PÀGINES MONOGRÀFIQUES

16/12/22

Un día habrá que elegir entre los apegos a la vida y quienes pretenden destruirla

EL CLAMOR DE UN BOSQUE HERIDO  

En las últimas semanas del verano inmisericorde estaba escuchando aquí muy cerca la berrea de los ciervos, incluso logro distinguir el golpe seco del entrechocar de sus cornamentas. Están justo aquí arriba, donde la libertad y el azul se abrazan. Deben ser bastantes, me los figuro felices, instintivos, orgullosos, vehementemente esforzados en la selección del mejor y más noble material genético que legar a su descendencia de la próxima primavera. 

La berrea es un canto de esperanza, una música que apuesta por el futuro, una celebración de la belleza de lo salvaje, una plegaria de fe en el bosque. No saben los ciervos, o quizá sí, que a otros mamíferos se les ha abierto la veda de su neurosis regresiva y paleolítica y están subiendo a asesinarlos a pólvora y plomo, y tendrán que suspender sus rituales grupales de apareamiento, y tendrán que dispersarse y huir para tratar de salvar desesperadamente a algunas ciervas y sus embriones recién inseminados.

Un ex-cazador me contó cómo dejó esa barbarie el día que abatió a una cierva y al destriparla (este era de los que aprovechaba la carne y al menos le daba un sentido a la muerte del animal, no como los que sólo buscan el trofeo y/o el placer de arrancar la vida a un ser indefenso) se encontró un cervatillo todavía con el corazón latiendo en su seno… la muerte de aquella hembra y su vástago en gestación avanzada salvó a otros muchos animales de un sacrificio infausto e innecesario, pero sobre todo salvó a ese ser humano de continuar en la oscuridad y el pecado. 

Sí, el pecado: porque los pocos animales salvajes que quedan (en las últimas décadas hemos exterminado al 60% de los vertebrados del planeta, de los invertebrados no tenemos ni datos pero igualmente ha sido brutal el descalabro, un auténtico Holocausto de la biodiversidad que nos debería avergonzar y movilizar en masa…) son sagrados, como también lo son los bosques, los ríos, las montañas, los mares, etc.

De modo que matar animales salvajes, quemar y talar bosques, contaminar y encementar ríos, perforar y erosionar montañas o envenenar los mares son pecados, pecados mortales, pecados imperdonables e imprescriptibles que no sólo es que condenen a un hipotético infierno futuro a sus responsables, sino que construyen y expanden de facto el infierno en una tierra que tenía todos los elementos para haber sido paraíso.

«En todo paraíso hay una serpiente» leí en una exposición artística. Puedo dar fe a lo largo del cuarto de siglo que llevo hoyando este paraíso de que, a veces, hay más de una. Mientras mis hermanos ungulados chocan las cornamentas arriba de la montaña azul, abajo en el llano mis hermanos homínidos caminan al desastre climático-bélico. Sobre el telón de fondo de una despiadada guerra contra la naturaleza llamada economía, ahora se han empeñado en añadir aún más sufrimiento con una guerra fratricida (todas las guerras, incluida la que hemos emprendido contra las otras especies, son fratricidas, pues toda guerra es por definición entre hermanos) en las llanuras de pan más fértiles y ricas de la vieja y decadente Europa.

En su bestialidad sanguinaria no se ahorran ni la amenaza de una pesadilla atómica, de tal forma que el horizonte ominoso del holocausto nuclear se ha actualizado y es alentado por parte de unas élites y gobernantes psicópatas que se apoyan en unas masas ciudadanas hipnotizadas y sumidas en una especie de egoísmo ciego —y a la postre suicida— en el que se incuban los peores monstruos. Y con estos gobernantes asesinos y estos convecinos ciegos es con los que tenemos que convivir y —hasta donde sea posible— ser felices en medio del apocalipsis.

Procuro observar a mis compañeros no humanos en esta travesía y aprender de ellos a habitar esta catástrofe sin ceder a la tentación de la huida definitiva como última protesta. Veo cómo, a pesar del sufrimiento, de la sequía y la brutalidad de los termómetros, los robles, los enebros y los castaños se empeñan cada día en presentarse bellos, se afanan en producir algunas semillas, insisten en respirar y bajar energía del hermano Sol a la madre Tierra, se esfuerzan en retirar y fijar el CO2 que los animales humanos liberamos imprudentemente. Incluso, cuando no pueden más, como en este verano atroz, no se rinden y se desprenden generosamente de sus hojas para abrigar al suelo y así preservar la poca humedad que resta, alimentando las raíces que pacientemente aguardan el agua de la otoñada para reiniciar el ciclo de la verde vida común del bosque… Y trato de imitarles y de resistir, trato de conservar semillas y aguardo el momento de plantarlas, y riego y enfrío la pequeña esquina de Gaia que me han encomendado cuidar. A veces riego incluso con lágrimas para poder seguir viviendo en este infierno que nos hemos dado, para seguir viviendo entre tantas serpientes que enturbian el paraíso. Y paseo.

Valoro como oro en paño el empeño de los pájaros al cantar todas las madrugadas, me despido de los abejarucos y las oropéndolas que marchan a África. Quisiera marchar con ellas y no volver a este continente de la raza blanca imperial en su hora postrera, porque cuando quemamos los últimos bosques europeos, como hemos hecho este verano, es el momento de decir adiós a nuestra civilización. Hemos fracasado: ¡quien quema, acaba! Y paseo.

Me adentro en el bosque y le pregunto qué desea que cuente sobre el verano que ha finalizado, cómo explicar el castigo de la sequía o cómo compartir el dolor que este bosque siente al saber-sentir que han ardido tantos bosques buenos y complejos como él, sacrificados por humanos que ignoran que los árboles son nuestros pulmones extracórporeos, nuestros hermanos lejanos, nuestro sustento, nuestro único horizonte de posibilidad de vida buena.

En la desesperante depresión en que yazco desde que comenzó la Tercera Guerra Mundial he paseado casi todos los días por el bosque de la montaña azul y no conseguía encontrar la respuesta a esta pregunta que le hacía al bosque, como si mis oídos estuvieran cerrados, como si mi alma cayera enfangada en el narcisismo de la tristeza, como si ya no pudiera escribir o no mereciera la pena. Entonces en el fondo de mi sordera, en la oscuridad de mi ceguera, en el fuego enfermizo de mi rabia comprendí —o más bien me rendí a la comprensión— que no había un yo indagando y un bosque indagado, que no había un yo que observaba y un bosque ahí afuera, o que si había esa separación: ese era precisamente el error y la causa última en que se funda el horror del ecocidio contemporáneo.

La clave es ser bosque, esto es: asumir la responsabilidad y gozar el privilegio de no estar ya solo, de no estar ya aparte y, desde luego, no estar por encima, sino estar en, ser parte de, sentir que el bosque al que pertenezco habla a través de mí como lo hace a través de las ranas, los grillos, los ruiseñores o los ciervos que conforman la comunidad sintiente y amante de este bosque de Gaia. No hay separación entre los seres del bosque, no hay ni siquiera separación entre la biota y los elementos abióticos: hay metamorfosis, hay intercambios, hay haces de relaciones de competencia (a nivel micro) y cooperación (a nivel micro y sobretodo macro), vida fluyendo por cuerpos que se metamorfosean en otros cuerpos. En su espléndido e inquietante ensayo Metamorfosis: la fascinante continuidad de la vida, Emanuele Coccia afirma que la metamorfosis es una teoría de la continuidad de la vida entre los cuerpos, y aquí la preposición «entre» es lo fundamental. Dice:

No podemos conformarnos con afirmar la interdependencia recíproca de los seres, su capacidad para constituir un sistema: todos los seres son la expresión de una única y misma vida, están en relación de continuidad y no de simple contigüidad espacial… La política de Gaia no es otra cosa que esta construcción cotidiana de una carne común a todos los vivientes, que cada uno utiliza pero que circula no solo de lugar en lugar, sino también de cuerpo en cuerpo, de individuo en individuo, de especie en especie… y lo que llamamos “conciencia” no es más que esta reflexión de la Tierra sobre sí misma, y cada ser vivo es necesariamente conciencia del mundo (imagen del mundo, no como anatomía, sino como espejo).

El bosque que somos es también historia, tiempo, memoria. Desde aquella primera hibridación entre bacterias y arqueas que dio a luz a la primera célula eucariota, ese milagro de la simbiogénesis del que procedemos todas las formas de vida, todos los seres de todas las especies que han habitado esta montaña azul han dejado un relato, una huella, un vestigio, un mensaje que habita hoy y que yo creo que es escuchado por los árboles, por los animales, por el reino misterioso de los hongos y, por supuesto, por las bacterias que —contra todo nuestro relato antropocéntrico — son el principal reino de la Vida. Sólo nosotros los humanos y sólo en los últimos tiempos, al separarnos de la Tierra (como si eso fuera deseable e incluso posible) hemos perdido la capacidad de escuchar el paisaje, de leer la historia que se inscribe en las formas del bosque, de entender los relatos de las otras especies, de descifrar los signos y símbolos del flujo desbordante de la vida de Gaia de la que un bosque es imagen, espejo y plegaria de agradecimiento.

El bosque contiene también una respuesta al gran enigma del sentido de la vida en los tiempos oscuros que recorremos, el bosque —dice Jean-Baptiste Vidalou— es el espacio de la deserción, de la resistencia, de la experimentación. En su libro Ser Bosques: Emboscarse, Habitar y Resistir en los territorios en lucha, Vidalou (que es un seudónimo que emplea un activista de la ZAD —zone à défendre— del bosque galo de Cevenas, al que pretendían convertir en biomasa) dice «las montañas, los bosques, desde siempre, parecen alzarse y ofrecer refugio a quienes quieren dejar de ser gobernados. Por su topografía misma han sido refugio de hombres y mujeres libres, de herejes y más tarde de resistentes», refugio de maquis diríamos en el caso de esta montaña azul hace sólo unas décadas, o de brujas hace sólo unos siglos…

Añade Vidalou: «podríamos decir que hay bosque allí donde hay resistencia, allí donde hay rebelión contra los estragos que genera esta civilización. Hay bosque allí donde ya no se puede soportar la miseria existencial generalizada, esta neutralización preventiva de toda vida. Hay bosques en los corazones y las mentes». Por lo mismo hay bosque en las fronteras de Rusia y Ucrania cuando las cruzan los que desertan de la guerra, hay bosque en nuestro corazón cuando no cedemos a la propaganda neurótica de guerra que derraman nuestros dirigentes todos y sus medios de (in)comunicación, hay bosque en la insumisión, en la desobediencia, en la denuncia de la subida de los presupuestos militares, hay bosque en la paz, la paz es un bosque que debemos cultivar y mimar en nuestro interior para que pueda volver en el exterior.

Desde Grecia y Roma todas las civilizaciones se han empeñado en arrasar los bosques del Mediterráneo y de Eurasia. Luego el delirio arboricida se exportó a América y a África, y el resultado de siglos de colonialismo y arboricidio es lo que recogemos hoy en forma de desastre climático y profunda, tenebrosa y doliente pobreza existencial y miseria espiritual. Pero tras casi 3 milenios de guerra contra los bosques no hemos sido derrotados del todo, tras cada incendio recomenzamos la aventura biológica de la sucesión ecológica, tras cada tala, tras cada guerra, tras cada sequía, tras cada volcán, siempre hay semillas que brotan y recomienzan el relato de la vida allí donde quedó suspendido.

Es necesario entender esto, es necesario reconectarse con el sentido de Gaia, con la pulsación de la vida, para no enloquecer de dolor, pero sobre todo para no rendirse, como no se rinden los robles de esta montaña azul, para seguir siendo bosques que se defienden. Acabamos con el penúltimo párrafo de Ser Bosques: «Que, en todas partes, en toda la superficie de la Tierra, esta incapacidad para relacionarse con lo sensible se haya impuesto como dominante, es, sin duda, una catástrofe. Y, para aquellos que aún ven un sentido en el mundo, se alza la exigencia de elegir. Porque, en efecto, un día habrá que elegir entre los apegos a la vida y quienes pretenden destruirla, en nombre de un desgarramiento universal. Es la única política que merece la pena ser vivida».

«No vamos a dejarnos gobernar más. Somos el bosque que se defiende.»

FERNANDO LLORENTE ARREBOLA

(Publicado en el blog VientoEnPopa65 dentro de la serie «Eco-grafías»)

https://www.15-15-15.org/webzine/2022/12/05/el-clamor-de-un-bosque-herido-en-su-belleza-irredenta/  

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