LOS CINCO ELEMENTOS
UNA CARTILLA DE
ALFABETIZACIÓN ECOLÓGICA
Esta cartilla de alfabetización ecosocial recoge en forma de
libro (Arcadia,
2021) cinco artículos publicados originalmente en ctxt durante
el verano de 2020. En su conversión de artículos a capítulos, los textos han
sido editados, ampliados y enriquecidos con ulteriores reflexiones y
experiencias personales. Comenzaré también aquí con un preámbulo personal: leí
los cinco artículos aquel verano horrible de 2020 que mi madre no llegó a
vivir.
En aquel contexto leí por primera vez estos textos sobre los que ahora vuelvo. Uno de ellos (el cuarto) traza una sugerente distinción entre el fuego de las brasas del hogar, el fuego limitado de los cuidados, que «alimenta, abriga, calienta e ilumina» y el fuego descontrolado y devastador del incendio. Esa distinción captura de forma precisa el contenido del libro, que a la descripción del incendio capitalista –que está, de facto, en guerra con la vida, con el fuego del hogar – suma una vindicación vigorosa y sencilla de los medios para enfrentarlo desde lo colectivo, para cuidar en común de la vida desde las brasas de la vida en común.
Compruebo al volver
sobre estos textos el sesgo inevitable de mi primera lectura –la herida de la
pérdida, el dolor de la familia superpuesto a años de palos de ciego para
traducir en construcción, tejido y esperanza la angustia por la creciente
herida de nuestro planeta– hacia las llamas descomunales del incendio, cuando
las protagonistas son aquí, indudablemente, las brasas.
Ese protagonismo es el de lo político, que en la era
de las consecuencias no puede por menos que implicar, junto a la
protección de todas las vidas –en términos humanos: garantía de vivienda,
suministro básico de energía, alimentación saludable, relaciones
significativas–, el reajuste del metabolismo ecosocial dentro de los límites
biofísicos del planeta, «de modo que la continuidad de la vida, no sólo para
los seres humanos sino también para el resto de los seres vivos que habitan la
Tierra, sea un proyecto viable». Se trata de un proyecto político que ha de
llevarse a término en un momento en el que la inevitabilidad del decrecimiento
material de la economía convive con el fuerte arraigo de un imaginario social
más capaz de atisbar la posibilidad de una vida sin aire que la de una vida
fuera de un sistema socioeconómico dependiente del crecimiento perpetuo.
La incompatibilidad entre aquella inevitabilidad y este
imaginario habrá de resolverse estimulando nuevas formas de racionalidad
–relacionales, cooperativas, recíprocas–, nuevas sensibilidades e identidades
–ecodependientes e interdependientes– y, en fin, «una conciencia terrícola que
permita que las personas sepan y sientan que son vida, agua, aire, fuego y
tierra», que se reconozcan como «partes de una red formada por tierra, plantas,
bacterias y luz» y compartan «horizontes de deseo compatibles con los límites
físicos del planeta y la justicia».
El conglomerado al completo de crisis que se nos agolpan
–energética, económica, alimentaria, ecológica, sanitaria– no es otra cosa que
el testimonio del choque con esos límites, el producto del divorcio entre los
tiempos de los ciclos naturales y los tiempos de los ciclos de la economía
capitalista. El del agua es el primero de esos ciclos y esos límites analizados
en estas páginas. Una vez presentado el ciclo, sus ritmos, sus límites, el
divorcio se ejemplifica mediante sucesivas ruinas extractivistas específicas,
del Mar de Aral, la cuenca del río Colorado, el lago Poopó o el Chad al
desastre del Mar Menor.
Todas esas ruinas son al tiempo ecológicas y humanas,
biofísicas y culturales, y todas ellas son el resultado de una cultura incapaz
de «sentir hasta qué punto somos agua» y de «un gobierno de las
cosas despegado de la tierra y de los cuerpos, que se orienta por el cálculo y
la maximización de beneficios y que borra cualquier posibilidad de organizar la
vida en común de forma cuidada, protectora, precavida o cautelosa». No podremos
revertir ese resultado sin abandonar esa cultura y ese gobierno, del mismo modo
que no podremos comprenderlo mientras cada episodio particular siga
presentándosenos desgajado de esa cultura y ese gobierno, como una tragedia
puntual y aislada a ser subsanada mediante más de lo mismo —megaproyectos
extractivos tecnoutópicos: «inversiones verdes», en neolengua.
Dos de los insertos añadidos al texto original destacan en
este primer capítulo: el que pone en paralelo las brasas de Ecologistas en
Acción con «el propio trabajo de cuidado en las casas», y el que hace lo propio
con las de la solidaridad con que iniciativas como las de Jornaleras de
Huelva en Lucha plantan cara a los «cimientos injustos, ecocidas,
patriarcales y coloniales» sobre los que se alza la lógica de la explotación
capitalista.
El cambio climático ha hecho que nuestra atmósfera aparezca
en el centro del relato mediático sobre la crisis ecosocial en curso. El
segundo capítulo de Los cinco elementos lleva por título
«Aire», y el aire que en él se nos describe es, desde luego, el de la compleja
dinámica histórica y la rica trama de interrelaciones de la que forma parte
nuestra atmósfera. No obstante, se trata sobre todo del aire que respiramos, el
que transporta nuestras músicas y nuestras historias.
En un precioso inserto al texto original, la autora nos
explica que entiende su activismo, justamente, como «un contar historias»,
mezclando «datos, textos, narraciones, experiencia, informes, emociones,
libros, poemas… para devolverlos en forma de relato. Lo más riguroso posible,
lo más veraz posible, tan duro como sea preciso, tan bello como sea posible».
Su abuela, que murió casi centenaria en el año de la pandemia, fue su maestra
en este arte del relato: a ella debemos agradecerle que Yayo Herrero esté
«llena de palabras» y que llene tanto con ellas.
Este aire que transporta nuestras palabras es también,
claro, el aire que respiramos, y «la civilización industrial se ha erigido
clavando cimientos, engranajes y pernos en los pulmones de los mineros y otros
trabajadores en las fábricas. Tiene contraída una deuda impagable con quienes
se dejaron la vida arrancando minerales de la tierra y respirando su polvo». El
movimiento obrero debe mucho a las luchas de los mineros, pero la pugna
salarial y la reivindicación de mejoras en las condiciones de trabajo pueden
terminar por encontrar acomodo en la lógica económica capitalista y, así, dejan
aún intocada la brutal contradicción entre salud y beneficios. Por su parte,
«que el aire que exigimos trece veces por minuto sea limpio para todo el mundo,
que el clima no expulse a grandes sectores de población o que la prosperidad de
unos no esté correlacionada con el despojo –en términos biofísicos– y la
enfermedad de otros, esos triunfos, no se conquistan sin poner patas arriba la
normalidad de la racionalidad económica vigente».
Arrancar minerales de la tierra no es, desde luego, la única
actividad extractiva, del mismo modo que no son sólo los pulmones de los
mineros los únicos damnificados por esas actividades: la agricultura industrial
ha convertido el trabajo cíclico por antonomasia en una nueva avenida del
extractivismo, tratando los suelos como si no tuvieran su propia dinámica, como
si fueran ilimitados. Pero tampoco la irracionalidad del extractivismo
agroindustrial es el único trampantojo por medio del cual llegan nuestras
sociedades a representarse al ser humano –el ser del humus,
del suelo– como un ser independiente del suelo, de una tierra dividida «entre
zonas de sacrificio –de extracción, producción y de recepción de residuos– y
espacios de consumo». Con esa zonificación también «las personas se dividen
entre las que están protegidas, en mayor o menor medida, por el poder
económico, político y militar divorciado de la tierra, y la población sobrante,
desterrada y sin derechos».
«Tierra», el tercer capítulo, explora ese divorcio en el
contexto material de la lucha de los movimientos por la defensa del territorio
contra el expolio y la devastación, pero también –rescatando ideas de «Ciencia
ficción supremacista», publicado en ctxt en febrero de 2021–
en esa arena cultural en la que vienen medrando ideologías de fuga
tecnocientífica completamente ajenas a nuestra condición humana. En
el extremo más desbarrado de estas ideologías encontramos los extravíos del
imaginario de la colonización extraterrestre. Fomentado por una nueva clase
de capitalistas
espaciales, ese imaginario da pábulo a la idea de que somos seres
todopoderosos llamados a conquistar el espacio y someter a nuestro capricho las
leyes de la naturaleza, cuando somos, de hecho, seres humanos,
terrícolas, seres vulnerables, sometidos a aquellas leyes y dependientes de una
biosfera asimismo vulnerable dentro de cuyos límites está por ver si logramos
aprender a vivir –mientras, se nos invita a fantasear con emancipaciones y
mudanzas extraterrestres que, a pesar de sernos presentadas como proyectos
heroicos e ilusionantes, no constituyen sino elocuentes ilustraciones de las
taras culturales que encontramos a la raíz de la grave encrucijada que hoy
arrostramos.
El cuarto de estos Cinco elementos es el
fuego. El mito ilustra con elocuencia el recorrido seguido en este punto.
«Prometeo robó el fuego a Hefesto y se lo regaló a los humanos… No lo supieron
usar bien». «Se necesitó más de un millón de años para que los homínidos
perdieran el miedo al fuego, medio millón más para aprender a encenderlo, miles
de años para aprender a aplicarlo y controlarlo, unos decenios para que quienes
creen tenerlo dominado lo quemen todo» a expensas de una racionalidad
instrumental «pirómana e incendiaria». Se sabe que esa razón de la sinrazón
«destruirá las condiciones básicas de vida, que lo incendiará todo», pero
esperamos pasivos la intervención milagrosa del deus ex machina del
más de lo mismo, el mesías tecnológico que vendrá a cambiarlo todo para que
todo siga igual.
No es difícil predecir qué sucederá si continuamos rezándole
a ese Dios, encerrados cada uno frente a nuestro televisor. Tampoco es difícil
recoger en una sola frase la única alternativa viable: «construir comunidad con
conciencia de clase y de especie y sentido de pertenencia a la vida»,
participando en iniciativas capaces de abrir grietas en el muro de lo que hoy
se concibe como políticamente factible. «Cualquier escala –la casa, el barrio,
el pueblo, el sindicato, el museo, la escuela– es buena».
La vida, esa «increíble rareza que dura ya unos 3.800
millones de años», completa la tétrada clásica de «elementos». La ilusión de
que podemos habérnoslas de espaldas a esa rareza, apropiándonos de ella como
quien se apropia de un vehículo que habrá de conducirle siempre más y más allá,
esa ilusión es la causa del accidente que estamos viviendo. El delirio del
crecimiento económico perpetuo sobre una base física limitada es el segmento
más visible de esa ilusión. «La vida empezó en una sopa primigenia, pero como
dice José Manuel Naredo, una economía que ha cortado el cordón umbilical con la
tierra, la convierte prematuramente en un puré crepuscular».
La alfabetización ecológica capaz de restablecer ese cordón
no bastará para calmar esos delirios y superar esas ilusiones, pero sin esa
alfabetización seguiremos abocados al desastre.
La claridad y la fuerza poética de esta cartilla de alfabetización son, quizá, los mejores argumentos en su
favor. No podremos evitar los escenarios peores si no logramos avanzar hacia
una nueva cultura de la Tierra, si no conseguimos extender una nueva forma de
sentir y comprender nuestra posición en la red de relaciones de la que formamos
parte, la red sin la que no somos. Necesitamos, desde luego, urdir con cuidado
tramas teóricas capaces de integrar las ciencias del sistema Tierra, la
economía, la sociología y el resto de las ciencias humanas si queremos avanzar
en esa dirección, pero lo primero que necesitamos, y con urgencia, es
comunicar, y estos Cinco elementos servirán a este fin con
mayor solvencia que la creciente colección al completo de profundos y
sofisticados diagnósticos, polémicas y propuestas programáticas.
Regálalo y pide que sea regalado a su vez una vez leído, no
importa a quién.
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