PÀGINES MONOGRÀFIQUES

21/3/16

Un camino que es igual o más importante que el mismo conflicto

LA LUCHA NO ES EL ÚNICO CAMINO
Las tres vías para el cambio social en tiempos de colapso

En las manifestaciones se ha vuelto recurrente gritar que la lucha es el único camino. Se trata, supongo, de intentar convencer a los espectadores y los pasivos, a las famosas mayorías silenciosas, para que pierdan cualquier esperanza en el statu quo. Y se pasen en consecuencia al bando de los que hemos decidido plantar batalla contra el orden existente. Sin embargo, la lucha no es el único camino. En nuestra época quizá ni siquiera el más importante. Si asumimos que cualquier forma de transformación social será conflictiva, y por tanto ampliamos el criterio de lo que es lucha, tendríamos que decir algo así como “las luchas (en plural porque hay muchas y de muchos tipos) son los únicos caminos”.

Hace unos años me gustaba bastante una fórmula, a mi juicio más elegante, que circulaba por ahí: la guerra social tiene mil frentes. No obstante, una mayoría de militantes sigue manejando una idea restrictiva de lucha como conflicto social directo. Y cuando se grita a pulmón abierto que la lucha es el único camino se afirma, con el corazón en la garganta, que el conflicto social directo es nuestra única posibilidad. Aquí conviene hacer unas aclaraciones.

En la historia han existido, desde siempre, tres vías de cambio social.


La primera es el conflicto. Este puede ser violento o no violento, a través de las instituciones o a través de la acción directa, desde partidos o desde sindicatos, movimientos sociales o, simplemente, explosiones de gente colérica que está hasta los ovarios y los cojones de su vida diaria. Hay muchas posibilidades, pero todas comparten un mismo esquema: una fuerza social se enfrenta a otra fuerza social para imponer un proyecto.

La segunda es la pedagogía, también con muchas expresiones distintas: desde la propaganda a la contrainformación, pasando por la música comprometida o un libro. De lo que se trata es de crear conciencia, modificar las ideas y los sentimientos de pertenencia de la gente para organizarla en pos del cambio.

En último lugar está la propia mutación de las relaciones sociales, especialmente en el ámbito de lo económico, pero también de la cotidianidad: comenzar a organizar el trabajo y la vida diaria de una manera alternativa. Aquí entraría un abanico muy amplio de prácticas, como el movimiento cooperativo o la okupación de terrenos para autoconstruir viviendas.

Estas tres vías de cambio son y serán siempre necesarias. La mayoría de las veces además, se dan entremezcladas. Pero actualmente solemos dar una importancia central a las dos primeras, especialmente a la primera y en una forma muy concreta: la de la movilización ciudadana (manifestaciones, concentraciones, escraches…).

Paradójicamente, la infravaloración del cambio directo en las relaciones sociales no se ajusta con las posibilidades de nuestra época. Las circunstancias concretas de nuestros días hacen que el conflicto político fuera de las instituciones esté muy limitado. El elevado nivel de control social que ha alcanzado la represión, unido a la pérdida de legitimidad social de la violencia generada por la implantación de los regímenes democráticos, deja poco margen. Y si a alguien, a pesar del siglo XX y de los obstáculos impuestos a los intentos de construir el socialismo en el siglo XXI, le quedara todavía fe para intentarlo dentro de las instituciones se toparía pronto con que estas están casi blindadas: secuestradas por una red de intereses clientelares y, más importante, supeditadas a dependencias económicas que reducen mucho la capacidad de maniobra de cualquiera que pretenda perturbar el sistema desde dentro.

En cuanto a la pedagogía, es casi imposible que alguno de nuestros proyectos pueda dejar de ser más que una gota en el mar de los discursos del poder, que cuenta con todo el aparataje mediático de su parte, además del control ideológico del sistema educativo. Sin embargo, sí existen, en nuestra época, algunas ventajas a la hora de emprender procesos de transformación económica o de la vida cotidiana: desde una pequeña capacidad de ahorro, cada vez más irrisoria por supuesto, por parte de las clases populares hasta una menor atención represiva.

Más importante es comprender el problema de fondo, que es histórico. Los revolucionarios socialistas hemos heredado una imagen de la transformación social inspirada en la Revolución Francesa. Sin embargo las revoluciones burguesas solo dieron el estoque final a un decorado, mientras que la sociedad ya se encontraba de hecho transformada, socavada por el desarrollo del capitalismo, que estuvo más de 400 años minando, como unas termitas, el mueble viejo del feudalismo.

Nosotros hemos pretendido actuar al revés, empezando la casa por el tejado. Así en los momentos rarísimos en que hemos ganado nos hemos topado con el problema de que tomar el poder político no significa transformar una sociedad. Y pretender cambiar las relaciones sociales por decreto y por la fuerza es un disparate, que ha llevado sistemáticamente al desastre y al terror. Poniendo un ejemplo mucho más cercano, en la revuelta de 2008 en Grecia los compañeros griegos se preguntaban “¿qué vamos a comer cuando terminemos de asaltar todos los supermercados?”.

El conflicto tiene límites fundamentales que muchas veces no somos capaces de ver. Y el punto crítico de cualquier revolución es siempre ser capaces de producir de otra manera y que la vida sea otra cosa. Como estamos todavía a años luz no solo de una revolución sino de la efervescencia social griega, esta reflexión debe tomar otra forma más cotidiana. La primacía de la vía conflictiva, la idea de que la lucha es el único camino, se concreta en que hoy en día, y en una ciudad como Madrid, puede haber veinte movilizaciones, en menos de un mes, convocadas por colectivos con los que tengamos una cierta afinidad política. Si tuviéramos que ir a todas no podríamos, sencillamente, hacer otra cosa. Movilizaciones que no solo se comen mucho tiempo y fuerzas de sus asistentes, sino sobre todo de sus organizadores. Y que casi siempre son infructuosas.

Así nos desangramos los militantes en lo supuestamente urgente, que es siempre la movilización, sin nunca poder dedicar tiempo a lo importante, que en este momento son tareas de un perfil menos conflictivo y mucho más constructivo. Y es que nuestros proyectos son muy informales, muy bandidos en el mejor sentido de la palabra y dependen mucho de personas concretas. Esto es útil en un cierto contexto de lucha, porque son flexibles y muy ágiles. Pero para otras realidades, en las que se necesita permanencia en el tiempo, responsabilidad y roles definidos, protocolos de actuación, pericias consolidadas, una administración eficaz y responsable tanto de dinero como de cuestiones burocráticas que son muy absorbentes (y que no se puede ni rotar de modo idealista ni esperar tampoco que la asuman un par de supervoluntarios que sacrifiquen todo su tiempo libre en pos de la colectividad anticapitalista), la cosa cambia.

Y no me refiero únicamente, que por supuesto lo hago, a construir cooperativas. También, y casi más urgente, a adquirir los conocimientos que nos permitan un día poder hacerlo en serio. O sentar las bases organizativas que den estabilidad a nuestros colectivos e impidan que prometedores núcleos de actividad anticapitalistas se derrumben a los tres años como un merengue, con la gente que los conforma agotada, descreída, traicionando sus ilusiones sin saber ni cómo[1]. Todo por quemar sus días en una lucha que no sabemos ganar. Entre otras cosas, por obcecarnos en no ver que hay un camino más allá de la lucha, un camino que es igual o más importante que el mismo conflicto. Aunque este camino, mucho más invisible, no nos otorgue cinco minutos de fama al final de un telediario, o no pueda convertirse en el trending topic del día.

[1] Nota
Uno de los problemas militantes al que más urge encontrar una solución es la capacidad de absorción que este tipo de tareas tiene, que afecta negativamente al desarrollo personal y biográfico de los activistas, tareas que además te exponen al peligro objetivo de la represión, que el auge actual del autoritarismo en las democracias occidentales ha vuelto más común y evidente (multas, procesos judiciales, cárcel). Lo que antes de 2008 experimentaban en sus carnes solo grupúsculos muy combativos, pero muy minoritarios, hoy es ya moneda corriente de una capa cada vez más grande de la población a medida que la movilización se expande.
A estos obstáculos externos se les suman unas cargas de trabajo voluntario perturbadoras, poco compatibles con una vida cotidiana saludable, que en parte vienen de la propia naturaleza de una tarea tan difícil como cambiar el mundo, pero en parte son favorecidas por diseños organizativos fallidos y estrategias erróneas. Por todo ello, no es infrecuente que las personas más válidas de los ambientes antagonistas sean trituradas por los compromisos y el ritmo de la acción política muy mal planteada hasta verse obligados a abandonar, lo que supone una enorme vía de agua por donde perdemos fuerzas preciosas.


(Texto extraído del libro del autor No es una estafa: es una crisis (de civilización), publicado por Enclave. Originalmente publicado en el periódico digital mostoleño Voces del Pradillo el 12 de mayo de 2014, así como en el blog del autor.)


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