Decrecimiento
vs Crecimiento ilimitado
Existe
un movimiento a nivel global que, aun siendo minoritario, no deja de
sumar voces que se alzan en pro de su difusión: el decrecimiento. La
idea del decrecimiento nace
a finales del siglo pasado de pensadores y economistas críticos
con la sociedad de consumo y con el modelo de crecimiento. Aunque
toma fuerza como movimiento en Francia, en los años 90, de manos del
economista y filósofo francés Serge Latouche, que continúa siendo
la cara visible del movimiento en su país.
En
la base del movimiento decrecentista está el cuestionamiento de uno
de los pilares del celebrado estado
de bienestar,
el crecimiento económico, uno de los baluartes de la economía
capitalista hacia el que se orienta el discurso político dominante.
Este crecimiento no sólo NO se cuestiona desde las instancias
políticas sino que se presupone infinito, ilimitado, y está
formulado presuntamente en favor de nuestra felicidad, en favor de
nuestro bienestar.
El gran
indicador que mide el crecimiento de la riqueza de un país es el
PIB, si éste aumenta, el nivel de vida de sus habitantes también, a
la par que su bienestar.
Además
de no tener en cuenta las desigualdades sociales, el PIB esconde una
fórmula tan sencilla como engañosa: hay que trabajar más para
producir más, para ganar más dinero y poder comprar todo aquello
que producimos (para seguir trabajando y produciendo) y ser,
supuestamente, más felices. Así hasta el infinito, en un bucle
continuado.
Resulta cuanto
menos curioso, que el PIB sea un valor que incluso las grandes
catástrofes o la contaminación hacen aumentar.
Detrás de esta
visión mercantilista de la sociedad está la creencia de que el
hombre debe dominar la naturaleza y utilizarla en su provecho. El
decrecimiento cuestiona esta creencia y Latouche lo resume en el
siguiente eslogan: “un crecimiento infinito no es posible en un
mundo finito”.
Para
todo lo que se deriva de nuestro modo de vida necesitamos tierra:
para producir alimentos, para construir coches y generar
combustibles, para vestir, para construir edificios, etc, incluso
para llevar a cabo el reciclaje de los residuos se necesita un pedazo
de tierra. Además, el gasto en transportes es ingente en una
economía globalizada como la nuestra. Los países del Norte vivimos
derrochando los recursos que la naturaleza conservó durante millones
de años, haciendo disminuir cada vez más la biodiversidad e
impidiendo el acceso igualitario de la población a estos bienes. La
crisis ecológica se hace patente en el agotamiento de los recursos
naturales (materias primas y combustibles fósiles), en la
destrucción de los ecosistemas y en la contaminación de los
acuíferos. Los efectos globales de la contaminación tienen su cara
más visible y evidente en el cambio climático.
Esta huella
ecológica está
sobrepasando con creces la capacidad de regeneración de la biosfera,
superada en la actualidad en un 30%.
El
informe Brundtland en 1987 y más tarde la Cumbre de Río en 1992
lanzaron el término desarrollo
sostenible como
un camino que permitía seguir avanzando y a la vez respetar los
límites ambientales. Sostenibilidad significa
que las/os ciudadanas/os que poblamos el planeta hemos de controlar
los modos de producción y los niveles de consumo, intentando cubrir
las necesidades básicas de la población actual sin hipotecar las de
las generaciones futuras.
La
realidad es que el uso del término sostenible se
ha generalizado. Se aplica ahora a cualquier proyecto, aparece con
frecuencia en boca de gestores, políticos, constructores,
profesores, etc. Y constituye, cuanto menos, un término ambiguo, ya
que presenta tantos significados como usuarios, y políticamente
engañoso, puesto que tiene un uso retórico orientado a legitimar el
actual estado de cosas. Algunos autores detectan que se trata de una
conjunción imposible: el desarrollo nunca podrá ser sostenible,
pues llega un momento en que el desarrollo ya no aporta más
beneficios y se vuelve perjudicial. Vacío de contenido, el
inicialmente celebrado desarrollo sostenible, empieza a quedar escaso
para definir la respuesta al reto frente al que nos encontramos.
Por si esto
fuera poco, los derroteros por los que discurre nuestra civilización
nos sitúan en posición de concluir que ni trabajar mucho, ni
comprar, ni consumir nos proporcionan felicidad, o al menos no una
felicidad duradera. La percepción a nivel general es que estamos
rodeados de insatisfacción y que síntomas como la ansiedad, el
vacío existencial, la desmotivación o la depresión ganan terreno
al disfrute y a la alegría de vivir.
Por
eso, frente al discurso dominante del crecimiento económico se
sitúan quienes proponen un cambio de imaginario, una revalorización
de los aspectos no mercantiles y no cuantitativos de la existencia
humana, un redescubrimiento de otro tipo de riquezas, como la riqueza
de las relaciones por ejemplo, dotando de sentido a los lugares y a
las personas cercanas. Al mismo tiempo, se propone una
reestructuración de todo el aparato productivo, para reducir la
huella ecológica de la que hablábamos. El profesor Carlos Taibo
(impulsor del movimiento decrecentista en España), resume la
propuesta en los siguientes puntos: (Carlos Taibo.
– Relocalizar
las actividades económicas. Recuperar la vida local, haciendo uso de
la autogestión y la democracia directa.
– Primar
la vida social frente a la lógica consumista.
– Reducir
la actividad productiva de sectores económicos como la industria del
automóvil, de la aviación, de la construcción, la industria
militar y la de la publicidad.
– Propiciar,
en cambio, el desarrollo de las actividades económicas relacionadas
con la atención a las necesidades sociales insatisfechas y con el
respeto al medio natural.
– Promover
el ocio creativo frente al ocio mercantilizado.
– Reducir
drásticamente las estructuras administrativas, productivas y de
transportes.
– Finalmente,
adoptar la sobriedad y la sencillez voluntarias como modo de vida.
Simplicidad en
el vivir, en el consumo, en nuestras relaciones y en todas las
esferas de nuestra vida diaria. El movimiento de la simplicidad
voluntaria aboga por eliminar todo lo superfluo e innecesario en
nuestras vidas para liberar tiempo y recursos para vivir una vida más
consciente, libre y plena. Una idea que no es nueva, sino que tiene
profundas raíces históricas: los filósofos de la Antigua Grecia,
los taoístas, los primeros cristianos, ya propugnaban la vida simple
como camino hacia la felicidad y la paz interior.
Existe una
fuerte identificación también entre decrecimiento y feminismo.
Poner en entredicho el modelo capitalista de crecimiento ilimitado
implica cuestionar también el paradigma del patriarcado como sistema
social y moral que lo sustenta. Frente a la lógica capitalista
patriarcal, la economía feminista propone poner en el centro el
mantenimiento de la vida; el consumo es desplazado y deja así de ser
el motor de la sociedad.
Hay
quienes identifican el movimiento decrecentista con un movimiento
triste. En este sentido, Julio García Camarero ha introducido en
nuestro país el concepto de decrecimiento
feliz,
que plantea que el objetivo fundamental del decrecimiento es
conseguir la felicidad de las personas y el desarrollo humano.
Pese a no ser un
término fácilmente aceptado y a las críticas que suscita,
decrecer, como sostiene Latouche, no es algo negativo, sino algo
necesario. No hay que entender el decrecimiento como una alternativa
concreta al modelo actual, sino como una llamada de atención sobre
los riesgos de la situación que vivimos; hay que verlo como un
eslogan que agita conciencias, un grito por el cambio, un espacio
donde desarrollar experiencias alternativas.
Parece
que sólo hay un camino posible: vivir
mejor con menos.
A
veces creemos que los que vivimos en los pueblos no tenemos
nada que ver en estos procesos, que nuestros modos de vida
todavía están anclados en el pasado y que por lo tanto los
problemas del hambre, del subdesarrollo o del medioambiente, no
nos competen. Y no es cierto. El medio rural es una de las
primeras víctimas del modelo de desarrollo practicado
especialmente en estos últimos 60 años. El capitalismo, la
globalización, la industrialización, han transformado la vida de
los pueblos. Tenemos más dinero y menos esperanza, porque dependemos
cada vez más en lo económico, en lo social, en lo cultural, de lo
que nos dictan desde fuera. (Aguado
Martínez, J. Sostenibilidad y decrecimiento para un mundo rural
vivo).
En nuestro
anterior post analizábamos el tema del decrecimiento y lo situábamos
como alternativa al desarrollo planteado en términos económicos.
Dado que nos encontramos en un enclave rural (Norte de la Sierra de
Aracena), rodeados de poblaciones que rondan los mil habitantes, nos
planteamos cómo habría que afrontar el desarrollo rural en
adelante.
También
en aras del desarrollo rural se ha hecho un uso habitual en los
últimos años del adjetivo sostenible,
entendido como un proceso de crecimiento económico que tiene como
fin el progreso permanente de la comunidad rural, que busca mejorar
la calidad de vida de estos núcleos y conservar el medio ambiente.
Ya
hemos citado los puntos débiles de esta definición, políticamente
correcta pero nada realista en la práctica. En nuestro caso, la vía
alternativa al abandono de saberes y prácticas tradicionales ha
resultado ser la de atraer un turismo de fin de semana y durante los
periodos vacacionales. En esta línea se han consolidado prácticas
que no siempre priman la conservación del paisaje (el bien más
preciado de que disponemos y, por ende, el reclamo turístico más
utilizado). Se da la oferta masiva de alojamientos rurales, se
organizan eventos deportivos y salidas al campo que generan muchos
deshechos en su transcurso, vertidos al campo de forma incontrolada.
Nos referimos a carreras de bicis, senderos multitudinarios,
recolección descontrolada de productos de temporada (espárragos,
setas…) rutas en moto, etc. Todo esto, unido a una hiperexplotación
ganadera (la otra salida laboral para quienes no optan por el filón
turístico), no parece hecho desde una conciencia de respeto al medio
ambiente sino más bien pensando en su explotación económica a
corto plazo.
Poco a poco,
hemos roto la alianza entre el ser humano y la naturaleza, del
agricultor y el ganadero con el entorno natural. Se ha quebrado
la vinculación tradicional de las comunidades campesinas con
la tierra, el bosque, los pastos y los ríos.
Urge por tanto
revisar el paradigma vigente también en cuanto al desarrollo rural y
sentar las bases del nuevo rumbo que nos reclama el desarrollo
humano. Desde la óptica decrecentista, un desarrollo rural
auténticamente sostenible pasa por una vuelta a lo tradicional y a
la vida sencilla:
– Recuperar
saberes y prácticas realmente ecológicas de aprovechamiento de los
recursos, desde el cultivo de huertas o el pastoreo hasta el
conocimiento de las propiedades medicinales de las plantas. Volver a
una agricultura viva y a una ganadería tradicional, en manos de
pequeños productores que habiten en los pueblos, y que éstas sean
el motor de la economía de las comunidades rurales, rescatando el
acto ético de producir alimentos sanos y nutritivos para todos los
seres humanos.
– Volver
a contemplar actividades ahora en desuso, como el trueque. Si cada
uno intercambiase lo que tiene y no necesita, por otras cosas que sí
necesita pero no tiene, compraríamos menos cosas, al mismo tiempo
que fomentamos las relaciones interpersonales.
– Recuperar
la relación directa y sana con las personas, crear espacios para el
trasvase generacional de conocimientos, para el asociacionismo y el
compartir. Potenciar la vida comunitaria y la red de ayuda que ésta
ofrece.
– Ser
lo más autosuficientes posible y consumir productos de temporada y
de cercanía, recurriendo a la pequeña tienda del pueblo en vez de a
las grandes superficies comerciales, cuyos productos la mayoría de
las veces han recorrido miles de kilómetros para llegar hasta
nosotros.
– Gestionar
de forma integral y comunitaria los recursos. Lo cual supone rescatar
el valor material (no especulativo) y espiritual de la tierra, el
agua, las semillas, etc. Por ejemplo, el agua, un bien público cada
vez más escaso, está ahora en manos de grandes empresas que
especulan y comercian con ella, agotando los recursos hídricos y
empobreciendo la tierra.
– Necesitamos
políticos sensibilizados con esta nueva conciencia; así atraeremos
también a un turismo más concienciado con el respeto al entorno, a
los ritmos y a los habitantes de nuestros pueblos.
Proponemos un
modelo basado en la calidad más que en la cantidad. En el SER, más
que en el TENER. En la constancia y la permanencia y no en la
inmediatez.
En esta nueva
lógica, se abren algunas perspectivas interesantes para los jóvenes
que quieren vivir en el pueblo y disfrutar con otros valores, lejanos
a los imperantes en la actual sociedad competitiva y de consumo.
Todo depende de
si somos capaces de rescatar los auténticos valores de una cultura
que mantuvo vivos los pueblos durante miles de años, de sostener la
alianza del hombre y la mujer con la naturaleza frente a la
agresividad actual, de ser capaces de asumir la austeridad, que no es
pobreza, como modo de vida para plantar cara al consumismo ilimitado.
De poner en valor la vida comunitaria como canalizadora de nuestros
deseos y fortalezas, frente al aislamiento y el individualismo.
Existe ya una
pequeña economía social y solidaria, que se desarrolla en su mayor
parte en ámbitos rurales, que emerge a la sombra de los ideales
decrecentistas y que busca la transformación del modelo de
producción y consumo en su área de alcance. En Tomates Felices,
hacemos nuestra pequeña contribución a este nuevo modelo, apostando
por el cultivo tradicional de nuestras huertas, situadas en terrenos
en desuso, y la elaboración, con los productos recolectados, de
mermeladas y patés de manera totalmente artesanal. Así creamos
oportunidades de trabajo para el colectivo de personas con problemas
de salud mental, promoviendo espacios de relación directa con las
personas del entorno y rompiendo las barreras que separan a las
personas con alguna enfermedad mental del resto de sus congéneres.
En el horizonte está romper los obstáculos para que esta economía
social y solidaria llegue a una gran mayoría de la población y
promover la cooperación entre proyectos afines y/o complementarios.
Nuestro
propósito es seguir adelante, seguir con nuestra labor inclusiva y
con nuestro disfrute de la vida sencilla en el pueblo y de los
grandes placeres que nos ofrece. Continuar creciendo (¿o debemos
decir decreciendo?), si el clima nos lo permite, claro.
Pilar
Gil - Tomates
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