PENSAR DESDE LOS COMUNES: Redescubriendo el procomún
Las mujeres de Erakulapally, un pequeño pueblo
a dos horas de Hyderabad, India, extendieron una manta en el
suelo polvoriento y vertieron con delicadeza sobre ella sacos con
semillas de colores vibrantes y olor acre. Así formaron treinta
montones: su tesoro. Para estas mujeres (todas ellas dalit o
intocables, miembros de la casta social más baja y pobre de
la India) las semillas significan mucho más que solo semillas. Son
símbolos de su emancipación y de la restitución del ecosistema
local. Las semillas de cosecha propia han permitido que miles de
mujeres de pueblos pequeños de la región india de Andhra Pradesh
escapen de su destino de trabajo forzado y mal pagado y se reinventen
como agricultoras autosuficientes y orgullosas.
Cuando visité Erakulapally en 2010, bajo los
auspicios de la Sociedad para el Desarrollo Deccan, los precios de
los alimentos en India se estaban disparando a un ritmo del 18 por
ciento anual, generando malestar social y hambre en muchas partes del
país. Pero cinco mil mujeres con sus familias en setenta y cinco
aldeas de Andhra Pradesh tenían más que suficiente para cubrir sus
necesidades (dos comidas al día en lugar de una, como antes) y,
sobre todo, habían logrado la seguridad alimentaria sin necesidad de
recurrir a semillas genéticamente modificadas, monocultivos,
pesticidas, especialistas foráneos, subsidios gubernamentales ni
mercados inestables. La conquista de la soberanía alimentaria, como
se la llama, constituye un logro de suma importancia porque este
grupo está marginado a varios niveles: son mujeres, “intocables”,
rechazadas socialmente, pobres y campesinas.
Durante la Revolución Verde de las décadas de 1960
y 70, los gobiernos y fundaciones occidentales forzaron la
introducción del cultivo comercial de arroz y trigo a gran escala en
los países supuestamente en vías de desarrollo. Esto ayudó a
mitigar el hambre a corto plazo, pero también introdujo cultivos que
son ajenos a muchos ecosistemas indios y que requieren de pesticidas
costosos y dañinos. Estos nuevos cultivos también son más
vulnerables a las sequías y a los volátiles precios del mercado. La
verdadera tragedia es que la Revolución Verde desplazó los granos
tradicionales basados en el mijo, que generaciones enteras de
campesinos habían cultivado hasta entonces. Los gastos y lo
imprevisible del monocultivo comercial (además de los fracasos
financieros y agrícolas que generalmente conllevan) son las causas
infames de la epidemia de suicidios que doscientos mil campesinos
cometieron durante la última década.
Las mujeres de Erakulapally descubrieron que los
cultivos tradicionales son mucho más adecuados medioambientalmente
al entorno semiárido de Andhra Pradesh, y a sus regímenes de
precipitaciones y tipos de suelo, que las semillas occidentales
patentadas. Pero para recuperar las antiguas formas de biodiversidad
agrícola, tuvieron que pedirles a sus madres y abuelas que
rescataran del olvido cuantas semillas pudieran. Con el tiempo,
encontraron en áticos y cajas fuertes semillas suficientes para
iniciar la siembra y, finalmente, después de muchas cosechas,
lograron revivir su tradicional cultivo mixto. La práctica consiste
en sembrar seis o siete semillas diferentes en el mismo campo para
generar una especie de “seguro ecológico”. Más allá de que
llueva mucho o poco, o de si la lluvia llega demasiado tarde o
temprano, alguna de entre todas las semillas crecerá. Las
familias tendrán para comer, sea cual sea el clima, y lo lograrán
sin necesidad de comprar semillas caras y modificadas genéticamente
ni pesticidas y fertilizantes sintéticos.
La recuperación de la agricultura tradicional no
provino de una “transferencia tecnológica” o de investigación
agrícola subsidiada por el estado. Fue posible gracias a un proceso
autónomo y artesanal de recuperación de “la sabiduría del
pueblo” y del fomento deliberado de la colaboración social y del
intercambio de semillas. En los pueblos que comparten semillas, todos
los campesinos poseen hoy un conocimiento cabal de todos los granos
que utilizan, y cada casa cuenta con su propio “banco genético”
o colección de semillas.
“Nuestras semillas, nuestra sabiduría”,
dicen las mujeres, porque cada semilla es una cápsula de su
conocimiento. Nadie puede comprarlas ni venderlas; solo está
permitido compartirlas, prestarlas o intercambiarlas; y no se las
considera como “ingreso económico”.
Los aldeanos tienen una relación “social”,
cuasi mística, con las semillas y esa es la razón, sutil pero
importante, por la que las mujeres lograron emanciparse. “Cada uno
de los cultivos significa algo en la vida de una mujer”, dice P.V.
Satheesh de la Sociedad de Desarrollo Deccan. “Las semillas son
fuente de dignidad”.
El procomún de intercambio de semillas de Andhra
Pradesh ilustra una característica importante de lo comunal: que
puede emerger en casi cualquier lugar y ser sumamente generativo en
circunstancias inestables. No existe un inventario maestro de
comunes. Pueden generarse en el momento en que una comunidad decida
gestionar un recurso de manera colectiva, y preste particular
atención a la sostenibilidad, el acceso y el uso equitativos.
El título de este capítulo, “El redescubrimiento
del procomún”, tiene su lado irónico porque para cientos de
millones de personas en todo el mundo los comunes nunca han estado
ocultos, sino que han formado parte de sus vidas durante siglos y les
nutren cada día en forma de alimento, leña, agua de riego, pesca,
caza, frutos y bayas silvestres, y mucho más. Estos comunes, como
los de todos los pueblos indígenas, se suelen considerar invisibles
o de poca importancia, incluso al día de hoy. Los economistas dirán
que solo el mercado tiene el poder de satisfacer nuestras necesidades
básicas. Pero el “redescubrimiento” actual del procomún sugiere
otra cosa. Las sociedades industrializadas obsesionadas con el
mercado están comprendiendo gradualmente que el Mercado y el Estado
no son las únicas maneras de organizar la sociedad ni de gestionar
los recursos.
Pero el camino que lleva al entendimiento del
procomún demanda un esfuerzo de voluntad para reparar en las
particularidades, para ver el potencial creativo de las relaciones
sociales y abandonar la búsqueda de universales abstractos y
certezas predecibles. Lo comunal funciona porque las personas
llegan a conocer y experimentar las condiciones singulares de la
gestión de un recurso, y terminan dependiendo los unos de los
otros y encariñándose con este bosque o ese lago
o aquella parcela de tierra. Las relaciones que se crean
entre las personas y sus recursos importan.
Y la historia también importa. Las circunstancias
históricas, los líderes, las normas culturales y otros factores
concretos que están presentes en un momento determinado pueden ser
cruciales para el éxito de un comunal. Los comunes crecen y
persisten porque un grupo específico de personas desarrollan
prácticas sociales y corpus de conocimiento propios con el fin de
gestionar un recurso dado. Todos los bienes comunes son
especiales porque cada uno ha evolucionado con respecto a un recurso
o paisaje específico y a una historia local y unas tradiciones
particulares.
Consideremos las circunstancias poco probables en
las que surgió uno de los programas de software más populares y
exitosos de la historia: el bien común que conocemos como
GNU/Linux.
Linus Torvalds, un estudiante universitario
finlandés, decidió crear su propio sistema operativo
informático en 1991, cuando solo contaba con 21 años de edad.
Este era un proyecto ambicioso al punto del ridículo porque los
sistemas operativos son espantosamente extensos y complicados, algo
que solo las grandes corporaciones pueden permitirse dado su enorme
costo de producción y distribución. Pero Torvalds estaba harto del
precio y la complejidad de Unix, el programa principal para
servidores en aquel momento, por lo que se propuso construir un
sistema operativo que funcionara en su computadora personal. Por
suerte, Internet estaba popularizándose como medio para enviar
correos electrónicos y archivos (la World Wide Web o red
informática mundial aún no se había inventado).
Torvalds lanzó una versión inicial del programa
para un grupo online y, en cuestión de meses, recibió sugerencias
para mejorarlo y fragmentos de código de cientos de colaboradores
voluntarios. En el transcurso de unos pocos años, se había
establecido una comunidad colaborativa de varios cientos de hackers
para trabajar en el nuevo programa. Torvalds le llamó Linux,
juego de palabras que combinaba “Unix” con su nombre, “Linus”.
Varios años después, cuando el núcleo o kernel llamado
Linux se fusionó con una suite de programas conocida como GNU y
desarrollada por Richard Stallman, fundador de la Free Software
Foundation [Fundación para el software libre], nació un sistema
operativo completo que se podía usar en computadoras personales:
GNU/Linux, comúnmente conocido como “Linux”.
Esto significó una conquista sorprendente e
inesperada. Demostró que los amateurs podían crear un programa de
software de gran complejidad, pero también que Internet es una
infraestructura de servidores extremadamente productiva para la
colaboración social. Una comunidad virtual de hackers seleccionados
por ellos mismos, sin nómina ni estructura corporativa, se había
organizado para constituir un bien común tremendamente creativo,
innovador y basado en el mérito. Y lo increíble es que ¡funcionó!
El experimento con Linux sirvió de modelo
fundacional para lo que en general se conoce como producción entre
iguales orientada al procomún [commons-based peer production],
una forma de colaboración online que invita a un gran número de
personas a aunar fuerzas a través de plataformas de redes abiertas.
La manera de crear procomún de GNU/Linux conformó el modelo social
que luego inspiró proyectos colaborativos como Wikipedia (y cientos
de wikis menos conocidas) además de publicaciones especializadas de
acceso abierto, en las que las disciplinas académicas reclaman el
control sobre su trabajo a las editoriales comerciales para
convertirlo en contenido gratuito y compartible. Linux también hizo
posibles innovaciones recientes como las redes sociales; la
colaboración abierta distribuida o crowdsourcing para la
captación de fondos y la distribución de información; así como
proyectos de diseño y fabricación abiertos como el Global
Village Construction Set [set de construcción para la aldea
global], una colección de cincuenta modelos de equipamiento
agrícola económico fabricado bajo los principios del código
abierto.
El experimento de Linux desafió algunos de los
principios aparentemente inviolables de la economía. Demostró que
la interacción de individuos racionales movidos por el interés
personal negociando en el mercado no es la única manera de generar
riqueza. De hecho, comprobó que la “riqueza” en sí misma es
mucho más que grandiosas cantidades de acciones, bonos y efectivo.
La riqueza verdadera bien puede ser un recurso comunitario y el
complejo conjunto de relaciones sociales que la posibilitan. La
historia de Linux es prueba concluyente de que los comunes tienen
una gran capacidad generativa y son contemporáneos, completamente
prácticos y efectivos.
No existe una fórmula estándar o plantilla para
crear procomún; eso es lo que revela el análisis de cualquier
comunal determinado. Tampoco es el procomún ninguna utopía ni
panacea. El desacuerdo existe entre los comuneros; también los
choques de personalidades y los debates internos sobre qué funciona
mejor y qué es justo. Puede haber problemas estructurales de
gobernanza e interferencias políticas externas, pero el propósito
de los comuneros es resolver cuestiones prácticas y difíciles
como: ¿cuál es la mejor manera de regar estas veinte hectáreas
cuando el agua escasea?; o ¿cuál es la forma más justa de asignar
el acceso a una zona costera de pesca escasa? Los comuneros no temen
enfrentarse tampoco al problema de los holgazanes, gamberros u
oportunistas: individuos que quieren beneficiarse sin asumir las
responsabilidades correspondientes.
El quid de la cuestión es que el procomún es
un paradigma práctico para la gobernanza autónoma, la gestión de
recursos y el “buen vivir”. Los comuneros suelen negociar
resoluciones satisfactorias para alcanzar sus propósitos comunes
sin la intromisión de mercados ni burocracias gubernamentales. Se
esfuerzan por encontrar las mejores formas de gestionar un recurso
colectivo y procedimientos para crear normativas de operación
que funcionen. Comprenden la necesidad de establecer prácticas
efectivas para prevenir la sobreexplotación de su bosque, lago o
tierra de cultivo. Acuerdan asignaciones equitativas de tareas y
derechos. Y gustan de ritualizar e internalizar sus hábitos
colectivos y ética administrativa, que con el tiempo maduran en una
hermosa cultura.
La tendencia de algunas personas a “desertar”
de los acuerdos comunes y socavar los esquemas potenciales que, de
conformarse, beneficiarían a todos es un desafío constante. Estas
actitudes pueden plasmarse en la especulación privada sobre un
recurso colectivo o, peor todavía, en una caótica lucha libre que
lo destruya. A esta situación se la conoce como “problema de
acción colectiva”. Los científicos sociales pasan mucho tiempo
estudiando el motivo por el cual los problemas de acción colectiva
son tan difíciles de tratar y buscando la manera de resolverlos.
Es de mucha utilidad comprender que los comunes no
son solo cosas o recursos. Los que no están
familiarizados con la disciplina académica sobre el procomún
suelen cometer ese error, ya sean economistas que tienden a
objetivarlo todo o comuneros que creen que determinado recurso debe
gobernarse como un bien común (lo que yo llamo un “procomún
aspiracional”). Los comunes incluyen definitivamente recursos
físicos e intangibles de todo tipo, pero podemos definirlos con
mayor precisión como paradigmas que combinan una comunidad
determinada con un conjunto de prácticas sociales, valores y normas
utilizadas para gestionar esos recursos. Dicho de otra manera, el
procomún es un recurso + una comunidad + un conjunto de
protocolos sociales. Los tres elementos conforman un
todo integrado e interdependiente.
Desde esta perspectiva, la pregunta a plantear no es
si el Lago Rosa de Senegal o las bases de datos genómicas en
internet son comunales, sino más bien si una comunidad determinada
se encuentra motivada para gestionar un recurso como un bien común,
y si puede generar las reglas, normas y sanciones coercitivas para
hacer que el sistema funcione. Cuando se lee de esta manera, es
interesante considerar las categorías dudosas de fuentes de reservas
de uso común que pueden gobernarse comunalmente.
Un clan de fornidos surfistas de la costa norte de
Oahu (Hawái) comparte la pasión por remontar las gigantescas olas
de la playa de Banzai Pipeline. A esta playa se la ha comparado con
el Monte Everest del surf: un lugar donde los mejores van a probar su
temple y valor. No sorprende que haya disputas sobre quién
tiene derecho a montar qué olas, y hostilidad con los forasteros que
no respetan los protocolos de la práctica del surf que instauraron
los que allí viven. “Es un entorno peligroso, y si no hubiera
pautas de control autogestionadas, sería un caos”, le dijo Randy
Rarick, director ejecutivo de la competición Vans Triple Crown of
Surfing, a un periodista del New York Times. Otro surfista
señaló que “si una persona se cae sobre otra y la hiere, o si te
das un golpe y te lastimas, las consecuencias son graves”.
Para lidiar con estos problemas, un colectivo social
autónomo se agrupó bajo el nombre de Wolfpak [manada de lobos] con
el objetivo de gestionar el uso de un recurso local muy estimado pero
escaso: las enormes olas. Los miembros de Wolfpak establecieron sus
propias reglas para el uso seguro, ordenado y justo de las olas y
para mantener su propia comunidad. Ellos deciden qué olas le
corresponde montar a cada uno, y castigan a los que violan su código
social de etiqueta para el surf. Isaiah Helekunihi Walker,
catedrático de historia que ha escrito sobre la cultura surfer
de la costa norte, comentó: “Para los hawaianos, el respeto
es un concepto importante, sobre todo en el mar”. Cuando llegaron
surfistas australianos y sudafricanos a la playa jactándose de sus
destrezas, los oriundos de Pipeline no lo tomaron muy bien.
De vez en cuando hay conflictos entre surfistas,
particularmente entre locales y forasteros, lo que plantea preguntas
interesantes: ¿Quién es el administrador legítimo de la Pipeline,
los surfistas locales o las autoridades estatales que detentan el
poder legal para controlar la playa? ¿Las preocupaciones de los
oriundos deben primar sobre las de los extranjeros? ¿De quién es
ese comunal, en todo caso? ¿Y cuáles son las formas más
imparciales y efectivas de protegerlo?
El procomún de los Wolfpak se parece a algunos
vecindarios de Boston que han inventado sus propias reglas para
gestionar el estacionamiento en la calle durante los meses que nieva
en invierno. Cuando Boston sufre las inclemencias de las grandes
nevadas, inmediatamente se hace más difícil encontrar lugar en la
calle para aparcar el auto, lo que puede causar dificultades a
quienes no viven en casas unifamiliares con garaje. Por eso, en
algunos vecindarios, los residentes han redactado un acuerdo común
que establece que si un vecino se toma el trabajo de despejar con su
pala un montón enorme de nieve para crear un espacio de
estacionamiento, tiene el derecho de utilizarlo hasta que la nieve se
derrita. Y señalan su derecho a estacionar en un determinado lugar
colocando una silla plegable vieja y oxidada o algún otro artículo
del hogar estropeado en el espacio de estacionamiento vacío.
Es de lo más común que la gente que no es del
vecindario intente quitar las sillas y estacionar allí. O puede
ocurrir que algún vecino residente trate de meterse a hurtadillas en
el lugar de otro. Este es el clásico problema del oportunismo, y se
sabe que ha desencadenado peleas y conflictos. Es por eso que los
vecinos residentes quieren aplicar sus reglas informales no
estatutarias.
La catedrática Elinor Ostrom me dijo una vez que
eso era un comunal. Quedé perplejo. ¿Cómo? ¿Por qué? Me
explicó que las reglas de autoorganización del vecindario para
estacionar durante las nevadas representan “un acuerdo compartido
sobre la asignación de derechos de uso escasos”; en ese sentido,
es un comunal. Como la asignación de acceso a las grandes olas de
los Wolfpak, el “procomún de estacionamiento” de los vecinos de
Boston es un caso de autogestión efectiva.
Pero desde la perspectiva gubernamental, el procomún
de estacionamiento del vecindario es un caso de “tomarse la
justicia por su mano”. Los gobiernos suelen celar su autoridad y
comportarse con hostilidad frente a cualquier incursión, por pequeña
que sea, en su capacidad de crear e imponer políticas oficiales. Por
otro lado, la lección de Wolfpak y del procomún de estacionamiento
es que los comunes locales son capaces de proporcionar tipos de
gestión y orden que las burocracias gubernamentales y las leyes
formales no pueden. Acaso uno no pueda fiarse de los quitanieves de
Boston a la hora de despejar la nieve de las calles, y la aplicación
de las leyes de estacionamiento a manos del ayuntamiento también
puede ser poco fiable o costosa. Las autoridades hawaianas quizás no
quieran contratar a un policía o a un salvavidas para vigilar la
playa Banzai Pipeline (¿dejando así un vacío de gobernanza?), o
puede que dichas tareas se consideren poco prácticas o incluso
“nimias” para una gran burocracia.
¿Y los comuneros? Generalmente cuentan con grandes
reservas de conocimiento, imaginación, ingenio y compromiso. Es
probable que su gobernanza informal funcione mejor que las
formas oficiales de gobierno.
De hecho, como las negociaciones explícitas entre
comuneros se arraigan de tal forma que terminan convirtiéndose en
hábitos, la costumbre se transforma en una especie de “ley
vernácula” invisible. La ley vernácula se origina en las zonas
sociales informales de la sociedad (cafés, escuelas, playas, la
calle), y se convierte en una fuente de orden efectivo y de
legitimidad moral por derecho propio. Las normas sociales como la de
hacer cola (y castigar a los que se cuelan) y la de los buenos
modales en las comidas (no servirse la última porción) son una
especie de procomún pasivo que la mayoría hemos internalizado como
“así se hacen las cosas”. Dichas normas constituyen una forma
implícita de bien común para gestionar el acceso a recursos
limitados.
Cada uno de los comunes descritos anteriormente
surgió espontáneamente, sin la dirección ni la supervisión de
instituciones centralizadas ni gobiernos. Cada uno de ellos está
comprometido con causas colectivas mayores, al mismo tiempo que
brindan beneficios personales a los individuos. Ninguno está
motivado por el ánimo de lucro colectivo o personal, al menos no
directamente. En la mayoría de los comunes, de hecho, el mercado es
una presencia más bien periférica. Sin embargo, la producción real
y la gobernanza tienen lugar incluso sin la presencia directa de los
mercados ni del estado.
Lo bello del procomún como paradigma
“redescubierto” reside tanto en su generalidad como en su
particularidad. Encarna principios amplios (la participación
democrática, la transparencia, la equidad y el acceso para uso
personal), pero también se manifiesta en modos sumamente
idiosincrásicos. Por eso, me gusta comparar el procomún con el ADN.
Los científicos dirán que el ADN está ingeniosamente poco
especificado precisamente para que el código de la vida pueda
adaptarse a las circunstancias locales. El ADN no es de carácter
fijo ni determinista, es parcial y flexible, crece y se modifica. El
procomún se parece a un organismo vivo en cuanto a que coevoluciona
con su entorno y su contexto, y se adapta a las contingencias
locales.
Es probable que un bosque comunal en Vermont no se
parezca a uno en Nepal o en Alemania, porque difiere de los
ecosistemas locales, el tipo de árboles, las economías, las
historias culturales y muchas otras cosas. Y aún así los comunes en
cada uno de estos sitios son, no obstante, comunes: regímenes
estables para la gestión de recursos compartidos de manera
equitativa y para beneficio de los comuneros participantes. El
principio de “diversidad en la unidad” que encarna el procomún
es lo que hace tan versátil y poderoso al paradigma de los comunes
(y tan confuso para los economistas y los legisladores
tradicionales).
Lo que resulta crucial para la creación de
cualquier comunal, como mencioné antes, es que una comunidad decida
que quiere comprometerse con las prácticas sociales de gestión de
un recurso para el beneficio de todos. Esta práctica se conoce como
hacer procomún. El gran historiador de los comunes, Peter
Linebaugh, ha señalado que “no existe el bien común sin la
práctica de hacer procomún”. Es importante que
recordemos este aspecto porque subraya que el procomún no se
trata únicamente de recursos compartidos, sino que enfatiza las
prácticas y los valores sociales que concebimos para gestionarlos.
El ejercicio del procomún actúa como una suerte de
giroscopio moral, social y político que brinda estabilidad y
proporciona un centro. Cuando las personas se reúnen, comparten las
mismas experiencias y prácticas y acumulan un corpus de conocimiento
práctico y tradiciones, emergen circuitos sociales productivos que
crean modelos duraderos de energía social capaz de llevar a cabo
trabajo serio, y que proporcionan beneficios continuos a la
comunidad. En este sentido, el procomún se asemeja a un campo
magnético de energía moral y social. Puede que el campo de fuerzas
sea invisible para el ojo inexperto, y sus efectos incluso pueden
parecer mágicos. Pero ya es hora de enfrentar los hechos: el
procomún constituye un sistema versátil para organizar flujos
seguros de energía social productiva y creativa.
Traducido
por Georgina Reparado, editado por Susa Oñate
El redescubrimiento del procomún
es el primer capítulo de Pensar
desde los comunes,
el libro de David Bollier que buscamos traducir, liberar online y
publicar en formato físico mediante la red editorial agrupada en la
campaña de financiamiento colectivo Think
Global, Print Local.
No hay comentarios:
Publicar un comentario