SOMOS SERES ESENCIALMENTE ARTIFICIALES
Roger Bartra (Ciudad
de México, 1942) uno de los grandes pensadores de habla hispana, con orígenes
catalanes –es hijo de los escritores exiliados Agustí Bartra y Anna Murià– Un
tránsito continuo por la política, el arte, la filosofía, la antropología, la
neurociencia y la historia.
En un alarde de generosidad, propia de los más sabios,
respondió de inmediato a nuestra propuesta para conversar. Nos pidió una semana
para reflexionar sobre las preguntas y a los tres días escribió: “He tenido
unos momentos de sosiego y he podido terminar la entrevista”.
¿Cómo se encuentra? ¿Cómo ha vivido o está viviendo la
pandemia?
La he aprovechado para escribir un par de libros.
¿Le ha hecho la covid-19 replantearse algunas de sus
reflexiones acerca del ser humano, de su futuro, de su conciencia y de su
comportamiento? ¿En qué sentido?
El coronavirus que provocó la pandemia apareció como una amenaza inmensa surgida de una película o una novela de ciencia ficción. Con el tiempo, acabamos por acostumbrarnos a convivir con un peligro cotidiano e invisible. Y, con ello, llegó la reflexión. Los grandes peligros que nos amenazaron en el siglo XX fueron, casi todos, una consecuencia de las tensiones de la vida social y política, como las dos inmensamente destructivas y mortíferas guerras mundiales.
Cuando parecía que se habían logrado apaciguar un poco los
peligros sociales y políticos, y cuando ya apenas nos acordábamos de la gripe
que azotó al mundo a comienzos del siglo pasado, llegó la covid-19. Ahora
tenemos que existir con el hecho de que la biología es atacada desde las
esferas virales, lo que nos obliga a pensar en nuestros cuerpos endebles y
vulnerables. Se han intensificado las búsquedas por escapar de esta frágil
dimensión biológica.
Queremos analizar de qué forma la experiencia digital
diluye, intensifica o sencillamente modifica la distinción entre el ser físico
y el ser digital que habita en las redes y se guía por los algoritmos. ¿Qué
somos ahora? ¿Qué seremos en el futuro inmediato?
La inclinación por escapar de la cárcel corporal ha llevado
a algunos científicos y pensadores a buscar alternativas en las esferas
digitales dominadas por algoritmos. Pero creo que ya éramos parte de los
algoritmos que habitan en las redes en forma digital. Esa dimensión algorítmica
de la cultura existe desde hace mucho, pero hoy se ha expandido de forma que
algunos la ven como amenazadora y otros como una esperanza.
¿Y usted, cómo lo ve?
Yo veo la gran expansión de las esferas digitales más como
una esperanza que como una amenaza. Los humanos somos seres esencialmente
artificiales. Incluso los instrumentos materiales que podemos tocar, ver, oír y
oler, que contienen información analógica, albergan amenazas y peligros. Con
esos viejos instrumentos, los humanos se han matado durante siglos y han
provocado inmensas calamidades. Las armas que han ocasionado muchos millones de
muertes a lo largo del siglo pasado, en guerras y revoluciones, no eran
digitales.
La tendencia a que las esferas de nuestra conciencia,
inscritas en circuitos culturales, sean cada vez más digitales y estén formadas
por algoritmos no es en sí misma un peligro. La amenaza está en la forma en que
las sociedades usan y abusan de estos recursos digitales. La llamada
ciberguerra fría es mucho menos mortífera que las viejas guerras con espadas o
con fusiles. La conciencia humana no se dañará si cada vez es más artificial.
Usted se refiere al circuito cultural como un factor
determinante para el desarrollo de la conciencia humana. ¿Qué efectos está
teniendo el hecho de que nuestro consumo cultural y nuestras relaciones se
conformen a partir de unas pautas dirigidas por algoritmos, por máquinas?
Yo sostengo que hay redes exocerebrales conformadas por
prótesis simbólicas que prolongan, en las esferas sociales y culturales,
funciones cerebrales. Lo he explicado en mi libro Antropología
del cerebro. Estas prótesis son estructuras simbólicas como el
lenguaje, la música, el arte y las memorias artificiales. Y estas prótesis
culturales cada vez están más invadidas por algoritmos, como los que modulan
las complejas máquinas que nos rodean, empezando por los teléfonos móviles.
Este exocerebro es lo que permite que seamos conscientes de que somos
conscientes.
Estos elementos exocerebrales de la conciencia tienen un
poder causal y son capaces de modificar y modular la operación y las funciones
de las redes neuronales. Los circuitos exocerebrales no son instancias
metafísicas y no se encuentran fuera de la esfera de causas y efectos del mundo
físico y biológico. Lo que estamos experimentando cada vez con mayor fuerza es
que estas prótesis, cada vez más sofisticadas, nos influyen desde el interior
de nuestra conciencia. Nuestra conciencia está cada vez más poblada de algoritmos
artificiales.
“Muchas de las prótesis que extienden la conciencia hacia
las esferas sociales están concebidas para complacer, aliviar y dar placer”,
afirma en su libro Chamanes
y robots. Esas son funciones que parecen desarrollar hoy las redes
sociales, el algoritmo que nos permite vivir en nuestra propia burbuja, los
videojuegos y ya, muy pronto, la realidad virtual. ¿Qué efectos tienen sobre
nosotros, los humanos? ¿Son una especie de dominación de las máquinas sobre
nuestra conciencia?
No hay ningún peligro inminente de que las máquinas dominen
nuestra conciencia. Muchas de ellas están atrapadas en nuestra conciencia.
Desde que los humanos tallaron los primeros cuchillos de piedra, los
instrumentos artificiales se integraron en nosotros. Sus versiones más
complejas, los robots, están aquí para ayudarnos y complacernos. Trabajan y nos
divierten. Son parte de nuestra conciencia, y si hay algún peligro, este no es
externo. He explorado este tema en mi libro Chamanes y robots.
En resumen, en ese libro dice que nuestra conciencia no
está dentro de nuestro cráneo sino que se desarrolla en un exocerebro, en el
mundo artificial que hemos construido para servirle de prótesis. Con máquinas
que aprenden solas y se comunican entre sí, ¿podemos decir que ya existe una
cultura robótica capaz de imponerse a la cultura humana?
No hay todavía una cultura robótica en el sentido de que las
máquinas inteligentes sean capaces de construir redes simbólicas que las
envuelvan y las conecten a otras máquinas o a los humanos. Eso podrá ocurrir el
día en que los ingenieros o las mismas máquinas sean capaces de construir
exocerebros robóticos. Las máquinas inteligentes ya pueden interactuar entre
ellas, siempre y cuando nosotros las conectemos. No lo pueden hacer por sí
mismas.
¿Cree que estamos cerca de la singularidad? De ese
momento en el que las máquinas pueden ser consideradas más inteligentes que los
humanos porque son capaces de procesar más información, a más velocidad y tomar
la decisión más conveniente para el futuro.
Estamos lejos de la singularidad que serían las máquinas
conscientes, que dejarían de ser objetos para convertirse en sujetos. En
cambio, sí hay máquinas más inteligentes, más rápidas, con más memoria, que
aprenden solas con mayor eficiencia y son capaces de decidir el curso de una
acción en el futuro mejor que nosotros. Pero estos robots son unidimensionales,
solo nos exceden en un terreno delimitado, carecen de una inteligencia general.
Nos ganan en juegos, como en ajedrez o póker. A este nivel, se puede esperar
que cada vez habrá máquinas mejores que nosotros.
Usted se ha referido en La
melancolía moderna al riesgo que supone la ausencia del otro, el
no reconocer a los demás. ¿Cree que con la pandemia se ha agravado el problema?
La ausencia de otro sería nuestra muerte. Rimbaud dijo muy
claramente: “Je est un autre (yo soy otro)”.
El exocerebro no está compuesto de símbolos flotando en el vacío. Esos
símbolos, esas prótesis algorítmicas, están apoyadas en los otros, en la
sociedad que nos rodea, en personas de carne y hueso.
La pandemia nos ha obligado a filtrar los contactos con los
otros a través de las pantallas para esterilizarlos de virus. Pero esta
sanitización distorsiona nuestras relaciones. Y cuando los lazos que nos
conectan con los otros, de trabajo o de amistad, se debilitan y se estrechan
para quedar reducidos a redes digitales, pueden aparecer formas inquietantes de
melancolía.
¿Nuestra confianza en la tecnología está justificada?
¿Desaparecerán la desigualdad, el cambio climático, las pandemias…?
La desigualdad, el cambio climático y los virus con
potencial pandémico no desaparecerán en un futuro próximo. Son fenómenos de
larga, muy larga duración. La pobreza, acaso, se podrá eliminar en un futuro no
demasiado lejano. Los daños provocados por el cambio climático tal vez se
puedan atenuar. Estaremos equipados para pandemias venideras. Pero no está
visible un horizonte social donde no haya desigualdad, ni enfermedades, ni
trastornos climáticos. Pero sin una tecnología sofisticada, estos problemas
podrían llegar a ser extremadamente peligrosos.
¿Es la tecnología un placebo? ¿Cree que vivimos
deslumbrados por el éxito de las compañías tecnológicas y sus creaciones? ¿Son
los nuevos chamanes?
Las tecnologías no son inocuas, no son placebos, pero pueden
ser usadas como tales. Una máquina incomprensible y aparentemente muy
complicada aplicada a un enfermo puede aliviarlo. El uso de prótesis
tecnológicamente muy sofisticadas tiene un valor simbólico que genera en los
humanos un efecto placebo. Es el caso de los teléfonos móviles y de los
videojuegos. Nos proporcionan placer y su ausencia nos provoca dolor o
ansiedad. Las tecnologías modernas manejadas por nuevos chamanes pueden lograr
efectos de alivio. Pero también pueden convertirse en nocebos, lo contrario al
placebo.
Entre las grandes cuestiones de nuestro tiempo y en nuestros
países más desarrollados está la preocupación por el desarrollo ético de la
inteligencia artificial. ¿Cree que está justificada esa preocupación? ¿Por qué?
Lo que más debe preocupar es la conciencia artificial, no
tanto la inteligencia artificial. Desde luego que la inteligencia artificial
aplicada a los armamentos genera problemas éticos nuevos, pues estas máquinas
destructivas funcionan a veces de manera autónoma y los humanos pierden el
control. Es el caso de proyectiles programados para dirigirse a un objetivo y
que no pueden ser detenidos por los programadores del artefacto. Tienen que ser
destruidos, si hay suerte, por las defensas que se encuentran en el entorno del
objetivo enemigo. El posible surgimiento de una conciencia artificial sin duda
nos enfrenta a un complicado problema ético. ¿Las máquinas conscientes, los
robots, serán formas de una nueva esclavitud?
¿Es la inteligencia artificial el máximo exponente del
exocerebro? Y si fuera así, ¿estamos entregando nuestra esencia humana a las
máquinas?
El principal componente del exocerebro sigue siendo el
habla, el lenguaje. La IA es la expresión más reciente del exocerebro, es
decir, de la parte externa de nuestra conciencia. Nuestra conciencia siempre ha
estado entregada a instancias externas. Nuestra esencia humana es esa
externalidad de la conciencia. Pero la IA basada en máquinas es también una
esfera robótica que, en un futuro todavía lejano, podrá independizarse y
generar sus propias formas de conciencia. El peligro de que nosotros, los humanos,
acabemos siendo el exocerebro biológico de máquinas hiperinteligentes es algo
que todavía está en el terreno de la ciencia ficción.
La confusión, la hiperactividad, el cansancio, la
hiperinformación, el aburrimiento como amenazas para nuestra propia existencia,
nuestro modo de vida, nuestro futuro.
Todo ello está creciendo y conforma una amenaza real. El
exceso de información como una masa indiscriminada y caótica que nos llega a
través de las redes informáticas, guiadas por inteligencias robóticas, es un
fenómeno altamente tóxico. Genera abulia, produce aburrimiento, nos cansa y nos
hace sentir superfluos y perdidos en el caos. Hay que agregar otro desafío: la
melancolía que invade a las sociedades que experimentan grandes y acelerados
cambios, que ven como sus formas tradicionales de vida se esfuman.
¿Cómo interpreta el momento que vive China? Ese liderazgo
reconocido en ámbitos como la IA y otras áreas tecnológicas con el que
deslumbra al mundo.
En 2014, estuve en China realizando una investigación sobre
el desarrollo de las ciencias sociales. Me interesó mucho entender ese peculiar
comunismo capitalista que domina allí. Es una situación muy paradójica, pues
China es una sociedad que aloja extraordinarios avances técnicos, científicos e
industriales y, al mismo tiempo, arrastra el enorme peso de un amplio sector
muy atrasado, conservador y arcaico.
En China ya no se exalta la lucha de clases marxista sino la
armonía preconizada por Confucio. La rapidez del desarrollo chino es asombrosa,
pero hay que pensar que partieron de muy abajo. Las restricciones a la libertad
de expresión y pensamiento podrían, en algún momento, frenar su proceso de
expansión. La impresionante acumulación de capital tiene su origen en la
corrupción, un cáncer peligroso.
¿Cuál es su posición respecto al transhumanismo? La
posibilidad de que las soluciones tecnológicas contribuyan al mejoramiento
humano.
El transhumanismo es una especie de chamanismo posmoderno,
pues parte de la idea de que las prótesis rituales y simbólicas pueden crear
extraordinarios efectos biológicos y contribuir a la sanación. Los
posthumanistas sustituyen los rituales y los simulacros por prótesis realmente
implantadas en el cuerpo de los humanos para aumentar sus capacidades. Las
palabras del chamán son sustituidas por artefactos. El objetivo es la creación
de una nueva especie posthumana, los cíborgs.
El gran gurú del transhumanismo, Ray Kurzweil, está
convencido de que mediante implantes intracerebrales los humanos podrán
convertirse en seres mucho más inteligentes y sanos. Se quiere incorporar los
mecanismos exocerebrales al cuerpo mismo del cerebro mediante implantes
tecnológicos hipersofisticados. Muchos transhumanistas piensan que la
singularidad tecnológica que producirán unos seres posthumanos no está muy
lejana. Creen que, en apenas unas décadas, estaremos viviendo un mundo
posthumano.
Creo que están equivocados y que esa singularidad tardará
mucho más en llegar y será muy diferente a la que imaginan. Lo que vendrá serán
máquinas conscientes que acompañarán a los humanos. Yo he dicho que los
transhumanistas parecen más bien unos chamanes que viajan al futuro y predican
la sustitución de órganos por prótesis tecnológicamente sofisticadas con el
objeto de llegar a una condición utópica. Hay un ingrediente religioso en la
espera del advenimiento de la Singularidad, con mayúscula, que abrirá la puerta
a una nueva época
¿Qué nos define como humanos?
Lo que nos hace humanos es la parte no biológica de nuestra conciencia.
Se trata de otra singularidad, con minúsculas, la de las prótesis artificiales
que constituyen la cultura y el entorno social que los humanos hemos creado. La
singularidad que reúne, en una sola red, la palabra con la sensibilidad.
La automatización, los robots nos liberan cada vez de más
tareas. Muchos lo interpretan como una amenaza para el empleo. ¿Está
justificado?
En un mundo ideal, solo las máquinas estarían empleadas. Yo
creo, junto con algunos economistas, que es necesario impulsar una nueva forma
de libertad: la libertad de no trabajar o de decidir libremente el tipo de
trabajo que se desea. Se trata de poner en duda el carácter sagrado del
trabajo, santificado tanto por las tradiciones religiosas como por el
liberalismo o el marxismo. El trabajo ya no se asocia naturalmente a la
libertad por su carácter moral o redentor. Estas ideas se ligan a la propuesta
de un ingreso básico universal.
¿El futuro será mejor? Con una perspectiva elevada como
ha podido tener Bezos desde su nave espacial, ¿se atreve a describirnos en un
tuit el futuro de la humanidad?
¿Todo eso en menos de 280 caracteres? Esta es mi respuesta:
el futuro profundo es previsible: nos toparemos con el reto del ocaso del sol.
A corto y mediano plazo debemos ser conscientes de esa amenaza cósmica, que
ocurrirá dentro de 7000 millones de años, y construir desde hoy la inteligencia
necesaria para sobrevivir a esa catástrofe.
https://theconversation.com/roger-bartra-somos-seres-esencialmente-artificiales-169109
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