EL CLAMOR DE UN BOSQUE HERIDO
En las últimas semanas del verano inmisericorde estaba escuchando aquí muy cerca la berrea de los ciervos, incluso logro distinguir el golpe seco del entrechocar de sus cornamentas. Están justo aquí arriba, donde la libertad y el azul se abrazan. Deben ser bastantes, me los figuro felices, instintivos, orgullosos, vehementemente esforzados en la selección del mejor y más noble material genético que legar a su descendencia de la próxima primavera.
La berrea es un canto de esperanza, una música que apuesta por el futuro, una celebración de la belleza de lo salvaje, una plegaria de fe en el bosque. No saben los ciervos, o quizá sí, que a otros mamíferos se les ha abierto la veda de su neurosis regresiva y paleolítica y están subiendo a asesinarlos a pólvora y plomo, y tendrán que suspender sus rituales grupales de apareamiento, y tendrán que dispersarse y huir para tratar de salvar desesperadamente a algunas ciervas y sus embriones recién inseminados.
Un ex-cazador me contó cómo dejó esa barbarie el día que abatió a una cierva y al destriparla (este era de los que aprovechaba la carne y al menos le daba un sentido a la muerte del animal, no como los que sólo buscan el trofeo y/o el placer de arrancar la vida a un ser indefenso) se encontró un cervatillo todavía con el corazón latiendo en su seno… la muerte de aquella hembra y su vástago en gestación avanzada salvó a otros muchos animales de un sacrificio infausto e innecesario, pero sobre todo salvó a ese ser humano de continuar en la oscuridad y el pecado.
Sí, el pecado:
porque los pocos animales salvajes que quedan (en las últimas décadas hemos
exterminado al 60% de los vertebrados del planeta, de los invertebrados no
tenemos ni datos pero igualmente ha sido brutal el descalabro, un auténtico
Holocausto de la biodiversidad que nos debería avergonzar y movilizar en masa…)
son sagrados, como también lo son los bosques, los ríos, las
montañas, los mares, etc.
De modo que matar animales salvajes, quemar y talar bosques,
contaminar y encementar ríos, perforar y erosionar montañas o envenenar los
mares son pecados, pecados mortales, pecados imperdonables e imprescriptibles
que no sólo es que condenen a un hipotético infierno futuro a sus responsables,
sino que construyen y expanden de facto el infierno en una
tierra que tenía todos los elementos para haber sido paraíso.
«En todo paraíso hay una serpiente» leí en una exposición
artística. Puedo dar fe a lo largo del cuarto de siglo que llevo hoyando este
paraíso de que, a veces, hay más de una. Mientras mis hermanos ungulados chocan
las cornamentas arriba de la montaña azul, abajo en el llano mis hermanos
homínidos caminan al desastre climático-bélico. Sobre el telón de fondo de una
despiadada guerra contra la naturaleza llamada economía, ahora se
han empeñado en añadir aún más sufrimiento con una guerra fratricida (todas las
guerras, incluida la que hemos emprendido contra las otras especies, son
fratricidas, pues toda guerra es por definición entre hermanos) en las llanuras
de pan más fértiles y ricas de la vieja y decadente Europa.
En su bestialidad sanguinaria no se ahorran ni la amenaza de
una pesadilla atómica, de tal forma que el horizonte ominoso del holocausto
nuclear se ha actualizado y es alentado por parte de unas élites y gobernantes
psicópatas que se apoyan en unas masas ciudadanas hipnotizadas y sumidas en una
especie de egoísmo ciego —y a la postre suicida— en el que se incuban los
peores monstruos. Y con estos gobernantes asesinos y estos convecinos ciegos es
con los que tenemos que convivir y —hasta donde sea posible— ser felices en
medio del apocalipsis.
Procuro observar a mis compañeros no humanos en esta
travesía y aprender de ellos a habitar esta catástrofe sin ceder a la tentación
de la huida definitiva como última protesta. Veo cómo, a pesar del sufrimiento,
de la sequía y la brutalidad de los termómetros, los robles, los enebros y los
castaños se empeñan cada día en presentarse bellos, se afanan en producir
algunas semillas, insisten en respirar y bajar energía del hermano Sol a la
madre Tierra, se esfuerzan en retirar y fijar el CO2 que los
animales humanos liberamos imprudentemente. Incluso, cuando no pueden más, como
en este verano atroz, no se rinden y se desprenden generosamente de sus hojas
para abrigar al suelo y así preservar la poca humedad que resta, alimentando
las raíces que pacientemente aguardan el agua de la otoñada para reiniciar el
ciclo de la verde vida común del bosque… Y trato de imitarles y de resistir,
trato de conservar semillas y aguardo el momento de plantarlas, y riego y
enfrío la pequeña esquina de Gaia que me han encomendado cuidar. A veces riego
incluso con lágrimas para poder seguir viviendo en este infierno que nos hemos
dado, para seguir viviendo entre tantas serpientes que enturbian el paraíso. Y
paseo.
Valoro como oro en paño el empeño de los pájaros al cantar
todas las madrugadas, me despido de los abejarucos y las oropéndolas que
marchan a África. Quisiera marchar con ellas y no volver a este continente de
la raza blanca imperial en su hora postrera, porque cuando quemamos los últimos
bosques europeos, como hemos hecho este verano, es el momento de decir adiós a
nuestra civilización. Hemos fracasado: ¡quien quema, acaba! Y
paseo.
Me adentro en el bosque y le pregunto qué desea que cuente
sobre el verano que ha finalizado, cómo explicar el castigo de la sequía o cómo
compartir el dolor que este bosque siente al saber-sentir que han ardido tantos
bosques buenos y complejos como él, sacrificados por humanos que ignoran que
los árboles son nuestros pulmones extracórporeos, nuestros hermanos lejanos,
nuestro sustento, nuestro único horizonte de posibilidad de vida buena.
En la desesperante depresión en que yazco desde que comenzó
la Tercera Guerra Mundial he paseado casi todos los días por el bosque de la
montaña azul y no conseguía encontrar la respuesta a esta pregunta que le hacía
al bosque, como si mis oídos estuvieran cerrados, como si mi alma cayera
enfangada en el narcisismo de la tristeza, como si ya no pudiera escribir o no
mereciera la pena. Entonces en el fondo de mi sordera, en la oscuridad de mi
ceguera, en el fuego enfermizo de mi rabia comprendí —o más bien me rendí a
la comprensión— que no había un yo indagando y un bosque indagado, que no había
un yo que observaba y un bosque ahí afuera, o que si había esa
separación: ese era precisamente el error y la causa última en
que se funda el horror del ecocidio contemporáneo.
La clave es ser bosque, esto es: asumir la
responsabilidad y gozar el privilegio de no estar ya solo, de no estar ya aparte
y, desde luego, no estar por encima, sino estar en, ser parte de, sentir que el
bosque al que pertenezco habla a través de mí como lo hace a través de las
ranas, los grillos, los ruiseñores o los ciervos que conforman la comunidad
sintiente y amante de este bosque de Gaia. No hay separación entre los seres
del bosque, no hay ni siquiera separación entre la biota y los elementos
abióticos: hay metamorfosis, hay intercambios, hay haces de relaciones de
competencia (a nivel micro) y cooperación (a nivel micro y sobretodo macro),
vida fluyendo por cuerpos que se metamorfosean en otros cuerpos. En su
espléndido e inquietante ensayo Metamorfosis: la fascinante continuidad
de la vida, Emanuele Coccia afirma que la metamorfosis es una teoría de la
continuidad de la vida entre los cuerpos, y aquí la preposición «entre» es lo
fundamental. Dice:
No podemos
conformarnos con afirmar la interdependencia recíproca de los seres, su
capacidad para constituir un sistema: todos los seres son la expresión de una
única y misma vida, están en relación de continuidad y no de simple contigüidad
espacial… La política de Gaia no es otra cosa que esta construcción cotidiana
de una carne común a todos los vivientes, que cada uno utiliza pero que circula
no solo de lugar en lugar, sino también de cuerpo en cuerpo, de individuo en
individuo, de especie en especie… y lo que llamamos “conciencia” no es más que
esta reflexión de la Tierra sobre sí misma, y cada ser vivo es necesariamente
conciencia del mundo (imagen del mundo, no como anatomía, sino como espejo).
El bosque que somos es también historia, tiempo, memoria.
Desde aquella primera hibridación entre bacterias y arqueas que dio a luz a la
primera célula eucariota, ese milagro de la simbiogénesis del que procedemos
todas las formas de vida, todos los seres de todas las especies que han
habitado esta montaña azul han dejado un relato, una huella, un vestigio, un
mensaje que habita hoy y que yo creo que es escuchado por los árboles, por los
animales, por el reino misterioso de los hongos y, por supuesto, por las
bacterias que —contra todo nuestro relato antropocéntrico — son el principal
reino de la Vida. Sólo nosotros los humanos y sólo en los últimos tiempos, al
separarnos de la Tierra (como si eso fuera deseable e incluso posible) hemos
perdido la capacidad de escuchar el paisaje, de leer la historia que se
inscribe en las formas del bosque, de entender los relatos de las otras
especies, de descifrar los signos y símbolos del flujo desbordante de la vida
de Gaia de la que un bosque es imagen, espejo y plegaria de agradecimiento.
El bosque contiene también una respuesta al gran enigma del
sentido de la vida en los tiempos oscuros que recorremos, el bosque —dice
Jean-Baptiste Vidalou— es el espacio de la deserción, de la resistencia, de la
experimentación. En su libro Ser Bosques: Emboscarse, Habitar y
Resistir en los territorios en lucha, Vidalou (que es un seudónimo que
emplea un activista de la ZAD —zone à défendre— del bosque galo de Cevenas, al
que pretendían convertir en biomasa) dice «las montañas, los
bosques, desde siempre, parecen alzarse y ofrecer refugio a quienes quieren
dejar de ser gobernados. Por su topografía misma han sido refugio de hombres y
mujeres libres, de herejes y más tarde de resistentes», refugio de maquis diríamos
en el caso de esta montaña azul hace sólo unas décadas, o de brujas hace sólo
unos siglos…
Añade Vidalou: «podríamos decir que hay bosque allí donde
hay resistencia, allí donde hay rebelión contra los estragos que genera esta
civilización. Hay bosque allí donde ya no se puede soportar la miseria
existencial generalizada, esta neutralización preventiva de toda vida. Hay
bosques en los corazones y las mentes». Por lo mismo hay bosque en las
fronteras de Rusia y Ucrania cuando las cruzan los que desertan de la guerra,
hay bosque en nuestro corazón cuando no cedemos a la propaganda neurótica de
guerra que derraman nuestros dirigentes todos y sus medios de (in)comunicación,
hay bosque en la insumisión, en la desobediencia, en la denuncia de la subida
de los presupuestos militares, hay bosque en la paz, la paz es un bosque que
debemos cultivar y mimar en nuestro interior para que pueda volver en el
exterior.
Desde Grecia y Roma todas las civilizaciones se han empeñado
en arrasar los bosques del Mediterráneo y de Eurasia. Luego el delirio
arboricida se exportó a América y a África, y el resultado de siglos de
colonialismo y arboricidio es lo que recogemos hoy en forma de desastre
climático y profunda, tenebrosa y doliente pobreza existencial y miseria
espiritual. Pero tras casi 3 milenios de guerra contra los bosques no hemos
sido derrotados del todo, tras cada incendio recomenzamos la aventura biológica
de la sucesión ecológica, tras cada tala, tras cada guerra, tras cada sequía,
tras cada volcán, siempre hay semillas que brotan y recomienzan el relato de la
vida allí donde quedó suspendido.
Es necesario entender esto, es necesario reconectarse con el
sentido de Gaia, con la pulsación de la vida, para no enloquecer de dolor, pero
sobre todo para no rendirse, como no se rinden los robles de esta montaña azul,
para seguir siendo bosques que se defienden. Acabamos con el penúltimo párrafo
de Ser Bosques: «Que, en todas partes, en toda la superficie de la
Tierra, esta incapacidad para relacionarse con lo sensible se haya impuesto
como dominante, es, sin duda, una catástrofe. Y, para aquellos que aún ven un
sentido en el mundo, se alza la exigencia de elegir. Porque, en efecto, un día
habrá que elegir entre los apegos a la vida y quienes pretenden destruirla, en
nombre de un desgarramiento universal. Es la única política que merece la pena
ser vivida».
«No vamos a dejarnos gobernar más. Somos el bosque que se
defiende.»
(Publicado en el blog VientoEnPopa65 dentro
de la serie «Eco-grafías»)
https://www.15-15-15.org/webzine/2022/12/05/el-clamor-de-un-bosque-herido-en-su-belleza-irredenta/
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