el reparto del tiempo define
quién es libre y quién no lo es.
Desde
el urbanismo a las infraestructuras, pasando por el acceso a la
vivienda, los desequilibrios regionales o las tareas de cuidados,
siempre opera una jerarquía temporal en la distribución de roles,
ubicaciones y fijaciones correspondientes a un orden social. Quienes
menos tiempo disponen son también quienes menos libres son. En
nuestra sociedad moderna, el tiempo que menos vale es el tiempo de
quienes trabajan cuidando, limpiando y recolectando; mujeres, jóvenes
e inmigrantes, principalmente, pero no solo. El archipiélago
proletario se compone de los desposeídos de un tiempo propio, en una
sociedad que obliga a la mayoría a vender su tiempo a cambio de
dinero. Si puede.
Al
margen de la discusión sobre si lo que se está acabando es el
trabajo —de ser así se acabaría el capitalismo—, lo que sí
finaliza es la época en la que el trabajo adopta la forma de empleo
para volver a una modalidad de trabajo más parecida a la del siglo
XIX: intermitente, inseguro. Hoy toda nuestra vida queda subsumida al
reino del trabajo y el dinero, por lo que todo acceso a los medios de
subsistencia se consigue a través de los medios de empleo. Hoy la
dependencia social al trabajo es mucho más intensiva y extensiva, en
un momento en el que el trabajo no alcanza para reproducir la vida.
En
esta tesitura, el trabajo no garantiza un mínimo de seguridad y
recrudece la no libertad cuando la fuerza de trabajo reduce su margen
de decisión sobre su propio tiempo y se ve forzada a someter todo su
tiempo de vida como tiempo disponible a trabajar. El capitalismo
produce población superflua porque permite que abunden los medios de
vida al tiempo que escasean los medios de empleo, lo cual revela la
naturaleza de su dinámica, que no es la de satisfacer necesidades,
sino la de multiplicar el dinero.
Pensar
la libertad en torno a la igualdad en el derecho a disponer de tiempo
seguro permite aterrizar el debate en torno a la renta básica
incondicional desde una perspectiva democrática. La garantía de
servicios incondicionales y universales como forma de aunar la
seguridad, la libertad y la igualdad en una sociedad en la que, en
lugar de aceptar cualquier trabajo por precario que sea, exista el
derecho a rechazarlo porque se dispone de un tiempo de dignidad
garantizado.
Adam
Smith entendía que “cuando predomina el capital, prevalece el
trabajo; cuando lo hace el ingreso, se impone la pereza”, o, dicho
de otro modo, cuando la sociedad cuenta con garantías se ve menos
forzada a tener que vender su tiempo barato a un tercero por un
salario, lo que le permite dedicarse a otras actividades que
satisfacen necesidades pero que no están mediadas por la relación
del trabajo que produce mercancías. Una política integral sobre el
tiempo no es solo un paquete de medidas para paliar la desigualdad,
apunta sobre todo a definir los contornos de un nuevo modelo
civilizatorio en el que la riqueza no aparece como un enorme cúmulo
de mercancías.
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