LA VERDADERA TRANSICIÓN QUE VIENE, Y NOSOTROS TAN LEJOS
La
distancia entre la gravedad del problema ecológico y su percepción
ciudadana es uno de los abismos más desgarradores del siglo XXI. Un
abismo que no es casual, sino que ha sido ideológica y culturalmente
incentivado durante más de un cuarto de siglo. La Cumbre de la
Tierra de 1992 inauguró una articulación sociedad-medio ambiente
bajo el paraguas de un nuevo concepto, el desarrollo sostenible. Un
concepto que nació explícitamente para sustituir una idea mucho más
fundamentada científicamente, pero políticamente más peligrosa,
que tuvo un cierto recorrido en los años setenta: los límites del
crecimiento.
El
desarrollo sostenible postula que se pueden armonizar la
sostenibilidad ambiental y la económica, definida esta última como
una actividad financieramente rentable. Desde el momento en que la
preocupación por evitar la degradación de la biosfera y la
acumulación capitalista se volvieron asuntos compatibles, el
marketing verde se tornó una obligación. De esta forma surge, en el
primer lustro de la década de los noventa, una explosión de
realidades institucionales (Ministerios de Medio Ambiente), bajo unos
parámetros más o menos homologados a nivel internacional y que
tienen en la idea de desarrollo sostenible su espina dorsal.
Pero
el desarrollo sostenible ha fracasado. En 2017 el naufragio del
proyecto se ha hecho patente en el hecho de que ni un solo indicador
socioecológico importante ha conocido mejora alguna tras 25 años de
acción institucional impulsada bajo este marco. Al contrario: en
términos globales, todos han empeorado. Que los eventos de educación
ambiental que promueven nuestras instituciones sean tan
insignificantes es consecuencia directa de una construcción
conceptual que nació muerta. Y lo hizo al aceptar, como premisa de
partida, aquella famosa línea roja de Bush padre marcó al aterrizar
en Río en 1992: "El modo de vida americano no es negociable".
Cuando la cuestión del sistema socioeconómico se convierte en un
tabú, lo ambiental, como nos advertía Naredo, tiende que rebajarse
a un lugar ceremonial y un mantra cosmético que no tiene apenas
efectos sociales constatables.
Por
todo ello, y como analiza Antonio Turiel, estamos
profundamente incapacitados para entender que el reto ambiental por
excelencia que va a enfrentar España en el próximo lustro se llama
Argelia. El
50% de nuestro gas proviene del país norteafricano, y por tanto
nuestra
matriz energética es radicalmente dependiente del suministro
constante de gas argelino. Desde el año 2014 la producción de gas
del país está en declive. Y lo está por limitaciones geológicas y
termodinámicas que un incremento de la inversión podrá burlar por
un tiempo corto, pero no superar. Más pronto que tarde el incremento
de su propio consumo interno negará a Argelia su condición de
nación exportadora. Entonces, países como España y Francia deberán
elegir: o transición energética nacional (con reducción de
consumos) o invasión militar. Este es el calibre de los verdaderos
problemas ambientales del siglo XXI.
Conectemos
con el tablero de juego de la política nacional. En los últimos
años se ha hecho popular la idea de que estamos en el umbral de una
segunda transición española. El sistema de turnos bipartidista,
afectado por el impacto de una crisis donde economía y ecología se
mezclan en un círculo vicioso, ya no es capaz de gestionar con
normalidad la diversidad nacional del Estado. Tampoco el descontento
ciudadano provocado por los recortes, la precarización de la vida
cotidiana, las expectativas de futuro frustradas o la creciente
exclusión social.
Pero
las turbulencias políticas de los últimos años, y las que están
por venir, son solo el oleaje de superficie de la auténtica tormenta
que se está gestando: el estallido de la burbuja inmobiliaria ha
sido el "síntoma hispánico" del agotamiento general de un
modelo económico y social que, durante siglos, se basó en la
depredación de un mundo vacío. Este esquema no volverá jamás
porque ahora habitamos un planeta lleno. Ante lo que se enfrenta
España, Europa y la humanidad en su conjunto es a la quiebra de un
modo de generar riqueza y cohesión social que ya no va a ser viable.
Desde el agua hasta el clima, pasando por la energía, la pérdida de
los suelos o el holocausto de biodiversidad, cualquier análisis
materialista fundamentado de la realidad, que no sea ecológicamente
analfabeto, concluirá algo parecido a esto: otro mundo es
inevitable.
Responder
a estos retos solo puede venir de la mano de una Gran Transformación.
Tan grande que será parecida a la vivida por nuestras sociedades con
la revolución industrial. Simplificando mucho, tres campos de tareas
van a marcar nuestro futuro: necesitamos otra relación con la
naturaleza, un nuevo sistema de intercambio de energía y materiales
que sea sostenible y basado en recursos renovables; pero esto tendrá
un recorrido corto si no viene acompañado de un modelo
socioeconómico diferente para dejar de vivir en sociedades tan
desiguales y que necesiten crecer para funcionar.
Por
último, esto será políticamente imposible si no tiene lugar un
cambio cultural, para aspirar a una vida buena más sencilla. Modelo
productivo sostenible, modelo socioeconómico desenganchado del
crecimiento y vivir bien con menos: este es el triple desafío de la
verdadera segunda transición española. Un triple desafío que va
transformar radicalmente desde nuestras costumbres hasta la forma de
nuestras ciudades. Desde los sectores productivos que actuarán como
locomotoras económicas hasta la idea de felicidad predominante.
Sin
embargo, nada garantiza el éxito de este proceso. Al contrario. Karl
Polanyi pensó que si había existido un fenómeno político con
condiciones objetivas para su surgimiento, ese fue el fascismo. Su
apunte cobra una actualidad insólita en un siglo XXI donde el
retorno de la escasez puede incentivar el lado más monstruoso de
nuestras sociedades. Y no se trata de hipótesis o política ficción.
Le Pen y Trump son ya las prefiguraciones políticas de una idea
terrible, pero que sintoniza bien con el nuevo escenario, y que si no
lo impedimos tendrá por desgracia mucho futuro: no hay para todos.
Cuando
un partido como Podemos establece como medida primera de su proyecto
de país la transición energética, apunta en la dirección
correcta. Pero su puntería falla al no poder asumir todavía, porque
seguramente no lo puede hacer su electorado potencial, la enorme
envergadura de un reto que no es solo revolucionario en lo técnico,
sino también en lo social y lo cultural. Y lo es porque debe ir
unido a algo tan radical que ni siquiera el socialismo real se lo
quiso plantear: una reducción planificada del tamaño de nuestra
actividad económica. Lo que en un sistema organizado
estructuralmente como una estafa piramidal, que necesita expandirse
para no derrumbarse, no se puede desligar de un enorme esfuerzo y un
cierto grado de sufrimiento social que habrá que gestionar.
Bajo
la amenaza de la guerra, Churchill ganó unas elecciones prometiendo
sangre, sudor y lágrimas. Todavía estamos muy lejos de que nadie
pueda ganar unas elecciones constituyentes prometiendo liderar la
segunda transición española del único modo que puede merecer la
pena: empobreciéndonos energética y materialmente para ganar en
justicia social y buen vivir. Lo que pasa por repartir mucho. Pero
también y más importante, por desear de otra manera. Que la gente
se anticipe a los hechos consumados de las guerras que vienen como
motor de la transición.
Esta
es una carrera a contrarreloj en la que las ciudades del cambio
juegan un papel esencial que todavía, en el ecuador de la aventura
municipalista, no han sabido asumir. Son los laboratorios donde
podemos ensayar una propuesta seductora de convivencia, basada en la
reinvención de lo común en clave de sostenibilidad ecológica.
Recuerden: un huerto urbano no cultiva solo hortalizas sino que es
sobre todo un símbolo. Como decimos en Móstoles, un lugar que
siembra economías, riega vínculos y cosecha otra ciudad para una
vida más plena.
Emilio
Santiago Muiño -eldiario.es
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