EL EDÉN ANALÓGICO
En el documental An Impossible Project (Meurer,
2020), filmado en película analógica de 35 mm, se cuenta la
historia del excéntrico biólogo Florian “Doc” Kaps. Intentaba rescatar de la
desaparición la última fábrica de la máquina fotográfica Polaroid, en Enschede,
Holanda, justo en el año del lanzamiento del iPhone, en 2008. Además, la banda
sonora fue grabada directamente a vinilo por una orquesta de cuarenta músicos
de jazz y los títulos de crédito incluso fueron dibujados a mano por Erik
Spiekermann.
Sin duda, esta regresión a lo analógico podría parecer una
moda retro, y puede que lo sea en cierto modo. Para algunos será una
extravagancia de quien desea hacerse notar yendo a contracorriente de nuevas
promesas de felicidad como el metaverso.
Sería algo así como una especie de esnobismo analógico.
Pero más allá de la mera nostalgia por un pasado idealizado, tales retornos a tecnologías en desuso responden a la seducción de otras maneras de vivir. El mundo digital ha traído consigo nuevos malestares y reivindicar lo analógico implica la puesta en valor de formas culturales más humanas. No se trata tanto de enajenarse en el pasado como de proyectar una vida mejor en el presente, al atenuar los efectos perversos del mundo digital.
La fascinación de lo material
Frente a la inmaterialidad del mundo digital y su carácter
virtual, fascinan las propiedades embriagantes de lo que se puede tocar y oler.
Hay un poso fetichista en la nostalgia de lo analógico. No es lo mismo un libro
en formato digital que el objeto libro, que es en sí mismo el custodio de su
historia, el depositario
de los aromas de la tinta y el papel. Hay cierta magia en los límites de lo
material.
Tampoco es lo mismo una fotografía digital que la que
podamos guardar como reliquia en un álbum de papel. Un archivo digital trasluce
un hálito de irrealidad y de provisionalidad, frente a la duración de la
fotografía en papel, sujeta a los estragos y el deterioro del tiempo. La explosión
de fotografías que viene acompañada por la omnipresencia de cámaras en
los smartphones banaliza el simbolismo de la
fotografía-objeto.
¿Y qué decir de la distinción entre una comunicación
en streaming y la copresencia física? La presencia física
viene a ser hoy un lujo, la inequívoca señal de que algo es importante. No
imagino que un archivo digital pueda ser un bello regalo, por mucho que cuente
con el respaldo del certificado NFT, como no
significa lo mismo una carta manuscrita que un mensaje de texto.
El mundo digital lleva al extremo las mediaciones
tecnológicas y supone, se quiera o no, un filtro a la percepción directa.
Recuerdo que Kafka observaba a propósito de la invención del cine que era como
ponerle un uniforme al ojo. Al limitar el campo de percepción a dos sentidos,
vista y oído, lo que acontece es una privación sensorial. Y es lo que ocurre al
reducir nuestro campo perceptivo a las pantallas ubicuas de los smartphones.
Lo material nos interpela en lo pentasensorial, que puede
ser más rico que cualquier mundo virtual. Se habla de realidad aumentada, pero
en verdad podría ser más bien una realidad disminuida y digamos demediada. No
hay ganancia sin pérdida, y si prevalece el mundo digital lo hace a expensas de
lo material. Lo digital lo devora todo y nos deja literalmente en un
mundo sin cosas para beneficio de las grandes corporaciones del
digitalismo.
Se suele argumentar que no hay dos mundos, uno digital y uno
analógico, sino que ambos se superponen. En el mirífico relato del metaverso,
se halla la premisa de que lo virtual es lo real, de que lo digital ya se ha
encarnado en materia. Pero lo cierto es que mientras se secuestra la atención
en el mundo digital, nuestra relación con lo material se vuelve ocasional y
empobrecida. Lo físico sabe a poco frente al espectáculo de lo digital. Pero
Florian Kaps se pregunta: “¿A qué huele una fotografía digital?”. En el caso de
que hubiese intentos de recreación de olores, serían solo simulacros.
Quien vuelve a lo analógico en cierto modo reconoce su amor
a la materia, a lo tangible, para abarcar, como quería William Blake, el
infinito en la palma de la mano. Como el
artesano que ama la materia y se esfuerza en conocerla para moldear
sus trabajos con esmero y cuidado. O como el fotógrafo que ante la puesta en
duda de la referencialidad de la fotografía en el mundo digamos posfotográfico
vuelve al proceso de revelado analógico.
El valor del objeto
Las cosas están dotadas de un halo de magia, algo así como
si fueran un enigma que les da un valor intrínseco. Lo inmaterial del mundo
digital da lugar al “mal de
archivo”, a la acumulación excesiva de imágenes que pierden su valor al
desmaterializarse y multiplicarse.
En la Elegía IX, Rilke
nos decía que “Estar aquí es mucho: Una vez cada cosa, solo una vez.
Una vez y ya no más. Y nosotros también una vez. Nunca más. Pero este haber
sido una vez, aunque solo una vez: haber sido terrestre, no parece revocable”.
El ejemplar que leo de los poemas de Rilke es único, aunque sea una copia de
imprenta: encierra la historia de todas mis lecturas.
La fascinación por lo analógico también parece revestir un
ritmo de vida más pausado. Lo digital se equipara a lo eficiente, a lo rápido y
en cierto modo automatizado. Hartmut Rosa ha
hecho notar que una vida lograda no puede sino remitirse a los tiempos lentos,
frente a las corrientes de aceleración dominantes en la vida cotidiana, para
que el mundo y las cosas “vuelvan a hablarnos”. Es la reivindicación
de la espera para saborear la eternidad de cada instante.
Quizás el edén analógico pretenda articularse como
resistencia al vértigo de la aceleración de la vida cotidiana. No se trata
tanto de que el mundo digital por sí mismo sea el único factor de aceleración,
sino de que es otro factor más que intensifica los ritmos cotidianos. No hay
lugar ya para perder el tiempo desde que el smartphone se ha
convertido en una herramienta cronófaga que parasita nuestra existencia con su
rutina de distracción permanente.
El edén analógico abre un paréntesis en el que se desvanecen
las notificaciones incesantes que nos distraen continuamente. El ruido digital
parece colmar cualquier oasis de silencio.
El aventurero noruego Erling Kagge consignó
sus experiencias en sus viajes al Polo Norte. Lo que ponía en valor
era el
silencio, tan necesario para la tranquilidad así como para el ejercicio de
la razón.
En realidad, la fuga a lo analógico podría entenderse
también como el hastío de ese mundo de ruido ensordecedor que viene a interrumpir
el curso de los pensamientos y vivencias. ¿Cómo si no entender las curas de
desconexión voluntaria?
El saber vivir analógico
En una novela corta de Bernard Quiriny titulada Le
village évanoui , un pueblo de la campiña queda desconectado del
mundo. De repente, el ideal de “aldea global” se invierte y en la proximidad de
lo que se tiene al alcance de la mano, los habitantes de este pequeño pueblo
vuelven a sentir la curiosidad por su entorno.
La vuelta a lo analógico sería una de esas formas
de desaparición que reivindican otras formas de vida frente a la
sensación de vacío, algo así como la expresión concreta del “bajarse del mundo
digital”.
En su novela El silencio,
DeLillo plantea los pormenores de un repentino apagón eléctrico. Las gentes
comienzan a salir a la calle impulsadas por una extraña sensación de
liberación, como si hubiesen caído argollas invisibles: ¡se hacen preguntas
mientras caminan y miran a su alrededor!
En lugar de evadirse hacia lo virtual, la huida se encamina
hoy hacia ese otro mundo alternativo que es el de lo tangible, lo silencioso,
lo próximo, lo lento. Como el mundo de las bibliotecas y librerías que se
escinden de la
expropiación simbólica del digitalismo. O como la experiencia inolvidable
de ir a la sala de cine, al teatro o a un concierto frente a la explosión de
plataformas streaming.
Lo analógico fundamenta la utopía del reencuentro con el
mundo de lo real, de sortear el laberinto narcisista del mundo selfi en el que
no somos más que “animales catóptricos”
hechizados por el propio reflejo. Algo así como otra estancia en el Walden al que
Henry David Thoreau se retiró durante dos años, dos meses y dos días, para
“vivir deliberadamente”, entre libros y naturaleza, más allá de las pantallas y
de la ubicuidad digital:
“La luz que nos ciega es nuestra oscuridad”.
https://theconversation.com/el-eden-analogico-180885
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