GORRAS
PARA LOS PERROFLAUTAS
No
se cansan. Están bien adiestrados y, además, lo hacen con bilis.
Pegan y golpean y, además, lo hacen con fuerza. Tienen medios y
disciplina. Persisten. Siempre están ahí. Con un desprecio y una
altanería que son el temor de la bestia espantada, cada vez que las
clases populares tratan de alzarse y decir “esta es nuestra vida”,
cada vez que la gente trabajadora trata de asociarse libremente para
tejer y ocupar órdenes horizontales en los que vivir y trabajar sin
tener que pedir permiso a nadie, levantan el garrote de la
demonización de las prácticas de solidaridad y de ayuda mutua.
Y aporrean. Silvia Federici lo ha explicado con suma perspicacia:
aquellas mujeres que se resistían a poner su cuerpo a trabajar para
la reproducción del sistema capitalista debían ser simbólicamente
denostadas: primero, eran acusadas de brujería; luego, podían ya
ser quemadas en la hoguera.
Hoy,
los mandarines y mandamases del orden público vertical degradan
semántica y civilmente a quienes responden indignados ante un mundo
que no ofrece ni camino ni oxígeno: no son ciudadanos, son escoria
–“son pura racaille”–, aseguraba Sarkozy cuando reprimía las
airadas revueltas de población sin futuro en los suburbios
franceses; no son gente de bien, son simples “perroflautas”,
decía una célebre presidenta gran-española ante los miles de
personas que se reunían en calles y plazas exigiendo “democracia
real” y –¡soberbia osadía!– tratando “ya” de practicarla.
No pierden oportunidad: a la que observan movimiento, arremeten. Son
tenaces. Esto hay que reconocérselo.
Lo
mismo ocurrió con la gorra que usaban los trabajadores en las
fábricas de finales del siglo XIX y principios del XX. Era la época
del jornal, de la paga satisfecha por día trabajado. Cuando alguien
caía enfermo los compañeros y compañeras ponían su gorra en un
lugar acordado para que todos, fueran dejando un pellizco de su
estipendio. De este modo, una suma parecida al jornal completo podía
llegar al hogar del trabajador enfermo.
Si no, en aquella casa esa
noche no había cena. Y por modesta que fuera, esta práctica
apuntaba a formas de fraternidad, de solidaridad horizontal, que
–¿quién sabe?– podían llevar la semilla de futuros actos de
rebeldía algo más ambiciosos. Había que demonizarla: “viven de
gorra”, dijo la oligarquía. Así nació la expresión. Y no: esos
trabajadores y trabajadoras no vivían de gorra, sino que vivían con
la gorra, se agarraban a ella para hacer de su mundo un lugar algo
más vivible. Cuestión de preposiciones.
La
propuesta de la renta básica –una asignación monetaria
equivalente por lo menos al umbral de la pobreza y percibida
incondicionalmente por parte de todos y todas– tiende a ser objeto
de la misma degradación demofóbica: “alimentará a vagos”,
“mantendrá a parásitos”; “si el pobre percibe algo a cambio
de nada, se tumba a la bartola” –sorprende, dicho sea de paso,
que sea este un posible comportamiento que no inquieta cuando está
al alcance de la población rica–. Nuevamente: “vivirán de
gorra”. Y no: la renta básica no está llegando para que podamos
vivir de gorra –no caigamos en su trampa–, sino para que nos
dotemos de mecanismos con los que levantar la cabeza y ensayar una
vida y un mundo con sentido. Gracias a su carácter incondicional,
nos otorga el poder de negociación necesario para sortear el statu
quo –empezando por la aridez de los mercados de trabajo actuales–
y, así, para poner en circulación proyectos productivos y
reproductivos, remunerados o no, que sintamos como propios.
Por
eso la renta básica, como cualquier dispositivo de política pública
de carácter universal e incondicional –y hay que insistir siempre
en que la renta básica ha de ir de la mano de todo un paquete
de prestaciones en especie de carácter también incondicional–,
tiende a alarmar a las oligarquías. Porque permite soltar el lastre
del trabajo impuesto por la necesidad de sobrevivir, trabajo tantas
veces alienante y atomizador, y porque, de este modo, abre las
puertas a formas de cooperación social, remuneradas o no, en las que
sí dignifiquemos nuestras vidas: en las que verdaderamente nos
encontremos con pares y semejantes, en las que realmente sintamos que
podemos autorrealizarnos a través de contribuciones a la sociedad
que signifiquen algo valioso tanto para nosotros como para los demás
–no valen “soluciones” del tipo de los chaplinescos Tiempos
Modernos–. No les preocupa que no trabajemos, sino que dejemos de
hacerlo para ellos. Nuevamente, es una tozuda cuestión de
preposiciones.
Frente
a la demonización demofóbica, antidemocrática, sólo cabe el
orgullo. Pero no el orgullo pasivo de quien se sabe perdedor de una
contienda de la que ha salido literalmente hecho añicos –es sabido
que el giro neoliberal del capitalismo ha asestado un duro golpe a un
pacto social bienestarista que ya llevaba incorporados altos índices
de renuncia–: en estos casos, terminamos honrando diríase que de
un modo hasta fúnebre los restos de lo que fue, restos que hoy
quedan esparcidos en la ceniza del campo de batalla.
Planteado
así, el orgullo se convierte en melancolía del derrotado y puede
llegar a abonar el camino de la barbarie neofascista. No estamos aquí
para resistir en la desgracia –¿de verdad alguien piensa que esto
es humanamente sostenible?–, tampoco cuando se pretende echar a las
ruinas cuatro capas de pintura. Estamos aquí porque aspiramos a
hacernos con nuevas gorras con las que podamos, todos y todas y de
modo incondicional –y, por supuesto, con todo el orgullo y el
descaro del mundo–, reapropiarnos de nuestras vidas. Aspirar a
menos equivale a renunciar al deseo y al entusiasmo, a encallarse en
el lodazal del cálculo “hiperrealista” que tan a menudo conduce
a la esterilidad social y política, incluida la electoral.
Por
ello, la renta básica, junto con otros dispositivos público-comunes
entendidos también desde la lógica de la incondicionalidad, ayuda a
fortalecer la potencia del gesto insumiso de quienes, más allá de
la mera resistencia, aspiran a levantar órdenes horizontales en los
que puedan anidar las muchas formas de la democracia efectiva.
David
Casassas
Profesor
de teoría social en la Universidad de Barcelona. Miembro de
SinPermiso. Vicepresidente de Red Renta Básica. Forma parte de la
Junta Directiva del Observatorio de los Derechos Económicos,
Sociales y Culturales (DESC). Su último libro es "Libertad
incondicional. La renta básica en la revolución democrática"
(Paidós, 2018).
URL
de origen:
http://www.sinpermiso.info/textos/gorras-para-los-perroflautas
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