LA LUCHA NO ES EL ÚNICO CAMINO
Las tres vías para el cambio social en tiempos de colapso
En las manifestaciones se ha vuelto recurrente gritar que la
lucha es el único camino. Se trata, supongo, de intentar convencer a los
espectadores y los pasivos, a las famosas mayorías silenciosas, para que
pierdan cualquier esperanza en el statu quo. Y se pasen en consecuencia al
bando de los que hemos decidido plantar batalla contra el orden existente. Sin
embargo, la lucha no es el único camino. En nuestra época quizá ni siquiera el
más importante. Si asumimos que cualquier forma de transformación social será
conflictiva, y por tanto ampliamos el criterio de lo que es lucha, tendríamos
que decir algo así como “las luchas (en plural porque hay muchas y de muchos tipos)
son los únicos caminos”.
Hace unos años me gustaba bastante una fórmula, a mi juicio
más elegante, que circulaba por ahí: la guerra social tiene mil frentes. No
obstante, una mayoría de militantes sigue manejando una idea restrictiva de
lucha como conflicto social directo. Y cuando se grita a pulmón abierto que la
lucha es el único camino se afirma, con el corazón en la garganta, que el
conflicto social directo es nuestra única posibilidad. Aquí conviene hacer unas
aclaraciones.
En la historia han existido, desde siempre, tres vías de
cambio social.
La primera es el conflicto. Este puede ser violento o no
violento, a través de las instituciones o a través de la acción directa, desde
partidos o desde sindicatos, movimientos sociales o, simplemente, explosiones
de gente colérica que está hasta los ovarios y los cojones de su vida diaria.
Hay muchas posibilidades, pero todas comparten un mismo esquema: una fuerza
social se enfrenta a otra fuerza social para imponer un proyecto.
La segunda es la pedagogía, también con muchas expresiones
distintas: desde la propaganda a la contrainformación, pasando por la música
comprometida o un libro. De lo que se trata es de crear conciencia,
modificar las ideas y los sentimientos de pertenencia de la gente para organizarla
en pos del cambio.
En último lugar está la propia mutación de las relaciones
sociales, especialmente en el ámbito de lo económico, pero también de la
cotidianidad: comenzar a organizar el trabajo y la vida diaria de una manera
alternativa. Aquí entraría un abanico muy amplio de prácticas, como el
movimiento cooperativo o la okupación de terrenos para autoconstruir viviendas.
Estas tres vías de cambio son y serán siempre necesarias. La
mayoría de las veces además, se dan entremezcladas. Pero actualmente solemos
dar una importancia central a las dos primeras, especialmente a la primera y en
una forma muy concreta: la de la movilización ciudadana (manifestaciones,
concentraciones, escraches…).
Paradójicamente, la infravaloración del cambio directo en
las relaciones sociales no se ajusta con las posibilidades de nuestra época.
Las circunstancias concretas de nuestros días hacen que el conflicto político
fuera de las instituciones esté muy limitado. El elevado nivel de control
social que ha alcanzado la represión, unido a la pérdida de legitimidad social
de la violencia generada por la implantación de los regímenes democráticos,
deja poco margen. Y si a alguien, a pesar del siglo XX y de los obstáculos
impuestos a los intentos de construir el socialismo en el siglo XXI, le quedara
todavía fe para intentarlo dentro de las instituciones se toparía pronto con
que estas están casi blindadas: secuestradas por una red de intereses
clientelares y, más importante, supeditadas a dependencias económicas que reducen
mucho la capacidad de maniobra de cualquiera que pretenda perturbar el sistema
desde dentro.
En cuanto a la pedagogía, es casi imposible que alguno de
nuestros proyectos pueda dejar de ser más que una gota en el mar de los
discursos del poder, que cuenta con todo el aparataje mediático de su parte,
además del control ideológico del sistema educativo. Sin embargo, sí existen,
en nuestra época, algunas ventajas a la hora de emprender procesos de
transformación económica o de la vida cotidiana: desde una pequeña capacidad de
ahorro, cada vez más irrisoria por supuesto, por parte de las clases populares
hasta una menor atención represiva.
Más importante es comprender el problema de fondo, que es
histórico. Los revolucionarios socialistas hemos heredado una imagen de la
transformación social inspirada en la Revolución Francesa. Sin embargo las
revoluciones burguesas solo dieron el estoque final a un decorado, mientras que
la sociedad ya se encontraba de hecho transformada, socavada por el desarrollo
del capitalismo, que estuvo más de 400 años minando, como unas termitas, el
mueble viejo del feudalismo.
Nosotros hemos pretendido actuar al revés, empezando la casa
por el tejado. Así en los momentos rarísimos en que hemos ganado nos hemos
topado con el problema de que tomar el poder político no significa transformar
una sociedad. Y pretender cambiar las relaciones sociales por decreto y por la
fuerza es un disparate, que ha llevado sistemáticamente al desastre y al
terror. Poniendo un ejemplo mucho más cercano, en la revuelta de 2008 en Grecia
los compañeros griegos se preguntaban “¿qué vamos a comer cuando terminemos de
asaltar todos los supermercados?”.
El conflicto tiene límites fundamentales que muchas veces no
somos capaces de ver. Y el punto crítico de cualquier revolución es siempre ser
capaces de producir de otra manera y que la vida sea otra cosa. Como estamos
todavía a años luz no solo de una revolución sino de la efervescencia social
griega, esta reflexión debe tomar otra forma más cotidiana. La primacía de la
vía conflictiva, la idea de que la lucha es el único camino, se concreta en que
hoy en día, y en una ciudad como Madrid, puede haber veinte movilizaciones, en
menos de un mes, convocadas por colectivos con los que tengamos una cierta
afinidad política. Si tuviéramos que ir a todas no podríamos, sencillamente,
hacer otra cosa. Movilizaciones que no solo se comen mucho tiempo y fuerzas de
sus asistentes, sino sobre todo de sus organizadores. Y que casi siempre son
infructuosas.
Así nos desangramos los militantes en lo supuestamente
urgente, que es siempre la movilización, sin nunca poder dedicar tiempo a lo
importante, que en este momento son tareas de un perfil menos conflictivo y
mucho más constructivo. Y es que nuestros proyectos son muy informales, muy
bandidos en el mejor sentido de la palabra y dependen mucho de personas
concretas. Esto es útil en un cierto contexto de lucha, porque son flexibles y
muy ágiles. Pero para otras realidades, en las que se necesita permanencia en
el tiempo, responsabilidad y roles definidos, protocolos de actuación, pericias
consolidadas, una administración eficaz y responsable tanto de dinero como de
cuestiones burocráticas que son muy absorbentes (y que no se puede ni rotar de
modo idealista ni esperar tampoco que la asuman un par de supervoluntarios que
sacrifiquen todo su tiempo libre en pos de la colectividad anticapitalista), la
cosa cambia.
Y no me refiero únicamente, que por supuesto lo hago, a
construir cooperativas. También, y casi más urgente, a adquirir los
conocimientos que nos permitan un día poder hacerlo en serio. O sentar las
bases organizativas que den estabilidad a nuestros colectivos e impidan que
prometedores núcleos de actividad anticapitalistas se derrumben a los tres años
como un merengue, con la gente que los conforma agotada, descreída,
traicionando sus ilusiones sin saber ni cómo[1]. Todo por quemar sus días
en una lucha que no sabemos ganar. Entre otras cosas, por obcecarnos en no ver
que hay un camino más allá de la lucha, un camino que es igual o más importante
que el mismo conflicto. Aunque este camino, mucho más invisible, no nos otorgue
cinco minutos de fama al final de un telediario, o no pueda convertirse en
el trending topic del día.
Uno de los problemas militantes al que más urge encontrar
una solución es la capacidad de absorción que este tipo de tareas tiene, que
afecta negativamente al desarrollo personal y biográfico de los activistas,
tareas que además te exponen al peligro objetivo de la represión, que el auge
actual del autoritarismo en las democracias occidentales ha vuelto más común y
evidente (multas, procesos judiciales, cárcel). Lo que antes de 2008
experimentaban en sus carnes solo grupúsculos muy combativos, pero muy
minoritarios, hoy es ya moneda corriente de una capa cada vez más grande de la
población a medida que la movilización se expande.
A estos obstáculos externos se les suman unas cargas de
trabajo voluntario perturbadoras, poco compatibles con una vida cotidiana
saludable, que en parte vienen de la propia naturaleza de una tarea tan difícil
como cambiar el mundo, pero en parte son favorecidas por diseños organizativos
fallidos y estrategias erróneas. Por todo ello, no es infrecuente que las
personas más válidas de los ambientes antagonistas sean trituradas por los
compromisos y el ritmo de la acción política muy mal planteada hasta verse
obligados a abandonar, lo que supone una enorme vía de agua por donde perdemos
fuerzas preciosas.
(Texto extraído del libro del autor No
es una estafa: es una crisis (de civilización), publicado por Enclave.
Originalmente publicado en el periódico digital mostoleño Voces del
Pradillo el 12 de mayo de 2014, así como en
el blog del autor.)
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