Vivimos
en un mundo profundamente enfermo, si consideramos que la salud es
más que sólo el bien material.
“Estar
bien adaptado a una sociedad profundamente enferma no es una buena
forma de medir la salud”, dijo Jiddu Krishnamurti, según el
escritor Mark Vonnegut, quien recupera esta frase en su libro The
Eden Express. La
frase es una de las más citadas de Krishnamurti y parece
resonar con el espíritu de nuestros tiempos, en el que las personas
sienten a la vez un fuerte deseo de pertenecer y encumbrarse en la
sociedad y a la vez una repulsión, ya que para hacerlo suelen tener
que hacer a un lado su auténtica individualidad,
consideraciones éticas y espirituales e incluso someterse a
presiones laborales y sociales que ponen en riesgo su salud física y
mental.
Hay
que decir que es natural que la persona busque pertenecer en la
sociedad y obtener estatus, esto es algo que en gran medida está
codificado biológicamente y es además -al menos sentirse aceptado-
una necesidad psicológica. El conflicto aparece al tiempo que el
individuo nota que para ser aceptado por el grueso de la
sociedad y para obtener los beneficios de dicha adaptación -bienes
materiales, familia, pareja, fama y demás- debe hacer cosas que en
ocasiones van en contra de su propia visión del mundo y de ciertos
principios que le parecen menos contingentes que aquellos en los que
se basa la sociedad actual.
Evidentemente
para el individuo que no tiene mucha conciencia moral o que no tiene
una vida crítica intelectual y espiritual, el conflicto no suele
surgir y simplemente abraza la visión materialista de la realidad en
la cual está basada la sociedad moderna. Para este individuo no hay
mucho que cuestionar o dudar -si sólo existe este breve intervalo de
vida en medio de la nada absoluta, vida que no tiene ningún
sentido trascendente ya que vivimos en un universo ciego y
mecánico e inerte, entonces las cosas son bastante claras, hay
que subir la pirámide del éxito, hay que buscar el placer y hay que
dejarnos llevar por la voluntad de poder, que está a fin de cuentas
justificada por la evolución biológica (la supervivencia del más
apto). Esta visión literalmente sugiere que el mejor adaptado es el
mejor, el más sano y el que obtendrá todos los beneficios, como el
macho de las langostas más fuerte que tiene acceso a todas las
hembras y obliga a los demás machos a vivir marginados.
Ahora
bien, debemos distinguir entre el individuo que utiliza esta idea
como un mecanismo de defensa y aquel que tiene una clara convicción
y que se rige realmente por principios que contradicen los postulados
por la sociedad moderna. En el primer caso, muy común, vemos un
escapismo que es una forma de egoísmo. El individuo desea ser parte
de la sociedad -y probar sus mieles- pero por diversos factores
no logra encontrarse en un sitio favorable dentro de la misma;
entonces, para defenderse, la rechaza. No es capaz de trabajar duro,
de sentir sana humillación, o no tiene la inteligencia necesaria
para jugar su juego con destreza. Esta frustración, en algunos casos
puede ser positiva en el sentido que puede orillar al individuo a un
estado en el que se dé cuenta que lo que estaba persiguiendo no era
una causa genuina de felicidad. Generalmente, sin embargo, sólo
lleva al resentimiento y refleja una cierta cobardía disfrazada de
un aire de superioridad.
Pues
como sugirió Nietzsche el individuo que no es libre y no tiene
poder de actuar y de afectar a los demás, no ejerce realmente
una postura moral, aunque argumente que su marginación social o
desatino se debe a su gran ética. Para ser individuos auténticamente
éticos debemos enfrentarnos con situaciones reales y significativas
en las que se nos exija elegir entre el bien y el mal (no
discutiremos aquí el tema de la relatividad del bien y el mal: sólo
diremos que dicha relatividad pasa a segundo término cuando el acto
tiene una eficacia, produce ciertos efectos que pueden ser
distinguidos).
Lo anterior
no significa que la ética sólo pueda ejercerse dentro de los
límites bien definidos de la vida socialmente aceptada, ni mucho
menos; significa que la ética existe en las acciones, sobre
todo en la congruencia de la acción -de hecho es
siempre mente, acto y palabra- y el ejercicio de la libertad,
y el caso que hemos presentado padece de una contradicción
interna.
¿Por
qué vivimos en una sociedad enferma, como sugiere la frase de
Krishnamurti? Muchos creerían que vivimos en la sociedad más sana
de la historia. Al menos en términos materiales cuantitativos esto
parece ser cierto. Las personas cada vez viven más años y tienen
más cosas. Sin embargo, hacia lo que apunta Krishnamurti es a
que existe un modo de existir más auténtico que el materialismo y
el cual para descubrirse requiere de la reflexión y la contemplación
e incluso de una especie de desprogramación de aquellos conceptos e
ideologías que obstruyen nuestra percepción de la realidad o del
ser mismo que conocemos en su manera más pura en la observación
silenciosa de nuestra conciencia.
El
mundo moderno está enfermo porque presenta constantemente un ruido
que ahoga el silencio del conocimiento de la esencia y
genera una serie de distracciones que dificultan la
introspección y el cultivo del propio aparato psíquico para
percibir esa realidad subyacente. Está enfermo porque considera
que lo que hay debajo del ruido no es nada, que no hay fondo
trascendente, no hay ser eterno, no hay ni siquiera una verdad por la
cual valga vivir. Sólo tenemos entonces este parque de atracciones
por encima que no es ningún sacrilegio porque abajo no hay nada.
En
contradistinción a esta visión tenemos la visión de numerosos
artistas, poetas, profetas e incluso algunos científicos que
históricamente han notado que la mente de masas atenta contra la
mente del individuo, que el deseo de pertenecer a la sociedad y la
búsqueda de seguridad en la normalidad suelen llevar al extravío
del espíritu, a la traición de la auténtica chispa vital que en el
individuo requiere, para crecer, de seguir y nutrir su propia luz, si
bien esa luz puede encontrarse reflejada en una tradición
-generalmente en una tradición de personas que fueron capaces de
escuchar su propia voz interna y seguir su propio camino; si bien esa
voz interna en ocasiones parece haber sido la voz de una divinidad
(como el daemon de Sócrates) y ese propio camino parece haberlos
conducido a una mismo destino que es también un origen y en el cual
hay una comunión impersonal).
Jung
en su texto de 1928 Two
Essays on Analytical Psychology,
antes de las grandes religiones políticas del siglo XX, notó
cómo la individualidad se pierde ante la fuerza oceánica de
las masas, la cual el individuo no sólo encuentra en la masa
social externa, sino también en su propio inconsciente
-que es una masa social interna, una latencia colectiva que aflora en
el contacto social:
La
sociedad, al automáticamente enfatizar las cualidades colectivas en
sus representantes individuales, favorece la mediocridad, o todo
aquello que se contenta con vegetar de forma laxa e irresponsable. La
individualidad inevitablemente será llevada contra la pared. El
proceso empieza en la escuela, continúa en la universidad y rige
todos los departamentos en los que el Estado se involucra. En un
cuerpo social pequeño, la individualidad de sus miembros se
resguarda más fácil y es mayor su libertad relativa y la
posibilidad de responsabilidad consciente. Sin libertad no puede
haber moralidad.
Nuestra
admiración por grandes organizaciones se encoge cuando nos damos
cuenta de todo lo que es primitivo en el hombre, y la inevitable
destrucción de su individualidad en beneficio de la monstruosidad
que es en la práctica toda gran organización. El hombre de hoy, el
cual se parece más o menos al ideal colectivo, ha hecho de su
corazón una guarida de asesinos, como puede probarse fácilmente por
un análisis de su inconsciente, aunque él mismo no está en lo más
mínimo perturbado por ello. Y en tanto que está normalmente
“adaptado” a su ambiente, es verdad que la mayor infamia a favor
de su grupo no le perturbará en lo más mínimo, siempre y cuando la
mayoría de sus iguales crea firmemente en la moral exaltada de su
organización social.
Aquí
vemos obviamente los peligros de estar bien adaptados a una sociedad
enferma. Anteriormente esto se hizo patente con el nazismo, con
el estalinismo y el maoísmo. El hombre moderno cree que está libre
de este tipo de totalitarismos solamente porque ha desarrollado una
especie de cinismo o distancia irónica ante las creencias religiosas
y los sistemas políticos más radicales. Sin embargo, olvida que el
materialismo también es una creencia (paradójicamente metafísica)
y puede radicalizarse, algo que ya amenaza teóricamente con algunos
de los postulados del transhumanismo. Este rasgo de creer que somos
superiores a los hombres del pasado y sobre todo a los hombres
primitivos, quizás refleje sólo nuestra ignorancia de las cosas
realmente importantes, las cuales no tienen que ver con el progreso.
Como escribió Kafka “Sólo es por su estupidez que pueden estar
tan seguros de sí mismos”.
Esta
tradición de filósofos, poetas, santos y demás de la que hablamos
anteriormente se distingue en gran medida por la capacidad de la
autodeliberación y el compromiso con principios superiores. Es
verdad que no debemos mirar con nostalgia tiempos pasados como si
hubieran sido más espirituales o más sensatos que los
nuestros, ya que la historia está llena de episodios oscuros y el
único mundo en el que podemos despertar es el presente. “En los
individuos, la locura es rara; pero en los grupos, partidos, naciones
y épocas, es la regla”, escribió Nietzsche.
La
diferencia, me parece importante señalar, yace en que por primera
vez tenemos una sociedad global, y si seguimos con esta línea
argumental, entonces debemos decir que presenciamos una epidemia, una
masificación de esta patología propia de las masas y de la
mentalidad materialista, que además ha llegado a su cúspide, siendo
Nietzsche su mismo profeta al anunciar la “muerte de Dios”.
Nietzsche predijo que se inventarían, para llenar la ausencia de
Dios, nuevos “juegos sagrados”. Lamentablemente esos juegos
sagrados -el entretenimiento, la política de la identidad, los
sueños de fama, etc.- no son más que nuevos mecanismos para
mantener al individuo en un estado colectivo de pasividad y
alineación, un nuevo “opio del pueblo”.
El
“superhombre” parece estar igualmente lejos al menos de
que las grandes compañías de tecnología logren su sucedáneo a
través de la incorporación de las máquinas a la biología humana y
lo hagan accesible a aquellos que tienen el suficiente capital para
adquirirlo. Esto, sin embargo, no es más que el gran sueño
religioso del materialismo científico.
Al
final de cuentas, lo que hemos tratado aquí es una cuestión de
libertad. Pero no de ser libres en el sentido que ha propagado la
sociedad de consumo o la sociedad secular moderna, de poder elegir
entre 400 cereales en el supermercado, ver el contenido que queramos
en línea o elegir el político con el que más nos identificamos.
Libertad en el sentido de poder ser nosotros mismos, no de poder
adaptarnos a la sociedad, sino de ser capaces de aceptar quién
realmente somos y no sucumbir o supeditarnos a presiones externas.
La
libertad es un viaje de descubrimiento de la realidad, de
autoconocimiento. No tenemos demasiado tiempo en esta vida para
lograr llegar al destino -aunque ese destino más bien sea un estado
de ser, un modo de caminar y no un lugar específico- y perder el
tiempo queriendo conformarnos con dictámenes ajenos y
paradigmas ilusorios puede ser fatal. Como dijo Albert Camus
“Nadie se da cuenta de la tremenda cantidad de energía que
las personas gastan meramente en ser normales”. No es nada
fácil dejar de intentar adaptarse a lo que creemos que la sociedad
quiere de nosotros y a través de lo cual nos otorgará sus
bondades -como dijimos antes, hay un factor biológico de por medio,
por ejemplo, el deseo de reproducirse-. Pero es sumamente
liberador dejar de dedicarle energía a esto, como sugiere la frase
de Camus.
Al
mismo tiempo si dejamos de hacer esto, que es a la vez una afirmación
de la propia naturaleza, seguramente rendirá frutos, sino
en la sociedad en general, seguramente sí en sus pequeñas
bolsas de gente afín, en pequeños núcleos de mentes hermanas, que
es lo que realmente importa, no la sociedad en general, sino las
personas de las que está compuesta. Dicho eso, la
auténtica motivación, como deja muy claro la Bhagavad Gita, es
aquella que no tiene un motivo ulterior, la cual renuncia al fruto,
es espontánea, actúa por amor, el arte por el arte.
Dijimos
que se trata finalmente de la libertad, pero cualificamos esta
libertad como una búsqueda, una elección y una aceptación de la
verdad. Y la verdad requiere valentía, especialmente en un mundo
enfermo. En el famoso cuento nadie se atreve a decirle al rey que va
desnudo, sólo un niño que está libre del condicionamiento social.
“Un hombre que es auténtico parece y se comporta como un demente
para aquellos que viven en el mundo de las ilusiones, así que cuando
llaman a un hombre un idiota solamente se refieren a alguien que no
vive en el mundo de sus ilusiones”. Un gran ejemplo de esto es El
Idiota,
de Dostoyevsky.
El
príncipe Myshkin es un hombre ingenuo e inocente, que padece ataques
epilépticos, en un mundo violento e inmoral en el que parece
que todo está permitido (si Dios no existe, todo está permitido, es
la frase que viene a la mente) y que arrasa a aquellas almas
delicadas que viven conforme a los ideales de belleza, verdad y
bondad. El príncipe, sin embargo, justo por su inocencia y su pureza
de corazón, es capaz de percibir una armonía y una belleza luminosa
que le dan sentido a la vida, incluso en la enfermedad y la más
aciaga contrariedad. Belleza y pertenencia con algo mucho mayor que
la sociedad producen devoción natural, un estado de gracia. “La
belleza salvará al mundo”, es una frase que se atribuye al
príncipe en la novela.
La
belleza ciertamente no en su sentido cosmético y decorativo, en su
sentido cósmico y existencial: “el esplendor de la verdad”, como
dijo Platón. El príncipe está enfermo, pero en realidad su
enfermedad es una salud más alta. Como dijo Jung “no estamos aquí
para sanar nuestras enfermedades, sino para que nuestras enfermedades
nos sanen a nosotros”. En cierta forma nuestras enfermedades,
nuestras depresiones, nos hacen alejarnos de la superficie del mundo
e ir hacia lo profundo.
Uno
de los muchos ilustres personajes que se sometieron a la psicología
analítica, Herman Hesse, dijo: “Un hombre que está mal-ajustado
al mundo siempre está al borde de encontrarse a sí mismo. Alguien
que está bien ajustado al mundo nunca se encuentra a sí mismo, pero
logra convertirse en ministro del gabinete.” Si la
anormalidad, la desadaptación o el desajuste es visto como
enfermedad y es sufrido con desventajas y discriminación, que
al menos nos consuele que estamos más cerca de lo único realmente
importante; nuestra vulnerabilidad es también una apertura a lo
transformador, a lo numinoso.
La
frase de Hesse apunta hacia la que parece ser la gran disyuntiva
de la vida, la cual requiere de una especie de decisión heroica
y hasta de una conciencia trágica -sin que esto signifique una
radicalización dicotómica: el camino medio, libre de extremos, goza
del más alto linaje. Se trata, de cualquier manera, de tomar un
camino menos transitado y por ello probablemente más difícil, pero
no es un camino solitario, aunque por momentos así lo parezca, por
el contrario, es el camino que nos lleva a finalmente acabar con la
alienación y a ser recibidos en la sociedad de seres realmente
libres.
Twitter
del autor: @alepholo
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