CUESTIÓN DE VALORES
Muy al contrario de la moral masónica, según la cual es el egoísmo, la inmediatez del resultado y el mínimo esfuerzo el que mide la idoneidad de una decisión, que luego se convierte en acción y en resultado, sin importar las consecuencias, son justamente esos valores los que están en crisis en la sociedad actual.
De hecho, estos principios son los que fundamentan la filosofía del sistema capitalista, curiosamente sustento de todos los sistemas democráticos conocidos y la inteligencia pasa a segundo plano, al basar el individuo sus planes en reglas simples, que no necesitan mucha investigación y que, muchas veces se basan en la experiencia, bastando un éxito final (real o subjetivo) o un modelo que nos señale que la competitividad es la clave de que una acción tenga valor o no.
Uno de los inconvenientes de estos principios es
que el error se considera algo denostado y despreciable, sin valor alguno para
quien lo comete y que, muchas veces, se pasa por alto, de modo que volverlo a
cometer es cuestión de tiempo y con efectos más destructivos.
Esta lógica de acción, que sigue gran parte de la población,
sometida a la manipulación de la masa, sostiene todo el equilibrio de la
desigualdad social por ignorancia y relativismo absurdo, y digo absurdo porque
quien cree ganar en realidad pierde la oportunidad de aprender y crecer
espiritualmente como ser humano, para ser cada vez más bruto, estúpido,
impulsivo, agresivo, peligroso e incluso letal para sus congéneres, en casos
donde la acumulación de poder es excesiva. Se puede decir que, en estos casos,
no existen los valores y los que se creen que son primordiales no son más que
valores de sectas ideológicas que caen en el fanatismo que aíslan al individuo
en el miedo al mundo y a otros seres humanos.
Los valores que nos sostienen como tales se fundamentan en
el respeto, la empatía, el amor incondicional, la generosidad y la conciencia.
El primero supone que se parte de que los demás no piensan, ni sienten, ni
reaccionan ni tienen las mismas emociones que nosotros sobre los mismos temas,
lo cual no nos hace precisamente más inteligente que ellos; implica reconocer
que en la diferencia reside la riqueza de la sociedad humana como tal,
aceptándola y entendiendo el mundo subjetivo como una figura de infinitos
lados, desde los cuales la visión de un hecho puede ser completamente distinta,
incluso de aspectos que no podemos ver por nosotros mismos; respetar implica
reconocer que no tenemos el dominio de la verdad y que profundizar en ella nos
sumerge en el mundo de la ignorancia infinita, razón por la que nos tendríamos
que volver cada vez más humildes y dejar ese ego en el recuerdo.
La empatía, muy ausente en perfiles narcisistas y
psicópatas, tan frecuentes hoy en día, incluso en personas aparentemente
normales y cercanas, es sentir cómo se siente el otro, entender el proceso por
el que ha llegado a desarrollar ciertos patrones desadaptativos y no juzgarlo
ni condenarlo, pues eso forma parte de su proceso de aprendizaje, quiera
avanzar en la lección de vida o desee repetirla eternamente, pues es su libre
elección. La empatía nos une y nos descubre, al mismo tiempo, que, en realidad,
a pesar de ser tan diferentes, somos más parecidos de lo que pensábamos, lo
cual nos hace menos agresivos, competitivos y nos convierte en seres más colaborativos.
El amor incondicional es la capacidad de aceptar al otro tal
como es, sin quitarle ni añadirle absolutamente nada; implica ayudar,
comprender, ofrecer apoyo y cariño, pero también tener el valor de decir la
verdad sin temor a ésta y saber poner límites a los demás, cuando nos sentimos
atacados o invadidos, pues no es posible su existencia si no nos amamos a
nosotros mismos, siguiendo esas reglas.
La generosidad consiste en compartir lo que en realidad no
nos pertenece y es de todos; a pesar de que no significa que demos sin medida
alguna, ha de ser valorada por quien la recibe en la mayoría de los casos,
sobre todo en los casos de ayuda, que sólo son posibles si quien la recibe
tiene en su mente la intención de cambio y evolución, dado que si esto no se
da, nuestro esfuerzo será en vano; no olvidemos que quien toma las decisiones
es cada uno de nosotros, al tomar el timón de su existencia, para su bien o
para su mal.
La conciencia, finalmente, es lo que nos permite desarrollar
la metaconciencia de que existe un orden superior al humano, que nos gobierna y
que nos convierte en la unidad cósmica, a pesar de que muchos no crean ni que
exista.
El conocimiento, por lo tanto, no es el resplandor de la luz
(Lucifer), sino el proceso en sí del descubrimiento del ser humano de su propia
esencia, que se da en estadios infinitos. El sueño o la fantasía se cuelan tan
fácilmente como el modo perfecto de huir de las dificultades y de las
cuestiones que el tiempo no nos resuelve en la medida de lo esperable,
dependiendo de nuestras necesidades, muchas de ellas innecesarias.
La verdad es lo que nos conduce a la libertad, mientras la
mentira y la ignorancia nos llevan a la esclavitud. Son estos principios, que
incluso aparecen en el nuevo testamento, los que la cultura masónica desea
erradicar, convirtiéndolo en algo peligroso. ¿Podría explicar esto la obsesión
en la censura de ciertas ideas que se consideran incendiarias para quien no las
sostiene por terror a la verdad y al vacío intelectivo de su existencia?
Quien sostiene estos principios actúa con firmeza, con
disciplina, con paso firme y no le tiembla el pulso a la hora de seguir
avanzando, pues su conciencia, su limpia conciencia, le hace vivir con total
seguridad; sus principios se sustentan en la fe que les permite ver el mundo
físico más allá de sus apariencias, entender la finalidad de su existencia y
lograr llenarse de esa energía imaginativa, que es la energía que creó el
universo, es decir, Dios. Quien se interna en este camino ya es sencillamente
imparable, porque es tal su fuerza que con su amor puede vencer a todos los
enemigos, el verdadero peligro para quienes nunca lo han experimentado, gran
parte de la población.
Muchos llaman a estos sujetos iluminados o elegidos, y sí lo
son pues se convierten en los soldados y defensores de la verdad, de un arma
tan terrible y peligrosa que su sola presencia, sin que se sepa qué es en
realidad, silencia a los que mienten y matan por sus falsedades si es
necesario, sin darse cuenta de que dicha verdad es eterna y que seguirá
existiendo, hagan lo que hagan. Es un destino, un fin necesario para salvar a
quien esté dispuesto a hacerlo, siguiendo el proceso de la vida, que es un
proceso de evolución y de crecimiento, bien hacia el cielo y más allá de las nubes,
o hacia abajo e incluso al calor insoportable del fuego que dicen alimentan el
mismo infierno, donde la muerte se convierte en una pesadilla que acaba por
encadenarte para la eternidad.
La frivolidad, la superficialidad en los juicios, la
crueldad, el cinismo, la hipocresía, la falta de criterios personales
consistentes, de análisis lógicos, de autocrítica, la incapacidad de aceptar el
hecho de perder como el hecho de ganar, el desprecio por el conocimiento
cosechado por el otro, la aceptación de la mentira, incluso como arma para
destruir a nuestro enemigo e, incluso, el fanatismo que nos lleva a odiar a
quienes no piensan como nosotros, es lo propio de las sectas, en las que
millones de personas viven día a día (movimientos feministas, de izquierda, LGTBI
y otros) como perros rabiosos que ya no son seres humanos, dispuestos al
desguace de la carne. Es lo que persigue quien, desde el gobierno de la
estupidez, no soporta que destruyan su esfinge, hecha con el dolor de los que
se sometieron a su furcia ignorancia.
Todo es cuestión de valores, de que estos valores se enseñen
en los colegios a los niños, de que sus padres practiquen con el ejemplo
(sentimiento=pensamiento=palabra=acción) y de que seamos capaces de
defenderlos, porque forman parte de nuestra esencia más íntima y profunda. De lo
contrario, la sociedad humana dejará de serlo y se convertirá en una masa rota,
donde sólo quedará devorar lo que quede en buen estado, esperando la muerte, la
guadaña de la inconsciencia y la adoración final hacia nuestro propio
sufrimiento, el cual nos helará el aliento, a menos que despertemos.
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