EL AGUA QUE NOS UNE
En España, la
sequía condiciona la vida de más de 700 000 personas. Mientras en algunas
ciudades el agua sale con naturalidad en las fuentes públicas, en otros
territorios el caudal se ve a veces restringido por la escasez. Estas cifras no
solo hablan de una crisis hídrica, sino también de una crisis social: el agua
se ha convertido en un recurso en disputa y en un indicador de desigualdad.
El agua ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes. No solo es indispensable para la vida, también ha sido y (sigue siendo) una fuente de significados culturales, espirituales y emocionales. A lo largo de la historia y en diversas culturas, el agua se ha vinculado con la fertilidad, la calma, la renovación o la trascendencia. Muchos mitos de creación sitúan el agua como el principio del mundo, del mismo modo que numerosos rituales de purificación la emplean como medio para recomenzar y limpiar.
Ríos, lagos, mares y manantiales han sido a lo largo de la
historia escenarios privilegiados de contemplación y recogimiento. Espacios
para tomar distancia del ruido cotidiano y reencontrarse con lo esencial.
Hoy, en pleno contexto de crisis climática, con sequías
prolongadas, olas de calor extremo y episodios de contaminación que afectan
directamente a ríos y costas, esta relación con el agua adquiere una relevancia
nueva y urgente. El agua es un recurso en disputa y un reflejo de nuestra
vulnerabilidad como sociedad.
El agua en la vida
contemporánea
En pleno siglo XXI, esa relación persiste, aunque bajo nuevas
formas. El agua aparece en la vida urbana y cotidiana de maneras diversas:
quien corre junto a un río busca tanto ejercicio como introspección. Haruki
Murakami dice literalmente en su libro De qué hablo cuando hablo de
correr, en referencia al río Charles de Boston: “La gente se reúne en la
ribera de este río como atraída por un imán”. Quien se sienta frente al mar
encuentra un espacio para meditar; incluso el sonido de una fuente en la ciudad
ofrece un respiro, una pausa en medio de la prisa.
Estudios recientes sobre espacios azules han
mostrado que el contacto regular con entornos relacionados con el agua (incluso
en ciudades) reduce el estrés, mejora el ánimo e incluso contribuye a la
recuperación psicológica tras periodos de enfermedad, estrés, soledad, duelo…
El agua proporciona descanso, bienestar y una manera de reconectar con uno
mismo y con el entorno.
Lugar de encuentro y
socialización
La relación del ser humano con el agua va mucho más allá de
lo material. Además de sostener la vida, el agua organiza la convivencia: genera
vínculos, articula encuentros y ofrece marcos comunes para celebrar, recordar o
simplemente estar juntos.
Las orillas de ríos, lagos y mares han sido, históricamente,
espacios donde las comunidades se reconocen y socializan. En las ciudades, el
agua conserva ese papel de articuladora social: una fuente invita a detenerse,
un estanque en el parque se convierte en escenario de juegos infantiles, y las
riberas de un río urbano atraen tanto a quienes buscan calma como a quienes practican
deporte. En los entornos rurales, lagos, embalses y manantiales mantienen
la vida comunitaria, acogen fiestas, reuniones vecinales y refuerzan la
identidad local.
Las playas, por su parte, representan el ejemplo más
universal de este carácter compartido: millones de personas coinciden cada
verano en torno al mismo escenario, compartiendo experiencias. Allí, lo privado
y lo público se entrelazan en un mismo espacio, lo que convierte al litoral en
un punto de encuentro masivo.
Así, el agua no es solo parte del paisaje: es un
elemento social clave. Marca ritmos (temporadas, horarios y usos), multiplica
las oportunidades de encuentro y aporta identidad cultural. Del ocio al
deporte, de la contemplación a las celebraciones multitudinarias; el agua sigue
siendo un bien común donde se construyen las comunidades y se transmiten
experiencias.
Agua y sociedad en el
siglo XXI
En un mundo acelerado, hiperconectado y dominado por
pantallas, el agua ofrece lo contrario: invita a la pausa, al ritmo lento, a la
contemplación y al encuentro. Nos recuerda tanto nuestra vulnerabilidad
frente a la escasez como nuestra capacidad de resiliencia y de hallar un
equilibrio.
Cada vez más se habla de una “nueva
cultura del agua”, un cambio de paradigma: del agua entendida como un
recurso meramente productivo a un bien común, cuya gestión requiere enfoques
ecosistémicos, participación ciudadana y principios de equidad social.
Este enfoque amplía la mirada con las siguientes
perspectivas:
- Acceso
justo y seguro a espacios acuáticos de calidad. No se trata solo de
regular consumos o caudales: el acceso cotidiano a riberas, playas,
canales y fuentes actúa como determinante social de la salud.
- Protección
ecológica con reconocimiento del valor cultural y social de las orillas.
Salvaguardar ríos, lagos y costas no es solo conservación biológica; es
también salud pública, cohesión e identidad.
- Del
recurso al derecho. El agua no es únicamente naturaleza: estructura la
vida comunitaria y está reconocida como derecho humano (agua potable y
saneamiento), lo que implica obligaciones de no discriminación,
asequibilidad y accesibilidad.
Desde esta perspectiva, diseñar ciudades con riberas
accesibles, fuentes habitables o playas urbanas seguras deja de ser un lujo
para convertirse en una política pública de salud y bienestar.
Este debate también plantea una pregunta clave sobre
planificación urbana y justicia ambiental: ¿quién tiene acceso a los espacios
acuáticos y quién queda excluido? En muchas ciudades, las zonas ribereñas se
privatizan o transforman en espacios de consumo, limitando su función como
bienes comunes. Incorporar esta dimensión permite entender el agua no solo como
recurso natural, sino como derecho colectivo.
Preservar un bien
común
Cerca del agua se desarrollan nuestras experiencias
colectivas: descansar, encontrarnos, estar con nosotros mismos y con los demás…
En tiempos de incertidumbre, el agua nos devuelve a lo
esencial: el bienestar no se construye de manera aislada, sino en espacios
compartidos. Por eso, cuidar las orillas (urbanas o rurales, marinas o
fluviales) no es solo un gesto medioambiental: es preservar uno de los últimos
bienes comunes capaces de sostener nuestra vida social, cultural y emocional.
El futuro de nuestra relación con el agua no está solo en
las políticas de gestión o en las infraestructuras hidráulicas, sino en la
capacidad de reconocerla como un bien común y como un vínculo social, cultural
y emocional que nos une. En su cuidado está no solo la salud de los
ecosistemas, sino también el bienestar y la cohesión de nuestras sociedades.

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