En
un capítulo épico de The
Simpsons,
quizá la serie que mejor analiza la sociedad occidental
contemporánea, dos extraterrestres que simulan ser Bill
Clinton y Bob
Dole(candidatos
presidenciales en las elecciones de 1996) debaten sobre los humanos
durante una manifestación
pro-aborto y
afirman: “Esto es muy sencillo. Banderitas estadounidenses para
algunos, aborto para otros”. Ante la sonrisa siniestra de los
visitantes del espacio exterior, los
ciudadanos aparecen reflejados como niños malcriados a quienes hay
que satisfacer.
La
segunda mitad del siglo XX marcó el establecimiento definitivo
del Estado
de Bienestar en
la mayoría de los países desarrollados. Este avance, que nació
como un sistema dirigido a paliar las desventajas del mercado
capitalista así como alejar la amenaza comunista en los países
occidentales, se convirtió pronto en un fetiche para casi todo el
arco del espectro político. Sin entrar en detalles: con el paso del
tiempo, este Frankenstein cuya existencia se remonta a los primeros
bosquejos de la Seguridad
Social implementada
por el mariscal Otto
von Bismarck (1815-1898)
durante su mandato como primer canciller del Reich Alemán
(1871-1890) degeneró en una especie de gigante dadivoso y
deficitario que debe, por fuerza, cumplir los deseos de todos los
ciudadanos.
¿Suena
exagerado? No lo es y convendría no creer que lo sea. Los habitantes
de la posmodernidad, herederos involuntarios pero desagradecidos de
décadas de luchas políticas y revoluciones, entienden al Estado
como un ente distante y etéreo, que sólo cifra su existencia en la
consagración de muchos derechos y casi ninguna obligación. No hay
una conciencia de la ciudadanía como conjunto de voluntades aunadas
en pos de un objetivo común: ya sea por la fuerza, a lo Hobbes, o
por la conveniencia armónica, a lo Rousseau.
Los
habitantes de las grandes ciudades, como las chicas de la clásica
canción de Cyndi
Lauper,
sólo quieren divertirse. En el imperio de lo efímero y lo fugaz,
donde no existe respeto por la Historia y la Tradición, el
distanciamiento con el legado ideológico y político de nuestros
antepasados, sea cual fuere, es total. A diferencia de lo ocurrido en
siglos anteriores, no se asesina a presidentes, no hay movilizaciones
sociales que sacudan los cimientos del sistema y la participación
política es nula.
Quizá
aquí los honestos espíritus liberales se congratulen de la
descripción, pero habría que detenerse a pensar.
El
escenario queda planteado, entonces, de la forma más perversa
posible. Los miembros de las sociedades contemporáneas suponen que
el Estado debe ponerse a su servicio. Hasta aquí, bien. Pero no es
tan sencilla ni diáfana la evolución posterior. Los resortes
ocultos que realmente detentan el Poder (dicho esto sin ánimo alguno
de enfoques conspiranoicos) optan por generar artificialmente esas
mismas necesidades que los ciudadanos creen requerir.
Conclusión: nos
encontramos con falsos talismanes e ídolos de barro que concitan el
interés de las multitudes.
Esto, que puede sonar televisivo y limitado
al marketing publicitario,
tiene un trasfondo siniestro; se aplica tanto a un kilo de arroz
cuanto a un automóvil último modelo o al candidato presidencial de
moda. No es casualidad que asistamos al boom de
los asesores de imagen y los consultores de comunicación. Se votan
rostros, vestuarios, maquillajes y estilos estéticos.
¿Y
qué sucede con los ciudadanos? Como bebés chapoteando en un líquido
amniótico embriagador, las personas eligen y consumen por instinto,
ignorantes (en la inmensa mayoría de los casos) de todos las
herramientas y recursos destinados a generar esas mismas elecciones.
Citando al pionero de la publicidad Edward
Bernays (1891-1995),
se activan pretensiones que no existían y se inventan consumos jamás
imaginados. Legiones de especialistas analizan los aspectos más
diversos del (permítaseme la licencia poética) alma humana: se
utilizan colores, sonidos, sabores y texturas para atraer al gran
público.
¿Cuáles
son las consecuencias? Es fácil imaginarlas. Mientras los ciudadanos
dedican su tiempo al disfrute vacío y a la persecución vana de
necesidades irrelevantes, quienes realmente reparten los naipes de la
baraja se frotan las manos y pueden dar rienda suelta a sus más
complejos diseños
políticos.
Como muestra, basta un botón: cualquiera puede advertir que las
grandes multinacionales diseñan, merced a sus múltiples tentáculos,
los productos necesarios para satisfacer a todos los paladares del
mundo.
Con
estas piezas sobre el tablero, es imperioso no caer en la tentación
totalitaria (en términos de Jean
François
Revel):
el sistema democrático que supimos (supieron) conseguir no tiene por
qué terminar en el vertedero de la Historia, descartado sin más.
Jorge
Luis Borges afirmó
alguna vez, en una de sus clásicas boutades,
que la democracia no es más que “un abuso de la estadística”.
Es probable, pero, lamento decirlo, no hay a la vista otras reglas
del juego más ecuánimes y satisfactorias. Aún corriendo el riesgo
de parecer “antisistema”, superados los totalitarismos de corte
fascista y comunista, impensables en la mayoría de los países del
mundo las intervenciones militares sanguinarias que marcaron a fuego
el siglo XX, es hora de criticar y repensar la forma y el fondo del
“peor sistema político, exceptuando a todos los demás”, en
palabras de Winston
Churchill.
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