Nuevas palabras para un nuevo mundo
¿Es posible fundar una nueva ética de la Tierra en las
emociones de desgarro y la profunda sensación de pérdida que percibimos a
medida que el Antropoceno se extiende inexorable arrasando con todo ante
nuestros ojos? ¿Puede nuestra tristeza, pero también nuestra rabia, tener
potencial político para intervenir sobre la trayectoria de destrucción
ecológica que provocan nuestras sociedades?
Para Glenn Albrecht,
filósofo australiano y profundo amante de la naturaleza y de los pájaros de su
tierra natal, vale la pena tomarse en serio el potencial ético y político de
nuestras emociones para poner en marcha una revolución cultural que defienda lo
que es bello y valioso antes de que la inacción nos haga lamentar una pérdida,
evitable, aún mayor.
No cabe ninguna duda de que el ser humano se mueve por sus emociones tanto o más que por sus razones. Lo cierto es que tenemos razones de sobra para modificar nuestros modos de vida individuales y colectivos en una sociedad que se dice a sí misma fundada en las virtudes de la razón y de la técnica, pero que sin, embargo, desatiende obstinadamente las ya demasiadas llamadas de atención por parte de la comunidad científica que nos advierte de las terribles consecuencias que nos esperan si no lo hacemos pronto y con decisión.
Si no nos faltan razones, y dejando de lado la más que
posible hipótesis de que realmente no nos creamos lo que sabemos, quizá nos falte
una motivación más básica y poderosa: la de una profunda conexión emocional que
nos una también en el plano de lo afectivo con aquello con lo que estamos
inevitablemente conectados en el plano material. Estamos (sobre) informados,
pero nos hallamos muy lejos de conmovernos por la deriva ecocida de nuestra
civilización.
Las
emociones de la Tierra (MRA Ediciones, 2020) es un ensayo sobre
las raíces de esa desconexión con la Tierra y sus consecuencias psicológicas,
espirituales y ecológicas a través de la dimensión emocional en la que todos
estos planos de la existencia se dan cita en nuestra vida cotidiana. Suele
decirse, con razón, que no hay nada más poderoso que el amor de una madre,
quien sería capaz de cualquier cosa, incluso de comprometer su propia seguridad
y bienestar con tal de asegurar lo mejor para sus hijos.
El amor nos instala en un cambio de perspectiva moral, nos
pone en el lugar del otro, consigue hacernos trascender nuestro ego para poner
a aquello que se ama y su bienestar por encima de nuestros propios deseos
inmediatos o intereses particulares. Necesitaríamos sentir algo parecido al
amor de una madre por sus hijos cuando pensamos en la Tierra, aunque en este caso
seríamos sus hijos los que nos pondríamos a su servicio para cuidarla. Para que
esto sea posible necesitamos, en primer lugar, reconocernos como una pieza más
de la extensa y compleja red de sistemas vivos a los cuales nuestro destino
está indefectiblemente unido.
Sin esta conciencia primaria de nuestra dependencia de la
salud de los ecosistemas de los que formamos parte que nos devuelva a nuestro
modesto lugar en la trama de la Vida no hay revolución espiritual posible. Como
la madre con sus hijos, sólo se cuida lo que se ama y sólo se ama lo que se
conoce. Y es que probablemente la reconexión espiritual que necesitamos sea
indisociable del contacto directo y frecuente con la Naturaleza, así como de la
interiorización de las reglas básicas que rigen la Vida a través de la
alfabetización ecológica.
En ese sentido, Albrecht se suma a una amplia lista de
pensadores medioambientales, como Ginny Battson, Paul Kingsnorth o Arne Naess,
que han reivindicado algún tipo de papel central para las emociones en su fundamentación
de una ética ecológica. La clase de ecologismo que necesitamos es uno que nazca
de la defensa apasionada de una naturaleza a la que amamos (como el movimiento
Chipko en la India o los Na’vi en la película Avatar) porque la
sentimos como parte integral de nuestro bienestar psíquico, físico y emocional.
Desde ese punto de vista, no nos basta con un ecologismo de operaciones
cosméticas que consista simplemente en implementar una batería de medidas
políticas e innovaciones tecnológicas que, por positivas que sean, no buscan
sino permitirnos continuar dominando conforme a nuestros intereses económicos
una Naturaleza completamente ajena a nosotros.
Para que la potencia revolucionaria del ecologismo no se vea
mermada y eventualmente reducida a un ilusorio y superficial ejercicio de
readaptación técnica de nuestro metabolismo socio-económico, sino que incida de
forma certera en las verdaderas causas que nos han traído hasta aquí,
necesitamos recobrar el amor y el cuidado como verdaderas prácticas revolucionarias,
que además tienen la virtud de que no se agotan sino que se expanden en cada
intercambio, desafiando a las leyes de la termodinámica y a las de la economía
neoliberal que nos insta a creer que todo es una operación de suma cero en la
que o bien se gana o se pierde.
No podemos dejar de recordar en este punto el valioso
trabajo de la ecofilósofa galesa Ginny Battson, mencionada anteriormente, cuyo
libro Fluminismo. El amor y la ecología como fuerza integradora para el
bien y como resistencia contra la mercantilización de la naturaleza y los
daños planetarios (Ediciones Genal, 2020) es un complemento excelente
a lo dicho hasta aquí.
Recordemos que lo contrario del amor no es el odio —que no
es sino una forma pervertida con la que se redirige esa fuerza pulsional de
forma destructiva— sino la indiferencia. Esta es la postura colectiva
mayoritaria en nuestras sociedades, la de una sensación de que todo esto, en
realidad, no va con nosotros, de que la crisis socio-ecológica en curso es algo
que está ocurriendo ahí fuera, no algo que nos está ocurriendo
también a nosotros mismos. Aquí está para Albrecht la clave espiritual de
nuestra crisis socio-ecológica, en la profunda indiferencia hacia todo lo que
sucede a nuestro alrededor, la erosión de nuestra capacidad para ser afectados
y conmovernos ante la devastación a la que estamos sometiendo a la Tierra, el
único hogar en el que podemos desarrollar vidas que merezcan la pena ser
vividas y que es fuente de una incomparable belleza ofrecida de forma gratuita.
No obstante, hay buena parte de la población mundial que sí
se percata de estas cuestiones y que sufre en primera persona sus devastadoras
consecuencias. Existe todo un espectro de emociones negativas, desde la
perplejidad paralizante a la depresión profunda a consecuencia de la toma de
conciencia del ecocidio planetario, a las que Albrecht denomina terrapthóricas,
vinculadas a las fuerzas destructivas que asolan la Tierra. De entre todas
ellas destaca la sensación de angustia, desolación o trauma inducido por la
percepción de un cambio ambiental negativo en el entorno natural, para la que
el propio Albrecht acuñó el nombre de solastalgia, a la cual dedica
un capítulo entero en el que se da cuenta de algunas de las formas concretas en
las que esta emoción se manifiesta entre las comunidades locales del Upper
Hunter, una región del sur de Australia especialmente afectada por los
megaproyectos extractivistas de minería del carbón que han destruido el paisaje
y puesto en marcha profundos cambios ambientales nocivos tales como la mayor
propensión a sequías o incendios.
Del lado opuesto, se nos ofrece un repaso por las emociones creadoras de vida o terrasnacientes a las que Albrecht consagra el abandono del Antropoceno en favor de un profundo cambio de conciencia a nivel generacional que nos introduzca en una nueva era en lo que se refiere a nuestra relación con la Tierra, un período al que denomina el Simbioceno, caracterizado por la centralidad de la simbiosis en nuestra cosmovisión y perspectiva moral, algo así como una invitación a la práctica integral de la simbioética.
De nuevo, con un pie en la ciencia, a hombros de los reconocidos
aportes de la bióloga Lynn Margulis, y con otro en la dimensión más espiritual,
que bebe en este caso de las reflexiones filosóficas de Hegel y las
cosmovisiones de los pueblos indígenas australianos sobre la interconexión de
todas las cosas, nuestro autor explora desde esta matriz simbiótica todas las
posibilidades de renovación cultural que posibilita la toma de conciencia de que
todo lo vivo lo está en virtud de otros organismos con los que colabora a un
nivel muy básico, tanto que en muchos casos dicha conexión es tan invisible
como esencial, en mutuo beneficio.
De nuevo, como ocurre con la abrumadora información de la
que disponemos acerca del cambio climático y el ecocidio en marcha, este cambio
de paradigma que ya hemos realizado en el ámbito de las ciencias formales hace
varias décadas no ha calado de forma definitiva en nuestra forma de
experimentar el mundo. Quizá este sea el punto en el que el libro de Albrecht,
como demuestra su propia vida de granjerósofo en la que
combina el trabajo intelectual con el cuidado hacia la tierra que le vio
crecer, no es tan solo una llamada a la espiritualidad en el sentido más vano e
ingenuo del término, sino una puesta negro sobre blanco de los síntomas
contemporáneos que nos hablan de una vieja conexión perdida con la Naturaleza
de la que formamos parte y que debemos recuperar mediante la experiencia
directa de nuestros sentidos y no desde un mero juego de abstracción
conceptual. Salir a pasear por el bosque con atención plena en lo que sucede a
nuestro alrededor, apartar por un tiempo la mirada del reclamo posesivo de
nuestros aparatos electrónicos, participar en proyectos colectivos que excedan
nuestros intereses individuales hacia una tarea común por la que merezca la
pena trabajar…
Hay otra cuestión, central en este libro desde su propio
título, la de la invención de nuevas palabras para tratar de orientarnos en el
frondoso paisaje emocional de nuestra relación afectiva con la Tierra. Hay
quien puede pensar que esta afición por los neologismos es un exceso un tanto
irrelevante —cuando no contraproducente— para objetivo general de difusión de
los objetivos y principios del ecologismo. Yo estoy con los que piensan que si
las etiquetas van a ser un obstáculo es mejor que prescindamos de ellas. Ahora
bien, a quienes le entusiasmen o entretengan las etimologías y la belleza del
lenguaje, entre los que también me cuento, harán bien en contribuir a la riqueza
estética de un movimiento que, por lo general, no suele contar entre sus
páginas con una postura muy atractiva. Las palabras son una excusa, sin
capacidad de agencia propia, para multiplicar los sentidos desde los que
intervenimos en la realidad y en ese sentido sí son muy valiosas.
Como dice Albrecht hacia el final del libro, la verdadera
lucha por superar el Antropoceno se libra entre las fuerzas creadoras que
engrandecen y aquellas destructoras que degradan la Vida. La envergadura de
esta empresa nos hace caer en la cuenta de la enormidad de lo que se juega en
este momento histórico de crisis civilizatoria, que es mucho más que un cambio
inevitable de sistema socio-económico: se trata de la toma de conciencia acerca
de aquello que verdaderamente somos, de nuestra condición ecodependiente e
interdependiente y de las nefastas consecuencias que tiene desentendernos del
imperativo de cuidado al que cotidianamente nos reclama la realidad, cuyo
bienestar y el nuestro es uno solo.
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