GENTE QUE NO QUIERE VIAJAR A MARTE
Ensayos sobre ecología,
ética y autolimitación
Gente que no quiere viajar a Marte contiene
multitud de imágenes y citas y está compuesto con el estilo característico de
Riechmann: una escritura que el lector encuentra como un escenario donde se
mueven otras voces procedentes de diversas disciplinas —poesía, coplas,
ensayos, novelas, noticias de diarios, artículos científicos— que nos invitan a
pensar de forma sistémica, huyendo de los nichos de conocimiento que tanto se promueven
hoy día. El libro está prologado por José Manuel Naredo, sobresaliente
economista y maestro de científicos sociales.
Gente que no quiere viajar a Marte analiza tanto las condiciones físicas y materiales de los viajes espaciales como sus dimensiones simbólicas. Para ello apela a la condición del ser humano en su finitud y sus múltiples intentos de huida, en una doble dimensión tanto antropológica como ecológica.
Finalmente, desde un prisma más propositivo, Riechmann apunta hacia una ética de la autocontención en cuyo marco pueda buscarse la vida buena de todos los seres capaces de vida buena: lo cual sólo será posible si habitamos una ética conforme a los límites biofísicos de nuestro planeta.Riechmann identifica un impulso prometeico que, acrecentado por
el capitalismo fordista, pretende dominar toda naturaleza y acaba aplastándola
en alta medida. Este «nuevo utopismo tecnológico» ignora los límites biofísicos
e intenta traspasarlos. El concepto clave con el que el autor entiende estas
pretensiones es el de un «movimiento de huida antropófuga» que sobrepasa los
límites en una doble dimensión: antropológica y ecológica. Los primeros
capítulos están centrados en el debate en torno a la naturaleza humana y la
crítica hacia posturas que son incompatibles con el reconocimiento de la
condición finita del ser humano.
Riechmann distingue dos formas de pensamiento antropófugo
cuando afirma que se huye «…a veces hacia la bestia, a veces hacia el ángel».
Por un lado, identifica el ideal del animal prehumano, defendido por pensadores
como John Zerzan (aunque la crítica a éste probablemente requiera cierta
actualización) y por el otro, la aspiración del hombre-máquina modificado por
medios tecnológicos, horizonte apoyado por muchos tecnoentusiastas.
El camino que representa Zerzan supone una mirada nostálgica
hacia el pasado, culpando a la sociedad y a la cultura por los males frente a
los que nos encontramos hoy en día. Riechmann identifica estas posturas con una
peculiar lectura del mito del buen salvaje de Rousseau, pero señala que se va
un paso más allá: «En el neorrusoniano Zerzan, no basta con esa extirpación de
la ciencia: además hay que arrancar el lenguaje, la capacidad simbólica, el
arte». No obstante, en intervenciones posteriores este autor reconocía que
civilizaciones semi-agrarias y semi-pastoriles como por ejemplo la céltica le
parecían aceptables (Dark Mountain - 2013).
A la otra forma de huida antropófuga le dedica más tiempo Riechmann, pues va más en consonancia con el tema central del libro. El autor sitúa en la Revolución Industrial un importante cambio en la relación que tiene el ser humano con su entorno natural y las máquinas. A partir de este momento va surgiendo la «idea de la sociedad industrial como inmenso autómata», como analizaron en su momento Carlyle y Mumford.
Las teorías
mecanicistas impulsadas por ciertos planteamientos racionalistas han pintado un
horizonte donde el progreso va siendo sinónimo del perfeccionamiento mecánico
del hombre. Riechmann habla de esta cuestión en términos de una fantasía que se
orienta contra la naturaleza humana: «En el anhelo de ser máquina se manifiesta
una terrible dimisión de la libertad humana, libertad que está vinculada con
dos rasgos básicos de nuestra condición: la imperfección, por un lado; la apertura
a lo inesperado, por otra parte».
En el segundo capítulo el profesor de
la UAM recoge el título que Carbonell y Sala ponen a su libro Aún
no somos humanos para plantearse esa afirmación como pregunta. Frente
a propuestas como las de estos dos prehistoriadores cuya única salida posible
es la fuga (ya sea hacia la bestia o hacia el ángel), el libro recoge
diferentes perspectivas más acordes con la concepción del ser humano como criatura
fronteriza. Un punto revelador donde Riechmann se detiene es el privilegio
sistemático que se ha concedido a la técnica, desde posturas que asumen que
sería esta faceta la que nos convierte propiamente en seres humanos.
Acudiendo a Mazlish y a Freud saca a colación el fondo
último de ese impulso que se venía dando desde la Revolución Industrial y el
mecanicismo: la aspiración a ser dioses fuera de la finitud. Señala el autor:
«Sólo a los idiotas la vulnerabilidad de la carne humana les parece inferior a
las bruñidas superficies de las máquinas, con su falaz promesa de permanencia.
Un corte en la garganta acaba con la vida de un hombre o una mujer, pero un
corte de luz acaba con las ilusiones de inmortalidad del cyborg. Allá los
necios que prefieren engañarse fantaseando con un mundo sin entropía».
Riechmann, siguiendo a ecólogos como Margalef o
psicoanalistas como Pereña, reivindica la voz, el lenguaje y el discurso como
elementos indispensables para pensar la naturaleza humana. Sostiene que «la
única opción que nos queda es intentar volver a estar en casa dentro del lenguaje»
y continúa: «en la lengua común que, gracias a su carácter esencialmente
metafórico, queda siempre abierta a la contingencia y la novedad». La apuesta
de Riechmann apunta a una concepción de la naturaleza humana centrada en sus
imperfecciones y alejada de la máquina, más pendiente de las contingencias y el
lenguaje y apartada de los infinitos y la técnica.
Tras desarrollar algunas ideas sobre la condición fronteriza
del ser humano, el autor nos invita a pensar las condiciones limitantes de
nuestra biosfera. Para ello acude a los años setenta del siglo anterior, cuando
se llevó a cabo un intenso debate a escala global como consecuencia de los
primeros informes al Club de Roma, sobre todo el primero: The Limits to
Growth (elaborado con cinco variables clave: inversiones
(industrialización), población, contaminación, recursos naturales y alimentos).
«La cuestión que en 1972 se pone sobre la mesa, catalizando un debate mundial,
es que no resulta posible el crecimiento infinito dentro de una biosfera
finita».
Los resultados de las diferentes simulaciones mostraron la
necesidad de una respuesta ecológico-social a la altura de las circunstancias y
en un plazo de tiempo no muy lejano. Buscando soluciones, Riechmann acude a la
economía homeostática de Daly, situándola en coherencia con las advertencias de
los informes mencionados. «Se trata de una economía de reproducción simple, que
evite conscientemente la reproducción ampliada del capital: ello exige
mecanismos de control social de la inversión. En semejante economía resulta
mucho más importante redistribuir que pretender seguir creciendo».
La creencia desmedida en los avances tecnocientíficos acaba
dando crédito a un futuro en el que, en el peor de los casos, podríamos habitar
otros planetas o extraer recursos de aquellos cuando en el nuestro se acaben.
Estas ensoñaciones están preñadas de fantasía, ya que ignoran los límites
biofísicos y ponen en un jaque mate forzado a la civilización humana y otros
seres vivos. La miopía que se desprende aquí es consecuencia del espíritu del
capitalismo: «Si hubiera que decir en tres palabras cómo se comporta el
capitalismo con los ecosistemas y los sistemas humanos, serían aproximadamente:
llegar, extraer, marchar». Como ya venimos señalando en paralelo con el autor,
estos comportamientos ignoran lo ineludiblemente limitados que somos: simios
averiados.
Riechmann repasa los límites a los que nos vemos enfrentados: límites biofísicos, límites de la ciencia y de la tecnología, límites de la racionalidad y límites biológicos. Los límites biofísicos vienen determinados, en última instancia, por la segunda ley de la termodinámica, la ley de la entropía. Ésta explica que la materia-energía, durante los procesos en los que se ve envuelta, pierde parte de su capacidad de aprovechamiento por el ser humano.
Asumir esto de verdad (como propuso Georgescu-Roegen desde 1960)
supone un cambio de paradigma con respecto a las teorías económicas neoclásicas
ancladas en un mecanicismo trasnochado: si somos conscientes de que cada vez
disponemos de menos energía que podamos aprovechar, no es coherente seguir
pensando en los recursos como bienes ilimitados.
Los límites de la ciencia y de la tecnología están relacionados con nuestra propia actividad cognitiva. En diálogo con Rescher y Hanson, el autor señala que «lo que percibimos depende tanto de las impresiones sensibles como del conocimiento previo, las expectativas, los prejuicios y el estado interno general del observador». Riechmann en este lugar advierte que incluso la ciencia guarda sesgos que impiden acercarnos a la realidad con una verdad prístina.
Y, por ende, la relación del conocimiento con las prácticas
científicas es mucho más compleja ya que hay siempre una fuerte labor de
interpretación. En conexión con lo que comentamos, inserta los límites
racionales ejemplificándolos con el teorema de la incompletud de Gödel que nos
advierte: «una teoría aritmética no puede ser a la vez consistente,
axiomatizable y completa (tres requisitos que intuitivamente exigiríamos a
cualquier aritmética “perfecta”»).
En la parte propositiva del libro, el autor de la trilogía
de la autocontención pone el foco en el concepto de autolimitación entendido de la siguiente manera: «Reconocer un límite significa reconocer la
integridad de lo que se delimita. En el reconocimiento de esa integridad de lo
ajeno va implícita una renuncia a las ilusiones de omnipotencia del yo: se
trata de un acto de autolimitación». Los últimos capítulos de Gente que
no quiere viajar a Marte hacen un recorrido por diferentes corrientes
y pensadores de diversos momentos, lugares y tradiciones, que tienen cosas
importantes que decir en lo que respecta a esta cuestión de la autolimitación.
Entre estas aportaciones puede verse el concepto de las nuevas comunidades de Sacristán, que se apoyan en una racionalidad alternativa centrada en el equilibrio; la racionalidad acotada de Simon, que también lucha contra el impulso de maximización de la racionalidad económica dominante; o la «construcción de una comunidad basada en las diferencias» de Barcellona.
Finalmente, hace una reflexión en torno a los Ensayos de
Montaigne que ilustra a la perfección esta cuestión: «Con las herramientas en
la mano, pero desapegado de ellas; consciente de que el huerto quedará
inacabado —en muchas ocasiones otros seguirán cuidándolo—; y alegre por haber
sabido construir; en el breve plazo de la vida humana, un jardín imperfecto».
En conclusión, esta obra aborda con elegancia intelectual las teorías que se alejan de nuestras condiciones básicas de vida fomentando espejismos que desembocan en descuidar y maltratar nuestro planeta. En una situación urgente de multicrisis tanto ecológicas como sociales, la vuelta de este libro al mercado editorial nos parece fundamental para avanzar hacia formas de vida que nos comprometan con lo que somos y donde vivimos.
Actualmente los idearios que apuntan a estrategias para colonizar otros
planetas y viajar a ellos con el fin de vivir o extraer recursos energéticos
está en auge en gobiernos de países ricos. Esperamos que, con la nueva edición,
este libro sea leído y así ayude a establecer diques de resistencia para
aquellas personas que, efectivamente, no queremos viajar a Marte.
Militante en
cuestiones ecosociales y profesor de Ética y Filosofía Política en la
Universidad Autónoma de Madrid. Autor de la trilogía de la autocontención Gente que no quiere viajar a Marte (2004),
Un mundo vulnerable, (2000); Todos los animales somos hermanos, (2003).
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