PÀGINES MONOGRÀFIQUES

5/7/21

Se precisan ciertos conflictos para que la personalidad desarrolle defensas naturales

MI ABUELA Y LA NUEVA ERA

Mi abuela se llamaba Rosita, y nació en 1910. Mi abuela no sólo no fue atendida en su infancia, sino que a cambio tuvo que cuidar a unos 14 ó 15 hermanos, pues su mamá tuvo veinte hijos (y por tanto veinte partos naturales, toma New Age). Varios de ellos murieron de pequeños, y Rosita, siendo sólo una niña, era la encargada de confeccionarles las mortajas.

Aclararé a los adeptos a los seminarios sobre cómo asumir la muerte, que las mortajas son los vestidos que se les pone a los muertos. Con 80 años, Rosita todavía lloraba al recordar cómo confeccionaba esos preciosos y terribles vestidos blancos para su hermanita de dos años, o para esa otra de diez, dos de los varios cadáveres que vistió "para que fueran guapos al cielo".

Ya en plena guerra civil, durante los bombardeos tapaba con almohadas las caras de sus aterrorizadas hermanas, y les decía para hacerlas reir: "¡Venga, que San Pedro os vea al menos las caras bien hermosas!". Mi abuela no aprendió eso en ningún cursillo de fin de semana sobre resiliencia.

Las casas de sus vecinos fueron destruidas. Durante su juventud sólo escuchó lamentos de madres que habían perdido a sus hijos, incluidos los gritos de su propia madre, que al final enloqueció y tuvo que ser internada.

Acabada la guerra, su juventud la pasó en largas colas para conseguir un mendrugo de pan. Toda la ciudad de Barcelona era un grandioso lamento de hambre, dolor y muerte. Pero Rosita pudo al fin conseguir un trabajo en una perfumería. Y además un hombre se enamoró de ella, mi abuelo Agustín. Claro, sería el destino.

A mi abuelo Agustín se le murió su madre justo al nacer. Su padre se casó con otra mujer, quien ejerció de madrastra en el peor de los sentidos. Acostumbraba a perseguir al pobre Agustín con un cuchillo en la mano. Mi abuelo, entonces un niñito de cinco años, se escondía debajo de la mesa del comedor llamando a gritos a su mamá, la de verdad, la que sólo conoció por fotografías. Toma educación libre.

Agustín tuvo que ir a la guerra, y fue herido en la batalla del Ebro. Estuvo tres años en hospitales militares. Hizo lo posible y lo imposible para que esa herida no curara jamás, con la finalidad de librarse de volver al frente. En ese tiempo escribía cartas a Rosita, quien pensaba que había muerto. Cuando regresó a Barcelona, estaba completamente calvo, feo y gordo, según palabras de mi abuela. Pero se casaron, y tuvieron a su única hija, a la sazón mi madre. Sin seminarios de tantra, oigan.

De tanto enterrar hermanos, Rosita desarrolló una intensa fobia a los cementerios. Agustín, por su parte, no soportaba el viento, que le traía a la memoria el que soplaba durante la batalla del Ebro. Limitados como estaban por sus numerosos traumas, salieron adelante. No sólo no se suicidaron, sino que conservaron un excelente humor toda su vida. Sin talleres de risoterapia.

Ayer vi a ese niño en su imponente carro, o cabría decir nave espacial. Sus papás, adeptos acuarianos, son dos adultos histéricos que corren a darle una botellita de agua o un caramelo (biológico) cada diez minutos. Y cada veinte le ponen o le quitan al pobre niño alguna prenda de ropa, con la finalidad de que no pase ni el más ligero frescor, ni la más mínima calorcita.

Gorrito si hace sol, cremita en los brazos, papá corriendo detrás comentando en voz alta lo bella que es la vida, mamá poniendo Mozart por aquello del desarrollo cerebral. Cada conato de llanto es ansiosamente suprimido con una caricia, un dulce, o una gracia nada graciosa. Fotos del Buda en la habitación. Y talleres, infinidad de talleres sobre cómo doblar servilletas o poner un jarrón de flores en la mesa.

No sé. Ni mucho menos pienso que el tipo de vida que les tocó a mis abuelos fuera benéfico, todo lo contrario. Pero me parece que nos estamos pasando al otro lado. Se precisan ciertas dificultades, cierta cantidad de virus y bacterias, ciertos conflictos para que la personalidad desarrolle unas defensas digamos naturales. Creo que pretender eliminar del todo el concepto "defensa", sólo porque suena a guerra y a esfuerzo, no es bueno.

Rosita era además diabética, tuvo que pincharse insulina ella misma durante cuarenta años en el vientre (que tenía completamente morado). Un médico se equivocó en un tratamiento y la dejó ciega de un ojo. Era obesa, y tenía cáncer de útero. Y también era la persona más sonriente, estable y animosa que he conocido jamás.

Durante los últimos diez años de su vida nos regaló su poderosa e inquebrantable energía, que no tiene nada que ver con las bobadas de la energía positiva Nueva Era. Ahora salen esos memos explicando sus experiencias espirituales al ver una puesta de sol. Acuden a integrar la muerte, respiran, recitan mantras y hasta meditan. Huyen del esfuerzo como si fuera el demonio.

Si se presenta un conflicto, se sientan a esperar a que todo fluya. Y vaya si fluye, pero al margen de sus vidas. La vida incluye una buena dosis de confusión, dolor, violencia, odio y traumas. Y los que pretenden evitar esas cosas con demasiado énfasis al final comprueban que también se han perdido el éxtasis, la alegría, la portentosa fuerza de la vida. Porque placer y dolor, vida y muerte son inseparables, y la Nueva Era muchas veces cae en el error de pretender quedarse con una cara de la moneda. ¿Y qué ocurre cuando no deseas coger una cara de la moneda? Pues que pierdes la moneda entera.

Gracias Rosita y Agustín, por vuestra lección de terror, miseria, alegría y felicidad. Una lección de Vida. Ahí arriba, donde quiera que estéis, seguro que continuáis riendo, esta vez al contemplarnos a nosotros, las nuevas generaciones

http://guntheremde.blogspot.com.ar/

https://diosesencuerposhumanos.blogspot.com/2012/05/mi-abuela-y-la-nueva-erahistoria-de.html  

No hay comentarios:

Publicar un comentario