AMAR, SENTIR, LLORAR, SUFRIR
Los seres humanos somos por naturaleza cobardes. Muchas de
las cosas que hacemos tienen como finalidad mantenernos a salvo. Nuestros
instintos están programados para eludir el peligro, para escapar y sobrevivir.
Sólo cuando no hay más remedio afrontamos el peligro. Y no precisamente con
gallardía. Sin embargo, juzgar nuestra cobardía con dureza es injusto porque es
una herencia del pasado, cuando lejos de dominar la naturaleza éramos una presa
más.
Afortunadamente, las cosas han cambiado mucho y para bien; mejor dicho, las hemos cambiado nosotros. En la actualidad, más allá del umbral mínimo de peligro que toda sociedad, por civilizada que sea, ha de sobrellevar, vivimos en el mundo más seguro de todos los que han existido a lo largo de la historia de la humanidad.
Es evidente que ya no vivimos con el temor a ser devorados
por un depredador, ni siquiera cuando vamos de excursión al campo. Tampoco nos
preocupa que repentinamente un conductor pierda el control de su automóvil y
nos arrolle mientras paseamos o que una cornisa en mal estado se deprenda y
caiga sobre nosotros. Vivimos y realizamos nuestras actividades cotidianas sin
temer que el manto de la fatalidad pueda envolvernos en cualquier momento.
El peligro se ha convertido en algo testimonial, aun a pesar
de las innumerables noticias que parecen empeñadas en convencernos de lo
contrario. Los sucesos luctuosos que afectan a conocidos o a personas de las
que tenemos alguna noticia las interpretamos como fatalidades que no
comprometen nuestra tranquilidad. Lo de Fulano fue mala suerte. Nada más. En
definitiva, el peligro, tal y como los humanos lo hemos conocido a lo largo de
miles y miles de años, se ha convertido en excepcional.
Hemos avanzado hacia el orden, la justicia, la prosperidad
y, por encima de todo, la seguridad. Y a la vista está que no lo hemos hecho
tan mal. Nuestras sociedades son las más justas, prósperas y seguras que jamás
hayan existido. Con las salvedades que se quiera, las cuestiones materiales han
quedado en buena medida resueltas. Sin embargo, nuestra búsqueda de orden y
seguridad no se ha detenido ahí. Se ha desplazado de lo material a lo
emocional.
Nuestros miedos han cambiado de aspecto. Ya no tienen la
apariencia de un tigre de dientes de sable acechando en lo alto de un
promontorio; tampoco el de una banda de salteadores de caminos, piratas o
saqueadores. Ahora lo que nos preocupa es nuestra integridad emocional. Lo que
nos lleva a intentar civilizar los sentimientos.
Podríamos hablar largo y tendido de cómo los gobiernos y los
legisladores han puesto en el punto de mira el sentimiento y cómo han
convertido nuestra situación emocional en un asunto de interés público, porque
los expertos les han convencido de que, de forma agregada, nuestro estado de
ánimo condiciona la paz social.
Sin embargo, no voy a analizar lo que el poder está haciendo
con el sentimiento, sino lo que estamos haciendo nosotros, para salvaguardarnos
a nosotros mismos y a nuestros hijos. Porque somos nosotros los que demandamos
que se erradique todo lo que pueda lastimarnos, de tal forma que sentir, querer
o amar tampoco represente ningún peligro.
Lo que quiero advertir es que al desplazar el ideal de la
seguridad de lo material a lo emocional estamos sometiendo el sentimiento a un
proceso de orden, planificación y control que lo está desnaturalizando.
El ser humano siempre se las ingenia para salirse con la
suya. Y la pretensión de convertir el sentimiento en algo seguro nos ha llevado
a desarrollar la psicología conductual, que se basa en la idea de que todos
nuestros comportamientos se adquieren mediante el condicionamiento. Esto
significa que la forma en que nos comportamos es el resultado de nuestra
interacción con el medio. En consecuencia, nuestras respuestas ante los
estímulos ambientales condicionarán la manera en que actuamos o pensamos.
La psicología conductual rechaza todo aquello que pueda
parecer abstracto. Sostiene que nuestros actos están determinados y, por lo
tanto, nosotros mismos lo estamos en buena medida. Las emociones, los
sentimientos o los estados de ánimo no tienen cabida porque son demasiado
subjetivos. Sólo interesan los estímulos medioambientales, porque son estos los
que nos empujan a actuar de la forma en que lo hacemos.
Siempre he sido muy escéptico con estas teorías. Y me alegra
que los análisis sobre los estudios que las han venido reforzando durante años
revelen un alarmante sesgo de confirmación que las deja en entredicho. Respecto
a la complejidad de los afectos, ya lo advirtió Miguel de Unamuno: “contra los
valores afectivos no valen razones, porque las razones no son nada más que
razones, es decir, ni siquiera verdad”.
No niego que las personas estemos en cierta media condicionadas
por estímulos e incentivos. Pero de ahí a que nuestros actos estén determinados
media un abismo científico. Gemelos univitelinos que han compartido los mismos
estímulos medioambientales durante años responden de formas muy distintas y
acaban teniendo vidas muy diferentes, en lo material y en lo emocional. ¿Cómo
es posible que un medio ambiente idéntico los determine de forma tan distinta?
Es una pregunta retórica. No hace falta responder.
Creo que la sabiduría popular es mucho más certera que cien
gabinetes psicológicos a la hora de explicarnos lo que nos pasa y por qué nos
pasa. El refranero nos lo demuestra con la frase “quien bien te quiere te hará
llorar”, que en pocas palabras sintetiza una verdad inescapable: que el
sentimiento no sólo es gratificante, sino que también nos hace sufrir. Una
dualidad que no es patológica, sino perfectamente normal. Por lo tanto, no
necesitamos terapias psicológicas, sino madurar.
¿Qué clase de sentimiento es aquel que sólo puede darse en
la perfección? ¿Qué mérito puede tener el querer a quien sólo nos hace el bien?
¿No será que el sentimiento auténtico consiste en aceptar la imperfección del
otro y no sólo esperar lo mejor de él? Sentir, querer o amar conlleva exponerse
al dolor. Implica aceptar que, en tanto que seres humanos, somos falibles,
imperfectos. Y que, en algún momento, sino a menudo, las personas que queremos
nos van a defraudar y nosotros a ellas.
Somos quienes somos por nuestras virtudes y defectos. No
podemos rehabilitarnos de lo que somos, ni debemos exigir tal cosa a los demás.
Si acaso debemos intentar potenciar nuestras virtudes y controlar nuestras
debilidades. Pretender lo contrario, que el sentimiento que compartimos sea
puro y perfecto, nos causará un daño mucho mayor que el que pretendíamos
evitar. Porque la única forma de no sufrir es no tener ningún sentimiento. Y no
se me ocurre un dolor más espantoso.
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