A pesar de
la opulencia de las grandes empresas, de su volumen indecente de
beneficios, de la impunidad con la que actúan, el capitalismo que
estas protagonizan también está en crisis. Una crisis mediada por
el mayor reto al que se ha enfrentado en su historia: mantener la
lógica de acumulación de un enorme excedente, en un horizonte de
bajo crecimiento económico y de reducción de la base material y
energética.
Asistimos
a un momento especialmente incierto. ¿Podrá el capitalismo sortear
sus contradicciones e impulsar una nueva onda larga expansiva? ¿Dará
paso a un neofeudalismo corporativo y ecofascista, en manos
de las empresas big tech? ¿Lograremos posicionar modelos de vida
emancipadores y sostenibles? Aunque las respuestas a estas preguntas
siguen abiertas, sí podemos asegurar que el capitalismo hará lo
indecible por seguir reproduciéndose, actualizando su proyecto para
tratar de salir del atolladero actual.
Un
proyecto de capitalismo del siglo XXI caracterizado por lanzar una
muy virulenta ofensiva de mercantilización a escala global: nada
puede quedar ya fuera del radio de acción de los negocios de las
grandes empresas. Para ello se prefiguran transformaciones
económicas, políticas y culturales, desde un enfoque integral. En
lo económico, se aúna la apuesta por la cuarta revolución
industrial (4RI) de la digitalización y la inteligencia artificial,
con la búsqueda de nuevos sectores de reproducción del capital y de
extracción máxima de la ganancia del trabajo y de las finanzas. En
lo político, se pretende imponer una especie de constitución global
en favor de las empresas transnacionales —convertidas en gobierno
de facto—, mientras que los Estados ven limitadas sus capacidades a
la desregulación en derechos y a la seguridad. Y en lo cultural, se
asumen relatos cada vez más violentos y reaccionarios, mientras lo
público y lo común se diluyen en la primacía de lo privado y lo
corporativo. Que todo cambie para que nada cambie.
La
nueva oleada de tratados comerciales es uno de los hitos del
capitalismo del siglo XXI. Si en los noventa fracasó el intento de
mercantilización a escala mundial que representaban la OMC y el AMI,
tras el estallido financiero de 2008 se lanza una nueva ofensiva;
esta vez, más gradual y basada fundamentalmente en acuerdos
bilaterales y regionales como punto de partida. CETA, TISA, TTIP…
son solo algunas de las iniciativas más destacadas de esta nueva
oleada que, bajo otra estrategia, persigue el mismo objetivo que la
anterior: generar un mercado autorregulado, en el que las
multinacionales actúen de manera autónoma, y a la vez
ultrarregulado para evitar cualquier traba sectorial, geográfica y
política al flujo económico.
Los
tratados comerciales tributan a dicho mercado auto-ultrarregulado
posicionando una constitución económica global en la cúspide
normativa. Hablamos de constitución, aunque no tenga un articulado
específico ni un texto único, ni por supuesto cuente con un proceso
de sometimiento a refrendo popular. Pero su objetivo es el mismo que
persiguen este tipo de documentos: fijar normas que acoten el debate
político, definir el marco de lo posible en base a una serie de
prioridades político-jurídicas. Ese es la meta, un nuevo marco de
lo posible que impulse y blinde definitivamente la mercantilización
capitalista y la hegemonía corporativa a escala mundial.
Los
nuevos tratados se convertirían así en el articulado (disperso,
ambiguo, dinámico) de esta carta magna corporativa, que blinda la
ofensiva mercantilizadora a través de cuatro vías complementarias:
Ampliando la definición de comercio
internacional, incluyendo en él ahora inversión, servicios,
finanzas, bienes naturales, compra pública, comercio digital,
innovación, competitividad, etc.
Posicionando
cual tabla de mandamientos corporativos una serie de valores de gran
exigibilidad, justiciabilidad y capacidad de coerción a escala
global: acceso al mercado sin trabas para las grandes empresas,
primacía de las inversiones frente al mandato popular, armonización
normativa a la baja en derechos, injerencia multilateral en las
decisiones gubernamentales, imposibilidad de reversión de procesos
de mercantilización.
Sumando
nuevas estructuras regionales y multilaterales a las ya existentes a
favor del poder corporativo, con la tarea específica de incidir en
pos de la convergencia reguladora; esto es, avanzando en la
desregulación de normativas ambientales, económicas, sociales y
laborales.
Expandiendo
el radio de acción de una justicia privatizada en defensa
de la inversión extranjera y bajo la égida de los mandamientos
corporativos, imponiendo a escala mundial tribunales de arbitraje
donde solo las empresas denuncian a los Estados.
Se
impone pues el gobierno de facto de las grandes empresas, acorazadas
por una constitución, un procedimiento normativo y una justicia ad
hoc. El capital evidencia
su incompatibilidad con la democracia, relegada a la formalidad de
gestionar las migajas desechables para el mercado. ¿Podría esta
propuesta económico-político-cultural ser sostenible?
Tratados y colapso ecológico
El
relato oficial nos ofrece un horizonte de promisión vinculado a la
expansión del comercio y a la 4RI, que supuestamente nos acercaría
a una economía más colaborativa y descentralizada, a su vez
eficiente y eficaz en el uso de materiales y energía. Todo ello, en
el marco de una onda expansiva de crecimiento económico sostenido.
Pero no hay datos que lo corroboren: no se han producido aumentos
significativos en la productividad, condición necesaria para
impulsar una fase expansiva; el radio de acción de la “nueva
economía” todavía no ha conseguido superar el ámbito de los
servicios al consumo; la centralización y concentración del capital
no solo no se han reducido, sino que se sustancia la figura de los
“campeones corporativos” –empresas únicas en su sector a
escala global— como las multinacionales big
tech.
Además,
la desmaterialización y la descarbonización de la economía se
evidencian como simples cantos de sirena, que palidecen ante la
distopía ecológica que nos ofrece la nueva ofensiva protagonizada
por los tratados comerciales. Frente al globo sonda capitalista y
digital, se nos presenta con claridad un escenario marcado por la
profundización en el cambio climático, por el creciente
desequilibrio entre demanda y base energético-material disponible,
por el ahondamiento de los conflictos socioambientales y por la
amputación de las capacidades institucionales para impulsar
políticas alternativas y de transición, tan urgentes y necesarias.
Respecto al cambio climático, los
tratados harían saltar por los aires las metas internacionales a
través de una doble vía. Por un lado, fortaleciendo la
agroindustria
como modelo hegemónico —algo evidente en el caso del CETA o del
acuerdo UE-Mercosur, por ejemplo—, que es uno de los principales
emisores de dióxido de carbono a la atmósfera. Por el otro,
favoreciendo la extracción de petróleo, gas y carbón al blindarse
su mercantilización —tal y como se refleja en el CETA con los
petróleos pesados de Canadá, o en los documentos filtrados del TISA
sobre servicios energéticos—, cuando la propia Agencia
Internacional de la Energía (AIE) sostiene que dos tercios de los
depósitos actuales deberían quedar en el subsuelo para alcanzar las
metas internacionales.
A
su vez, la muy relativa reducción del uso de materiales y energía
que pudiera conllevar una economía más digitalizada, no compensaría
ni mínimamente el incremento vinculado al ensanchamiento del mercado
capitalista a escala global. La AIE prevé que para 2050 la demanda
de energía se triplicará, a la vez que se incrementa la presión
sobre otros materiales finitos vinculados a esta 4RI. Como ha
escrito Silvia Ribeiro, la “invisible” economía digital
necesitará una cantidad gigante de energía y materiales para
gestionar todos los datos previstos para 2025, equivalente
aproximadamente a dos discos duros de alta capacidad por cada persona
en el planeta.
Asistimos
por tanto a un ahondamiento en la carbonización —complementada con
la ofensiva sobre las renovables desde el “capitalismo verde”,
sin alterar la matriz hegemónica— y en la materialización de la
economía, en el contexto de un cambio climático desbocado. Los
conflictos de origen ambiental proliferan, hasta el punto de que
llegan a ser el 70% de los actuales según Naciones Unidas, en un
marco político en el que además impera la carta magna corporativa
sobre la búsqueda democrática del bien común. Su implementación
completa impediría el impulso a políticas de transición hacia
modelos de vida sostenibles, que sufrirían la amenaza y el
permanente amedrentamiento de los mandamientos corporativos, de las
estructuras de convergencia reguladora y de los tribunales de
arbitraje.
Un
colapso acelerado, en definitiva, con una amputación de las
capacidades para enfrentarlo. Un modelo capitalista en el que los
tratados comerciales, como hemos visto, demuestran su
incompatibilidad con la democracia y la sostenibilidad. Una
disyuntiva para los tiempos que se vienen: el capital o la vida.
Por
Gonzalo Fernández Ortiz de Zárate Observatorio
de Multinacionales en América Latina (OMAL) – Paz
con Dignidad.
Ecoportal.net
https://www.ecoportal.net/temas-especiales/que-tienen-que-ver-los-tratados-comerciales-con-la-crisis-ecologica/
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