PÀGINES MONOGRÀFIQUES

5/6/23

Tener, hacer y estar son aspectos presentes en la evaluación de la calidad de vida

LA VIDA BUENA DESDE UN ENFOQUE ECOSOCIAL    

La revista «Papeles de relaciones ecosociales y cambio global» recoge un texto firmado por el equipo de FUHEM titulado: Por un enfoque ecosocial para el estudio de la vida buena.

El artículo parte de plantear la pregunta de qué se puede entender por bienestar, calidad de vida o vida buena en el contexto de crisis ecosocial en el que nos encontramos. Así, tras analizar los conceptos de felicidad, bienestar y nivel de vida se detiene a examinar la noción de calidad de vida, que corrige el reduccionismo de visiones anteriores, y la sitúa en el actual contexto de crisis ecosocial para identificar un modo de vida productivista y consumista –el capitalista– que impide el avance en la calidad de vida de forma justa y generalizada tanto de los sistemas naturales como sociales. De aquí se deriva el desarrollo de un enfoque ecosocial de la calidad de vida.

El siglo XX ha sido el siglo de la expansión de la civilización industrial capitalista. En el trascurso de este periodo, particularmente a partir de su segunda mitad, se han acelerado los ritmos de extracción de recursos y de emisión de residuos asociados a la actividad económica, dotando a las sociedades humanas de una elevada complejidad y una destructividad nunca vista. Estas circunstancias nos han conducido, ya en el siglo XXI, a un escenario inédito de extralimitación y desigualdades. Un escenario en el que converge la creación de escasez relativa que genera el capitalismo con la escasez absoluta sobrevenida de recursos estratégicos, pérdida irreversible de biodiversidad y desestabilización abrupta del clima.

La magnitud que ha alcanzado la actividad económica en relación con la biosfera y el tipo de metabolismo socioeconómico que la civilización industrial capitalista ha extendido por todo el planeta proyectan sobre la humanidad una amenaza existencial. En este escenario, con las restricciones que impone, debemos cuestionar el modo de vida que nos ha conducido hasta él y preguntarnos: ¿qué cabe entender por bienestar, calidad de vida o vida buena en el contexto de crisis ecosocial en el que estamos?

A pesar de haber recibido juicios variables a lo largo de la historia, la idea amplia de bienestar  (de bien y estar) es algo que ha preocupado al ser humano durante toda su existencia. Se podría decir que tener acceso a una vida buena es, al fin y al cabo, el mayor objetivo de los seres humanos. Forma parte de nuestra naturaleza querer vivir bien; querer tener una vida buena, una vida de calidad, una vida con bienestar. Es algo que, en el fondo, y como sostenía Aristóteles, deseamos siempre por encima de cualquier otra cosa: es el fin último de la actividad humana, el bien perfecto por excelencia.

Sin haber estado nunca sujeto a un enclave epistemológico determinado, la cuestión de la vida buena ha sido abordada a lo largo de la historia desde diferentes esferas del conocimiento, siendo mayoritariamente tratada desde el ámbito de la ética y la moral. Tratar de comprender qué es lo que nos lleva a tener una vida buena y de calidad ha sido una de las principales preocupaciones de la filosofía durante la mayor parte de la historia humana.

¿Qué cabe entender por bienestar, calidad de vida o vida buena en el contexto de crisis ecosocial en el que estamos?

En los últimos tiempos, sin embargo, este tema ha despertado un creciente interés en ámbitos como el científico, el social o el político. Con ello, cada vez más instituciones internacionales, gobiernos nacionales y entidades locales han venido sugiriendo el empleo de diversas estimaciones de bienestar y calidad de vida para evaluar el progreso social de sus países y regiones y mejorar con ello sus políticas públicas

Con el propósito de delimitar y clarificar las diferentes aproximaciones existentes en torno a la cuestión de la vida buena, en las líneas que siguen se realizará una breve revisión conceptual y terminológica concerniente a las principales expresiones existentes al respecto.

La eudaimonía griega

Durante la antigua Grecia, los debates ético−políticos solían transcurrir en torno a un término esencial: la eudaimonía (que vendría a significar “buen espíritu”). A pesar de que hoy en día este término suele traducirse como “felicidad” sin más, el término “florecimiento humano” ha sido sugerido como una traducción más exacta. En esta línea, filósofos como Jorge Riechmann sugieren contemplar a la eudaimonía como vida logradacumplida o en plenitud.

La eudaimonía no era por tanto entendida por la filosofía de la época como un estado subjetivo y pasajero relacionado con el disfrute o el placer, sino más bien como un proceso vital: una forma de vivir que mereciese la pena ser vivida. En esta línea, el pensamiento grecorromano resaltó enfáticamente la importancia que sobre la eudaimonía tenía la philía (o amistad), de tal modo que sin unos vínculos sociales satisfactorios era difícil alcanzar una vida plena. De esta forma, la esencia misma de la eudaimonía no era algo estrictamente individual, sino un fundamento que encajaba en un modelo de vivir en interrelación con los demás: un bien social que florece de la convivencia entre iguales.

De entre todos los términos existentes relacionados con la idea de una vida buena, son tres los que han acaparado hasta ahora el grueso de la atención académica: felicidad, bienestar y calidad de vida. A continuación repasaremos, uno por uno, el significado de estos tres términos frecuentemente intercambiables. Comenzaremos por la felicidad.

La felicidad

Según sostiene Francis Heylighen, de la Universidad Libre de Bruselas, existen dos formas de entender la felicidad: una pasajera y una duradera. La primera se aproximaría a la noción de alegría (sentimiento grato), mientras que la segunda lo haría a las nociones de bienestar. Esta segunda concepción ha sido tradicionalmente abordada desde el mundo académico para indicar el disfrute subjetivo de la vida en sentido general, siendo con ello un concepto análogo al de bienestar subjetivo y pudiendo ser evaluado a través de encuestas que valoran el nivel de satisfacción que las personas tienen con la forma en que su vida transcurre (indicadores de satisfacción con la vida, con el tiempo disponible, con las relaciones personales, con el trabajo, etc.). Con todo, y tal y como sostiene Ruut Veenhoven, valdría entender la felicidad (o bienestar subjetivo) como la percepción personal a través de la cual un individuo juzga la calidad global de su vida de forma favorable;  esto es, lo que a uno le gusta la vida que uno lleva, comparando la vida que tiene con la que le gustaría tener.

Los estudios sobre la felicidad han permitido obtener información relevante al comparar resultados por nivel socioeconómico dentro de un país, entre países según su nivel de ingresos  per capita o por periodos de tiempo para cada uno de los países. De esas comparaciones se detectó una paradoja en relación con la satisfacción con la vida y el nivel de ingresos: cuando las personas se hacen más prósperas en relación con otras, aumenta la satisfacción con su propia vida; pero cuando son las sociedades en su conjunto las que se hacen más ricas, no se vuelven por ello más felices. Efectivamente, si preguntamos a personas con diferentes niveles de renta sobre su felicidad se comprueba que aquellas que disponen de mayores ingresos suelen autoproclamarse más felices que las relativamente más pobres. Hasta aquí nada nuevo: «El dinero no da la felicidad, pero procura una sensación tan parecida, que se necesita un auténtico especialista para verificar la diferencia», siguiendo la broma de Woody Allen. Ahora bien, las cosas cambian cuando se establecen comparaciones a lo largo del tiempo y entre países.

Richard Easterlin, en 1974, fue el primer economista en cuestionar la relación de proporcionalidad existente entre los ingresos y el bienestar subjetivo. Tras comparar varios países entre sí, Easterlin propuso la existencia de una zona de saturación monetaria del bienestar humano subjetivo a partir de la cual el aumento de los ingresos medios de una sociedad ya no se relacionaba con el aumento de su satisfacción con la vida. De este modo, la relación entre los ingresos y el bienestar subjetivo se revelaría proporcional únicamente para el caso de las sociedades menos adineradas, en las cuales la mayor parte de las rentas familiares son destinadas a cubrir las necesidades materiales más apremiantes. A partir de un determinado umbral de renta el aumento de los ingresos apenas contribuía ya a incrementar significativamente el bienestar subjetivo de las personas.

Este fenómeno, popularizado como la «paradoja de la felicidad», fue explorado en algunos países concretos a lo largo del tiempo. Así, tal y como mostraron los trabajos de David G. Myers, a pesar de que en EEUU el salario medio prácticamente se triplicó entre mediados de los años cincuenta y 2010, la felicidad declarada por sus ciudadanos durante esos años permaneció prácticamente constante. Por tanto, cuando se compara el grado de felicidad que las personas dicen disfrutar a lo largo de un periodo amplio de varias décadas, en las sociedades opulentas nos encontramos con que el porcentaje de personas que declaran sentirse felices no ha aumentado (incluso ha descendido en algunos casos) a pesar de que los ingresos se hayan incrementado considerablemente en ese mismo período. De todo ello se puede atisbar que en la felicidad (o bienestar subjetivo) de las personas llega un momento en el que influyen más otros aspectos (relacionales, culturales y ambientales) que el nivel de renta absoluto que obtengamos.

El bienestar

El bienestar es un concepto amplio que tiene muchas definiciones diferentes. Según la Real Academia Española (RAE), el bienestar tiene que ver con el conjunto de cosas necesarias para vivir una vida buena, tranquila, estimulante y saludable.

Huppert, Baylis y Keverne definieron el bienestar como el estado positivo y sostenible que permite a los individuos, a los grupos sociales o a las naciones prosperar y florecer. Así pues, cabe distinguir entre el análisis del «bienestar actual» y el análisis de su «sostenibilidad», es decir, si el bienestar puede mantenerse en el tiempo.

Un trabajo de 2014 basado en la integración de varios enfoques sobre la noción de bienestar, como los propuestos por Sen, Doyal y Gough, y McGregor, sugirió que este tiene que ver básicamente con tres aspectos: i) las condiciones físicas, sociales y mentales de las personas, ii) la satisfacción de sus necesidades y capacidades básicas, y iii) las oportunidades y recursos a los que se tiene acceso.

Sea como fuere, la literatura existente sugiere que el bienestar debe ser tratado como un asunto multidimensional que captura una mezcla de circunstancias de la vida de las personas, incluyendo cómo se sienten y cómo funcionan. Así, la noción de bienestar comprende, a fin de cuentas, todos los componentes y factores tanto objetivos como subjetivos que son inherentes al florecimiento positivo de una persona.

El bienestar reducido a la prosperidad material y al nivel de vida

A pesar de que la idea de bienestar ha evolucionado en los últimos años, incorporando en su análisis condiciones económicas, sociales y políticas, lo cierto es que la noción dominante de bienestar sigue estando ligada a día de hoy al convencimiento de que los ingresos y las propiedades materiales son la base de una vida buena. Sobre esta presunción se construyó un paradigma que vinculaba progreso con incremento cuantitativo, esquivando consideraciones sobre su contenido cualitativo. La noción dominante de bienestar ha quedado así reducida a la prosperidad material, al aumento de la capacidad de compra y, en consecuencia, al aumento del consumo.

Sin embargo, el bienestar es un concepto más amplio que el de «nivel de vida», pues incluye todos aquellos factores que influyen en lo que valoramos en nuestra existencia más allá de los aspectos adquisitivos. Reducirlo al nivel de vida es incorrecto por varias razones. Primera, porque los recursos económicos –bien sea el ingreso o el nivel y la estructura del consumo mercantil– son medios que se transforman en bienestar de formas diferentes según las personas; así, individuos que poseen mayor capacidad para disfrutar o más habilidades para el éxito en ámbitos valiosos de la vida pueden estar mejor incluso si manejan menos recursos económicos. En segundo lugar, porque muchos recursos que contribuyen al bienestar no proceden del mercado, sino de otros ámbitos no mercantiles ni monetarizados. Y finalmente, porque la mayor parte de los determinantes del bienestar son circunstancias que no pueden ser reducidas a la tenencia o posesión de rentas o mercancías, sino que tienen que ver con actividades y relaciones sociales.

Además, las medidas convencionales de esta visión reduccionista del bienestar suelen ignorar los trabajos domésticos y de cuidados, individuales o colectivos, que proporcionan una destacada contribución al bienestar de las comunidades y a la calidad de vida de las personas. Tampoco logran reflejar las disparidades de riqueza e ingresos dentro de una sociedad (un aspecto que está negativamente correlacionado con la salud de esa sociedad) ni capturan ni pueden capturar en modo alguno los muchos efectos negativos de las actividades económicas, como la contaminación y otros costes sociales y ambientales.

La calidad de vida

La expresión calidad de vida pretende corregir esa deriva reduccionista en la que incurrió la visión convencional y economicista del bienestar. Y lo hace recuperando y abrazando el concepto multidimensional de bienestar anteriormente mencionado, que depende tanto de factores personales y sociales como de elementos objetivos y subjetivos. Además, la expresión calidad de vida incorpora dos consideraciones de especial interés. La primera tiene que ver con los logros o resultados obtenidos; la segunda con la importancia del entorno natural como condición prioritaria para el desarrollo de la vida humana.

Trasladar la atención hacia los logros es relevante porque una vida buena es, al fin y al cabo, una vida lograda o realizada. Atender, por ejemplo, a los logros en materia de salud y autonomía permite evaluar un modo de vida en función de los resultados cosechados. Un modo de vida que impida o amenace la salud y autonomía de las personas no podrá considerarse en ningún caso una vida buena.

El término de calidad de vida comenzó a generalizarse en la década de los setenta en el campo de la medicina y la salud para transmitir la idea de que hay algo más que la mera cantidad de años de supervivencia: así, además del tiempo de vida, también es importante atender a la calidad de la misma. En esta línea se han propuesto indicadores ligados al desarrollo biológico que proporcionan una información significativa sobre la evolución de la calidad de vida de una población. La estatura media o la esperanza de vida saludable, por ejemplo, constituyen indicadores fiables y complejos del desempeño de la vida en una sociedad al reflejar los factores ambientales sobre el máximo potencial de crecimiento genético.

Por otro lado, la relevancia de los factores ambientales (físicos, epidemiológicos y socioeconómicos) exige incorporar la dimensión ecológica del bienestar –o la ecología en la que se desarrollan nuestras vidas–. La pandemia ha mostrado cómo la salud de las personas se encuentra profundamente intrincada con la salud de los ecosistemas y que una vida sana en un planeta enfermo o en un entorno social tóxico es una contradicción en sus términos.

Pese a que la dimensión socioambiental ha estado presente en muchos índices de bienestar, desde los años setenta en adelante diversos enfoques asociados a la idea de los ecosistemas como límites biogeofísicos de la acción social vienen planteando con mayor énfasis la preocupación por los conceptos de bienestar y calidad de vida desde el ámbito de las ciencias de la sostenibilidad, vinculándose así su noción con el estado de conservación de los ecosistemas. Este enfoque parte del reconocimiento de que el buen funcionamiento de la biosfera está en la base del bienestar y de la subsistencia humana, de modo que no podremos tener vidas de calidad si nuestros modos de vivir promocionan hábitos insostenibles que alteran la biodiversidad y los procesos ecológicos. Al fin y al cabo, este marco abraza los principios de la economía ecológica, situando la esfera económica al servicio de la sociedad en un panorama de armonía con la naturaleza, en vez de subordinar −como se ha venido haciendo− tanto la naturaleza como la sociedad a los avatares de la globalización económica capitalista.

Calidad de vida en el contexto de la crisis ecosocial

Bajo esta perspectiva se vuelve primordial reconocer que la crisis ecosocial que atraviesa el planeta –y que amenaza con comprometer la vida de millones de personas, así como cualquier horizonte de vida buena– es, en el fondo, un hecho social arraigado al modo de vida hoy imperante. Si pretendemos alcanzar una vida buena y de calidad para toda la humanidad en un planeta que es finito tendremos que ser capaces de acomodar nuestra noción de bienestar a los límites ecológicos del planeta. Pasar de la noción socioeconómica del bienestar que actualmente domina el imaginario colectivo –basado en prismas mercantilistas y cortoplacistas– a una noción sostenible y armónica de la vida exige cuidar la salud de los entornos sociales y naturales.

La consideración de la crisis ecosocial en todas sus dimensiones y manifestaciones exige, en este punto de la historia en que nos encontramos, definir la vida buena como aquella capaz de desenvolverse en un equilibrio dinámico con la naturaleza. A este respecto se ha hecho popular en los últimos años una imagen con la que representar la posibilidad de congeniar el bienestar social y la sostenibilidad ecológica: la conocida como economía de la rosquilla. Reconociendo un “suelo social” que deberíamos garantizar y un “techo ambiental” que tendríamos que respetar, estaríamos en condiciones de precisar el espacio intermedio de seguridad en el que resulta posible prosperar conforme a los medios de nuestro planeta.

La claridad que transmite la imagen de la rosquilla ha hecho que este marco conceptual esté siendo utilizado con cada vez más asiduidad para evaluar y comparar el desempeño socioecológico de muchos países y ciudades del mundo. Eso sí, en el caso concreto de los países se ha comprobado que ningún país hasta la fecha ha logrado situarse en ese espacio seguro que permite tener prosperidad social sin trasgredir los límites biofísicos. Mientras que algunos países deben mejorar significativamente en ámbitos sociales (aquí encontramos, sobre todo, a países del Sur global), otros deben hacer enormes esfuerzos ambientales para dejar de sobrepasar los límites planetarios (fundamentalmente los países más desarrollados del Norte).

La cosmovisión del Buen Vivir y las prácticas de los Buenos Convivires

En muchas culturas, la idea del florecimiento humano en armonía dinámica con la naturaleza aún está presente. Las propuestas andinas del buen vivir (de las culturas kichwa o el de las aymaras) valoran la plenitud en relación con la comunidad y la naturaleza. Existen nociones similares en otras culturas: el guaraní, el shuar, el ashuar, el mapuche, o el de los pueblos kunas de Panamá, así como muchas otras presentes en pueblos de Asia, África y Oceanía. Se trata de concepciones holísticas y armoniosas (consigo mismo, con la comunidad y con la naturaleza) que expresan la misma idea de prosperidad humana en un floreciente entramado de vida.

El Buen Vivir tiene una potente dimensión cultural y espiritual que la diferencia de otras concepciones del bienestar al situar al ser humano como parte de una realidad vital mayor.  También tiene una dimensión económico−productiva a partir de los principios de suficiencia y sustentabilidad. El enfoque del Buen Vivir no propugna una forma de desarrollo alternativo, sino una alternativa a la propia idea de desarrollo –y de progreso– emanada de la modernidad capitalista occidental que conlleva la descolonización de las metodologías y la descolonización del saber. 

En este sentido, demanda una clara diferenciación entre sabidurías y conocimientos y, como consecuencia, un indispensable diálogo de saberes y aproximaciones transdisciplinarias. Y de ese diálogo se deriva que no solo hay un único modo de entender la vida buena, sino una pluralidad de “buenos convivires” que no son propuestas acabadas sino procesos en construcción permanente a partir de vivencias, experiencias y prácticas que se trenzan desde abajo.

El Buen Vivir, como alternativa a un desarrollo que en realidad es “maldesarrollo”, se presenta como una propuesta civilizatoria para orientar la salida del capitalismo. No significa en ningún caso una apuesta por volver al pasado, sino más bien, como señala Michael Lövy, del romanticismo revolucionario, una «vuelta por el pasado en dirección a un futuro emancipador» para redescubrir la sabiduría aún presente en la mayoría de las tradiciones culturales y cosmovisiones de los pueblos oprimidos por las potencias coloniales. «Tampoco reniega de la tecnología ni del saber moderno. De lo que sí reniega es de la civilización del capital». Es, en suma, la búsqueda de un nuevo modo de vida alternativo al modo de vida imperante.

El modo de vida que se encuentra en el origen de la crisis ecosocial

Indagar en la calidad de vida en el contexto de la crisis ecosocial exige identificar en nuestra forma de vivir un modo de producción y consumo –un modo de vida– que combina, como caras de una misma moneda, la opulencia de las mercancías con la explotación de la fuerza laboral, el saqueo de los recursos de la naturaleza y la imposición de cargas indeseadas sobre las mujeres. El capitalismo es un sistema económico que vive de la explotación de sus colonias y que genera un modo de vida imperial. Como señalan María Mies y Vandana Shiva, esas colonias son las mujeres, la naturaleza y los países del Sur global. Su desarrollo histórico ha conducido a la crisis ecosocial en la que nos encontramos. La dinámica expansiva capitalista, impulsada por el ánimo de lucro y el individualismo competitivo, choca con los límites ecológicos del planeta y desbarata los vínculos sociales, afectando de esa manera a las condiciones materiales que permiten la reproducción de la vida y de la existencia social.

En el contexto de la actual crisis ecosocial, la definición de la calidad de vida no es una cuestión meramente técnica, sino que requiere la adopción de un enfoque normativo capaz de establecer prioridades, visualizar conflictos y relaciones de poder, e integrar relaciones sociales y valores de igualdad y justicia. Debe permitir evaluar el modo de vida de la civilización industrial capitalista y hacer aflorar con claridad cómo las sociedades capitalistas albergan una contradicción sociorreproductiva profundamente asentada en la crisis ecosocial, entendida como una crisis ecológica y de cuidados.

Un enfoque ecosocial de la calidad de vida

Los debates actuales sobre la vida buena comparten las críticas radicales a las ideas de desarrollo y progreso orientadas únicamente a incrementar el nivel de ingresos y la riqueza monetaria. Estos debates advierten de la necesidad de incorporar las dimensiones personales, sociales y ambientales. La importancia decisiva en la vida de la gente de los elementos relacionales, culturales, políticos y ecológicos abre la perspectiva hacia otras formas de organización social ajustadas a las particularidades históricas y culturales alternativas a la que ofrece en nuestros días el capitalismo, depredador de la naturaleza, apisonador de las culturas de los pueblos y empobrecedor de las relaciones sociales.

En nuestro mundo convive la ostentación más despilfarradora con la necesidad más apremiante. Mientras esto ocurre, el planeta Tierra se encamina a velocidad de vértigo hacia una degradación de magnitudes incalculables. El ritmo de deterioro ecológico y social que estamos padeciendo a escala planetaria exige que nos preguntemos con urgencia qué entendemos por vida buena, pues no parece que podamos asumir como bueno el modo de vida imperial que niega a la mayoría un presente y a la humanidad su futuro. Preguntarse acerca de la vida buena significa, en la práctica, discernir entre los determinantes que amenazan el mantenimiento de la vida y aquellos otros que propician su florecimiento  y calidad.

Bajo la noción de calidad de vida laten distintas dimensiones. Una de ellas se refiere indudablemente al acceso a una determinada cesta de bienes y servicios que garanticen la cobertura de las más elementales necesidades materiales. Pero la calidad de vida es algo más que eso, incluye otros factores que van más allá de este aspecto material y que influyen en lo que valoramos de la vida. A nadie le extraña que en las respuestas a la pregunta acerca de una vida de calidad la gente incorpore habitualmente alusiones a la salud, al disfrute del tiempo libre o a la compañía de sus seres queridos. 

Así pues, y como ya hemos mencionado, la calidad de vida es un concepto multidimensional que incorpora tanto lo que tenemos (dotación de recursos) como lo que hacemos (actividades), sin olvidar dónde y con quién estamos (las circunstancias en las que nos movemos). Tenerhacer y  estar son dimensiones siempre presentes en la evaluación de la calidad de vida.

Cada una de estas dimensiones entraña, a su vez, aspectos objetivos y subjetivos. Los aspectos objetivos se refieren a las oportunidades que se nos abren en relación con los recursos a los que podemos acceder, las actividades que podemos desarrollar o las circunstancias –sociales y ambientales– en las que nos toca vivir. 

Los aspectos subjetivos tienen que ver con las valoraciones cognitivas y los sentimientos (positivos y negativos) que suscita todo lo anterior. Una vez resaltadas las dimensiones que abarca la calidad de vida, cabe preguntarse por los aspectos que necesitaríamos cultivar para favorecerla y los obstáculos que deberíamos remover para no entorpecerla. 

Tal vez pueda ayudar en la respuesta a estos interrogantes la mención de tres aspectos que se encuentran presentes en todas las cosas que logramos hacer y que representan elementos constitutivos del estado de una persona, ya sea estar bien alimentado, gozar de buena salud, evitar enfermedades o participar con autonomía en la vida comunitaria. Esos elementos son los siguientes: los recursos, el tiempo y las relaciones.

Recursos, tiempo y relaciones para lograr unos resultados en salud y autonomía sin menoscabo de las condiciones sociales y ecológicas en que se desenvuelve la vida. Solo así estaremos ante una vida digna de ser vivida. Solo así se posibilita el despliegue de las capacidades y libertades en las personas sin imponer servidumbres y sacrificios sobre otros seres humanos y especies, preservando la trama de la vida de la que formamos parte.

https://www.economiasolidaria.org/noticias/la-vida-buena-desde-un-enfoque-ecosocial/

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