LA CAÍDA DE LA OTRA MITAD DEL MUNDO
El nuevo mundo tendrá que asumir un paradigma de transformación incluyente sobre la base de la esencialidad humana compartida.
El 9 de noviembre de 1989 el mundo sufría una sacudida.
Caía, con el Muro de Berlín, el telón de la experiencia soviética y se
desgranaba el bloque de naciones que en el Este europeo habían cultivado, con
luces y sombras, un socialismo centralista.
Del lado occidental, el triunfalismo dominaba la escena y se
difundía, en un gigantesco intento de manipulación, un supuesto fin de la
historia y de las ideologías, dando por sentada la victoria definitiva del
capitalismo, bajo la égida de su país insignia, los Estados Unidos de América.
Ya en el estertor de aquel breve espejismo neoliberal, el
pensador humanista Silo se preguntaba: “¿Cómo ocurrirá la caída en la otra
mitad del mundo?”
Esa caída está ocurriendo ahora.
La rivalidad de los contrincantes
Con signo distinto, pero con herramientas similares, China
disputa hoy en todas las esferas la preeminencia que tuvo Estados Unidos
durante el siglo pasado. El gigante oriental aprovecha su potencia demográfica
-virtud y a la vez preocupación principal- para ascender al podio de los
indicadores socioeconómicos a nivel mundial.
Si bien su producto bruto interno sitúa a la potencia
norteamericana todavía en lo más alto de la escala, con más de 19 billones de
dólares frente a los 14.7 billones de China, el nivel de las exportaciones de
la potencia oriental ya duplica en 2021 el de los primeros. De este modo,
mientras la balanza comercial del país asiático muestra un superávit de 572 mil
millones, la de su adversario occidental exhibe un aplastante déficit de casi 1
millón de millones.
Otro tanto sucede con la deuda, que en el caso
estadounidense asciende a un 134% del PIB (2020), mientras que la de China
comporta un 68%, a pesar de su inversión sostenida.
Significativo es también el avance chino en la producción
energética. A pesar de la elevación en su consumo general (un 50% más que el de
EEUU), China exporta en este rubro el doble e importa más de 10 veces menos.
Más allá de las cifras económicas, es imponente el avance
chino en el aspecto de la mejora socioeconómica de su población. Según
los datos del sitio consultado, el riesgo de ser pobre en
aquel país ha descendido desde el año 2000 de un 50 a un 0%. Mientras tanto, en
EEUU ese porcentaje ha oscilado en los últimos veinte años entre un 11 y un 15%
de la población. Es decir que, con una población cuatro veces menor, más de un
estadounidense de cada diez se encuentra con severas dificultades en su
supervivencia, lo que es una muestra evidente de decadencia sistémica.
Otro indicador del declive del modelo otrora dominante, es
la violencia física extendida y el temor que sufren los habitantes de los
Estados Unidos, donde a diario suceden un promedio de 45 asesinatos. Por otra
parte, constituyendo menos del 5 por ciento de la población mundial, tiene casi
la cuarta parte de los presos del mundo, exhibiendo así una mezcla explosiva de
criminalidad y represión legalizada. China supera ligeramente a EEUU en
términos absolutos en la cantidad de reclusos (unos 2 millones y medio de
presos), pero en razón de su volumen de población la proporción de personas
encarceladas es de 170 frente a los 670 por cada cien mil del país del Norte.
El espacio avasallado
Más allá de estas breves comparaciones casi escolares, la
sombra del declive de la otrora potencia hegemónica, se extiende sobre los
espacios que logró o pretendió convertir en vasallos. El llamado “hemisferio
occidental” en la jerga de la política exterior estadounidense, se encuentra
sumido en una severa crisis, que tiene a la inflación, el endeudamiento, las
desigualdades y la miseria como principales componentes.
Así, en estos territorios situados en Europa, Latinoamérica
y el Caribe, blanco del proyecto neocolonial, abundan las revueltas
populares contra el alineamiento impuesto por la política imperial y las
legiones de la OTAN.
Mientras los pueblos de Europa, con mayor o menor conciencia
de sus causas, se alzan contra la situación producida por el status de
ocupación de la posguerra – que en su momento supuso cierto bienestar y
estabilidad, cuestiones centrales para el mandato cultural de sus componentes
nórdicos –, sus débiles gobernantes continúan siendo portavoces de rendir
tributo a un mundo que ya no existe.
Huelgas en el Reino Unido, Francia, Alemania y Bélgica, la
paralización de vuelos a comienzos de la temporada estival, las protestas de
agricultores en Holanda o de los trabajadores de la sanidad en Grecia, masivas
manifestaciones en Bulgaria, Macedonia del Norte e Italia, se enhebran en un
collar de malestar antigubernamental creciente, cobrándose renuncias como las
de Mario Draghi, Boris Johnson o la primera ministra de Estonia, Kaja Kallas.
Asimismo el impetuoso avance de la France Insoumise liderada por Melenchon,
pero también el crecimiento de la extrema derecha de Marine Le Pen en las
últimas elecciones parlamentarias de Francia, signadas además por un alto
abstencionismo, muestran el humor político anti-establecimiento que campea en
tierras europeas.
El conflicto bélico en Ucrania, producido por la insistencia
militarista estadounidense de expandir las fronteras bajo su dominio y evitar
que Europa se incline cada vez más hacia el Oriente, no ha hecho sino agudizar
la situación, cuyos factores estructurales habían sido ya empeorados por la
pandemia del Covid-19.
Por otra parte, los bancos y los fondos de inversiones de
todo el mundo se preparan para un recrudecimiento sin precedentes de los
disturbios civiles en Estados Unidos, Reino Unido y Europa, ya que la subida de
los precios de la energía y los alimentos eleva el coste de la vida a niveles
astronómicos, dice Nafeez Ahmed, citando en condición de anonimidad a un alto
ejecutivo de Wall Street.
Las mismas señales de rebelión surcan el frente
latinoamericano y caribeño. La movilización social en Panamá, Ecuador, Colombia
o Chile, países atravesados por la insensibilidad social del neoliberalismo
como política de Estado, dan clara muestra de ello. De este modo, la breve
revancha del capital luego de la ola de gobiernos progresistas en la primera
década del siglo XXI, trajo nuevamente consigo el hastío
popular.
Sin embargo, el marco de crisis sistémica cobra muy caro los
errores a los nuevos gobiernos emergentes, que de no abrirse a nuevos rumbos,
sufren el azote de anclarse, voluntaria o involuntariamente, al poder
establecido generando finalmente la desazón popular en lugares que generaron
esperanza como Argentina o Perú.
En esta región, el desalineamiento del derrumbe
estadounidense es primordial y parece ser solo posible a través de la
aceleración de la integración supranacional con fuerte participación de los
pueblos.
La implosión imperial
Tal como sucede con diversas enfermedades derivadas de un
crecimiento desproporcionado, los imperios, pretendidos o consolidados, suelen
caer por su propio peso. La dificultad de mantener el orden en territorios cada
vez más distantes, el desmedido costo de aprovisionar y sostener su poder
militar, las reyertas de poder en su interior y la falta de adaptación al
advenimiento de ideas y prácticas superadoras, son algunas de las causas
frecuentes del desmembramiento de imperios que en su momento parecían
invencibles.
Pero previo a ser superados por potencias adversarias, sus
centros se derrumban por implosión.
Tal es el caso de los EEUU, país que sostuvo una política
expansionista en términos militares, económicos, diplomáticos y culturales
desde su misma creación. Hoy la entropía hace estragos en su propio territorio
y a pesar de la persistencia en exportar sus esquemas violentos a través de la
cinematografía y la tecnología digital, hace ya tiempo que dejó de ser un
modelo a imitar. La muerte que sus legiones llevaron a todo el planeta, se
ensaña hoy en sus calles y escuelas con su propia población.
La glorificación supremacista continúa, hoy como ayer,
segregando a negros y latinos, cuya proporción poblacional es cada vez mayor,
sobre todo en el segmento joven y más vapuleado por la desocupación y la
precarización. Según el Censo 2020, 53% de los menores de 18 años residentes en
el país, manifestaron ser de un origen diferente al blanco-anglosajón. En
estados como California, Nuevo México, Nevada, Texas, Maryland y Hawái y, por
supuesto, en el territorio colonizado de Puerto Rico, los blancos no hispanos
ya están en minoría.
A su vez, los guarismos del mismo censo revelan que, a pesar
del crecimiento poblacional de un 7% entre 2010 y 2020 (de 308 millones a 331
millones), hubo una disminución poblacional en los condados del interior y
un aumento en las grandes ciudades.
En este transcurso a una nación multirracial, más diversa,
menos rural y más metropolitana, es comprensible la aparición de rémoras como
el trumpismo, encontrando seguidores entre los nostálgicos de un pasado cada
vez más inexistente.
Esta resistencia a las nuevas realidades, junto a las
carencias en la contención sanitaria y educacional, falta de horizonte laboral,
vacío existencial, adicciones, criminalidad extendida y armamentismo interno,
configuran una explosiva mezcla, que podría desbordar hacia una nueva guerra
civil.
Las contradicciones se exacerban. Al mismo tiempo que un
importante sector de la población hace resonar alto y claro que “las vidas
negras importan” o proclamas con contenido feminista, proliferan las milicias
armadas ultranacionalistas y la infiltración de la ideología de extrema derecha
en la policía. Mientras tanto, la Corte Suprema elimina el derecho
constitucional al aborto y uno de sus jueces, Clarence Thomas, pide revisar el
fallo que consagró el derecho al matrimonio homosexual y a obtener métodos
anticonceptivos, en una clara cruzada conservadora que alienta a quienes
promueven el discurso del retroceso.
El sistema político estadounidense, cooptado hasta la médula
por la corrupción empresarial, ya no cuenta con el respaldo
mayoritario de la población. El asalto al Capitolio y el desconocimiento de
Trump de su derrota electoral no hacen sino enardecer a un amplio sector que ya
reniega del barco hundido de una democracia inexistente.
La superación de lo viejo por lo nuevo
Hay quienes, con fe bienintencionada pero finalmente
ingenua, son impulsados a creer en la inexorabilidad de futuribles producidos
por fuerzas mecánicas. Con ello, no hacen sino debilitar, al menos en lo conceptual,
la potencia agente de la intencionalidad de los conjuntos humanos en el
desarrollo de la historia y muchos de ellos, a restarse de toda acción que
contribuya a la conformación de nuevos modelos de relación y organización
social, dando por supuesto que ello se producirá de cualquier modo.
Aplicando un enfoque humanista, debe afirmarse que no
existen tales determinismos sino condiciones de posibilidad y oportunidad.
Desde esta mirada, señala Silo, es preciso distinguir entre proceso
revolucionario como “un conjunto de condiciones mecánicas generadas en el
desarrollo del sistema”, y dirección revolucionaria, cuya
“orientación en cuestión depende de la intención humana y escapa a la
determinación de las condiciones que origina el sistema”.
Así fue como los movimientos emancipadores de las Américas,
portadores de los fuegos de libertad que los vientos de la ilustración habían
derramado en sus conciencias más destacadas, aprovecharon los conflictos entre
las potencias europeas para abrirse camino hacia su independencia.
Así ocurrió también unos años después de finalizada la
guerra en 1945, cuando muchos pueblos del África y del Asia, luego de difíciles
e inacabados procesos de unidad, vieron llegada la posibilidad de recuperar
cierto grado de autonomía, alumbrando identidades nacionales.
La caída de “la otra mitad del mundo” y la esperanza viva de
otro mundo posible en el que quepan muchos mundos, representan hoy una fuerte
ventana de oportunidad para la superación de lo viejo por algo sustancialmente
nuevo.
En este interregno, los “monstruos” son indicadores de
las resistencias a la transformación, no solo externas sino también de los
pueblos, que se debaten entre la necesidad de cambio y viejos errores, entre la
incertidumbre vital que atrae como un imán a antiguos dogmas y la necesidad de
nuevos horizontes.
El nuevo mundo tendrá entonces que asumir un paradigma de
transformación incluyente sobre la base de la esencialidad humana compartida.
Una transformación radical que requiere de compromiso individual y colectivo en
la construcción de la nueva realidad, tanto en la organización social, como en
el paisaje interno y en los modos de relación interpersonal.
Por Javier Tolcachier | Otro mundo es
posible
Javier Tolcachier es investigador del Centro Mundial de
Estudios Humanistas y comunicador en la agencia internacional de noticias
Pressenza.
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