EL PROBLEMA DE LA AUTORIDAD SANITARIA
Año y medio después del inicio de la pandemia parece seguro
decir que el resultado neto sobre las libertades civiles en Occidente ha sido
negativo. Los gobiernos de gran parte de los países desarrollados han mostrado
una deriva autoritaria que ha recibido, en algunos casos más que en otros,
escasa contestación por parte de la sociedad civil, sobre todo durante los
primeros meses de medidas extraordinarias. Tal pasividad es comprensible: el
virus era un gran desconocido, la histeria campaba a sus anchas y los gobiernos
contaban con el incuestionable Mandato de los Expertos. Tomar poderes de
emergencia, obligar a cerrar negocios o confinar a la gente en sus casas;
cualquier medida era aceptada siempre que estuviera avalada por una (en algunos
casos supuesta) recomendación de los expertos.
Por otro lado, los gobernantes podían pretender que sus decisiones de política sanitaria estaban libres de juicios de valor; a fin de cuentas, detrás de sus mandatos no se encontraban más que los fríos hechos proporcionados por los expertos en materia sanitaria y económica. Un año después, sin embargo, toca someter a revisión no sólo la actuación de los políticos, sino también las justificaciones de sus actos. ¿Hasta qué punto puede un gobernante justificar severas limitaciones a los derechos de los ciudadanos en base a la autoridad científica? ¿Están sus mandatos realmente libres de juicios de valor?
Empecemos explicando las dificultades de la toma de
decisiones de política sanitaria. La labor del legislador a la hora de
implementar una política es –o al menos debería ser–más complicada que
simplemente escuchar a los expertos de una o dos disciplinas del saber. Él debe
conocer los efectos de los mandatos que pretende imponer sobre los distintos
aspectos de la vida individual y en sociedad. Por ejemplo, determinadas
políticas como los confinamientos han tenido importantes efectos sobre la salud
mental de la población (Fiorillo 2020; Lu 2020; Brooks 2020; Killgore 2020) así como biomédicos (Miles
2020). Robinson (2021) detalla cómo estas consecuencias epidemiológicas,
económicas y psicológicas no son independientes entre sí.
El reto del aquél responsable de formular políticas
sanitarias tan drásticas es, entonces, el de calibrar los efectos de dicha
política desde el punto de vista de, al menos, aquellas disciplinas científicas
más relevantes para el análisis. No obstante, desde el Congreso y las tertulias
en medios de comunicación se ha presentado la cuestión de las estrategias de
mitigación de los contagios desde el punto de vista estrictamente
epidemiológico y económico: se han subestimado los costes y se han magnificado
los objetivos de las mismas, presentando al público un mero trade-off
(compensación) entre dos variables sin mayor importancia.
Pero los inconvenientes no terminan aquí. Las políticas
sanitarias no van a afectar de forma homogénea a la sociedad; a fin de cuentas,
cualquier política siempre genera ganadores y perdedores. En
primer lugar, el gobierno siempre saldrá (ex ante) ganando, pues de no
ser así no se implementaría la política (Rothbard 1962). Aun ignorando este
hecho, también encontramos ganadores y perdedores dentro de la sociedad civil:
siguiendo con el ejemplo del confinamiento, aquellos que prefieran realizar
actividades fuera de sus hogares saldrán perdiendo, pues son obligados a
realizar acciones que de otra manera no realizarían de forma voluntaria
(Rothbard 1962): los que quieran salir a trabajar, los que quieran mantener su
negocio abierto o los que quieran realizar actividades de ocio en compañía;
todos ellos verán vetados sus cursos de acción preferidos.
También aquellos que prefieran consumir los productos que
ahora, durante el confinamiento, no tendrán disponibles se verán perjudicados.
A todos los mencionados les es impuesto un coste. Lo que en
Economía entendemos por «coste» puede entenderse, esencialmente, como un contrafactual.
Por las limitaciones físicas del individuo y del entorno, este no puede
realizar de forma simultánea todos sus fines: siempre que actúa escoge un curso
de acción y rechaza otro. El valor del curso de acción más
valorado que el individuo rechaza realizar es lo que denominamos como coste
(Mises 1949).
¿Y quiénes podrían ser los ganadores? Podemos pensar en
aquellos que prefieran mantener su negocio cerrado o no ir a trabajar para
evitar contagiarse del virus. Ellos experimentarán pérdidas de ingresos, pero
si ya valoraban más la seguridad que una pérdida (que probablemente esperen que
sea momentánea) de ingresos, cuando se implemente el confinamiento no sufrirán
costes adicionales a los que hubieran percibido de otra manera. Podemos pensar
también en aquellos negocios que puedan seguir produciendo y que produzcan
aquello que los consumidores demandan debido a que sus productos preferidos ya
no están disponibles. Por ejemplo, si hay una masa de consumidores que prefiere
ir al cine a ver la misma película en un servicio de streaming desde
casa, el confinamiento les afectará negativamente (se les ha vetado su opción
preferida), mientras que para las plataformas de streaming se
verán beneficiadas, pues recibirán ingresos que no hubieran recibido de otra
manera.
Entonces, el legislador no sólo debería ponderar los
distintos efectos de la política sanitaria que pretende implementar, sino que
también debería tener en cuenta aquellos grupos dentro de la sociedad que
habrán de considerarse como «ganadores» y «perdedores». Implícitamente, esto
conlleva comparar los distintos fines y preferencias, otorgando más importancia
a unas que a otras. Ahora bien, ¿puede establecerse de forma objetiva que los
efectos sobre la salud mental son más importantes que los efectos económicos o
sobre la mitigación de contagios? ¿O que el resultado neto es positivo si, por
ejemplo, las plataformas de streaming ganan más de lo que
pierden las salas de cine?
Hay quienes piensan que sí, pero nótese que estamos
comparando fines, preferencias individuales o experiencias únicas.
En otras palabras, se intenta argumentar que hay fines o procederes
intrínsecamente superiores al resto, es decir, se entra en el dominio de la
moral y la Ética. Concretamente, cuando entramos a valorar si el resultado neto
de una política determinada es o no netamente positiva sobre la utilidad de la
sociedad, entramos en un marco ético utilitarista.
Desde la Ciencia Económica y, en concreto, desde la Economía
del Bienestar, se ha estado intentando dar cabida a la posibilidad de
introducir el utilitarismo en la evaluación de políticas económicas buscando
métodos de comparación de las pérdidas y ganancias de utilidad de los afectados
por una determinada intervención. Lamentablemente para sus proponentes, desde
Robbins (1932) tales intentos han caído en saco roto. Esto es así porque la
utilidad –y el valor–hacen referencia a una experiencia única para un actor
determinado en un momento determinado. Pese a que en los libros de texto la
utilidad se presente de forma cardinal, en funciones de utilidad, en realidad
no existe unidad de medida que permita comparar la utilidad que un individuo
gana con un bien con respecto a la que ganaría otro.
Tanto la utilidad como el valor, en un sentido económico,
son de naturaleza ordinal, es decir, no puede mostrar más que una
opción es preferida con respecto a otra. La importante implicación para la
Economía del Bienestar es que se necesita una escala adicional que nos informe
de que las preferencias de un individuo son, de alguna forma, superiores a las
del otro, pero ni el utilitarismo ni la Ciencia Económica puede ofrecer
solución a este problema. Entonces, es el evaluador de política económica o el
legislador al implementarla el que introduce sus propios juicios de valor
cuando desea hallar un «resultado neto» sobre la utilidad de la sociedad.
Lo mismo sucede con los costes. Desde la Economía Sanitaria,
siguiendo los principales manuales de evaluación de política sanitaria (Salazar
2007; Moreland 2019), se han intentado establecer criterios de evaluación
basados en la agregación de costes. En algunos se presenta un trade-off entre
las pérdidas de ingresos en términos monetarios y los objetivos alcanzados por
la política en cuestión (para nuestro caso, por ejemplo, contagios o muertes
evitadas), mientras que en otros se intenta medir la utilidad de los objetivos
alcanzados mediante encuestas de valoración de los ciudadanos. Sin embargo,
hemos visto que los costes son fenómenos estrictamente individuales, es el
valor de sus mejores opciones rechazadas. Esto quiere decir que los costes son de
naturaleza ordinal (puesto que son valor) y que no son
comparables, es decir, no pueden agregarse (Rothbard, 1979).
Evidentemente, pueden hacerse agregados sobre las pérdidas
de ingresos monetarios así como también de las ganancias monetarias de otros,
pero eso no nos da ninguna información sobre las preferencias de aquellos
afectados por la política en cuestión. Ni aun las encuestas a los ciudadanos
nos pueden dar información sobre sus preferencias, pues estas no muestran más
que la preferencia declarada de los individuos. La preferencia
declarada no nos da información económicamente relevante
sobre las preferencias del actor, pues en Economía la preferencia se demuestra
mediante la acción, donde el fin elegido es ex ante, más valorado
que la alternativa rechazada: a no ser que el actor pueda realmente elegir una
u otra, no podemos saber si realmente prefiere lo que dice preferir.
Pero aún podrían encontrarse dos proxies a
las preferencias de los ciudadanos. Uno de ellos es el sistema de precios. Para
este caso, los precios de los productos sanitarios (en los países en los que no
estén estatalizados) podrían aproximarnos a conocer la “voluntad para pagar”
(WTP) por mantener una buena salud. Empero, caben dos objeciones a este punto:
(1) si bien el sistema de precios es el proxy por excelencia a
la WTP de los individuos, estos nos ofrecen información histórica sobre
eventos únicos. Los precios presentes (o del
pasado más inmediato) sirven a los empresarios como puntos de apoyo para hacer
predicciones sobre los precios futuros, pero nada de esto implica
una cierta constancia en las valoraciones de los consumidores:
es muy probable que los precios de ayer no se repitan mañana. (2) La WTP de los
agentes podría ser modificada por los efectos de la propia política sanitaria.
Tal y como Stringham (2001) explica: Las políticas dan forma al mundo al determinar quién está en posesión
de los recursos, y dado que los individuos difieren, esperaríamos ver demandas
alternativas dependiendo de cómo se asignan los derechos de propiedad. Si se
modifica la política, se modifica la disposición a pagar por todos los bienes,
por lo que sería un error considerar únicamente los efectos inmediatos de una
política.
El segundo proxy a las preferencias de los
individuos podría ser la elección democrática. El gobierno elegido es el
representante de la «voluntad general» de los ciudadanos y la papeleta con la
que son elegidos es una forma de preferencia demostrada de las preocupaciones
del votante. Volviendo a la cuestión multidisciplinar del análisis de políticas
sanitarias, si los distintos partidos propusieran en sus programas electorales
un orden de preferencias claro entre aquellas propiedades de la sociedad que
priorizan preservar (economía, mitigación de contagios, salud mental, etc.),
los votos de los ciudadanos podrían considerarse como un acuerdo explícito con las
preferencias del gobierno elegido.
Teniendo todo lo mencionado en consideración, esta solución
tampoco está exenta de problemas. En primer lugar, no será aplicable en el
contexto de la crisis del COVID para aquellos países cuyo gobierno haya sido
elegido antes de que hubiera conocimiento público sobre la
epidemia. ¿Por qué incluirían estos partidos formas de mitigación de contagios
de un virus cuya existencia ni conocen? Sería del todo imposible para esos
gobiernos actuar de acuerdo con la «voluntad general» de los ciudadanos si
estos no han tenido forma de demostrar su preferencia mediante la votación.
Pero aún hay otros dos problemas más graves para la solución
democrática. El primero es que parte del supuesto de que la sociedad es un
agente dotado de autonomía, capaz de valorar, escoger y actuar. Pero esta no es
sino una proposición metafísica indemostrable (Mises, 1949). Aun si ignoráramos
este hecho e intentáramos agregar las preferencias de los ciudadanos mediante
un sistema de votación (podríamos incluso pensar en una votación directa sobre
si se prefiere que se dé más importancia a la economía, la salud mental o la
mitigación de contagios), nos encontraríamos con el problema que Kenneth Arrow
descubrió hace ya más de cinco décadas: no es posible que el sistema de
elección mayoritaria cumpla simultáneamente los principios de óptimo de Pareto,
independencia de alternativas irrelevantes y no-dictadura.
El lector puede acudir a Sen (2014) si está interesado en
una explicación clara y concisa del problema. De todas formas, la conclusión
del «Teorema de la Imposibilidad» de Arrow es que siempre existirá un grupo (¡o
un individuo!) que en un sistema de votación mayoritaria ostente un poder de
decisión que resulte determinante para el resultado de la votación. Este
individuo es el «dictador», aquél que puede «imponer» sus preferencias al resto
de la población.
¿Qué cabe decir, pues, de la actuación de nuestros gobiernos
durante la pandemia? ¿Qué cabe decir de las limitaciones que han tenido
nuestras libertades justificadas bajo las –en algunos casos
supuestas–recomendaciones de expertos? Los políticos han impuesto sus propios
juicios de valor de forma arbitraria sobre las preferencias de los ciudadanos.
Se han erguido como estándares morales de la sociedad y se han arrogado la
potestad de decidir qué fines son aquellos más importantes. Si están en lo
cierto o no es una cuestión que entra en el dominio de la Ética, pero ninguna
disciplina científica puede servir como justificación a los arbitrios del
gobernante.
https://disidentia.com/el-problema-de-la-autoridad-sanitaria/
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