UNA ISLA DONDE APRENDER A SER RESILIENTE
Nómadas del mar, bucaneros del siglo XXI, travellers flotantes,
vagabundos de altura o punkis de cabotaje, aspirantes a piratas y chusma
antisistema: uníos!
Este artículo es adaptación para 15/15\15 de una entrada que
escribí hace poco en mi blog personal para explicar a familiares y amigos las
razones que me empujaron a dejar atrás la vida en la ciudad, y mudarme junto
con mi compañera y mi hijo a una isla enmedio del Atlántico para abrazar una
existencia más simple y resiliente. Podría parecer una decisión
supervivencialista, sin embargo la elección del lugar fue motivada simplemente
por su belleza, y las calidades humanas de la gente que conocimos allí. Para
contextualizar el texto, cabe precisar que en la última década estuve viajando
en velero varios meses al año, y soy co-fundador de la Cofradía de Navegantes Anarquistas.
“Si el mundo está en llamas, cuenta una historia. A veces es justamente cuando todo parece acabado para siempre que las cosas más grandes comienzan” —Roberto Mercadini
Cuando en mayo del 2019 cruzamos desde Bermudas a Azores
con L’Alliance, aterrizamos en
la isla de
Flores. Esta isla es una pequeña joya de la naturaleza plantada en el
centro del Atlántico Norte, equidistante de Portugal y de Canarias, y aunque
parezca mentira, también de Canadá. Es muy verde, pues tiene abundancia de
agua, lagos y cascadas. Como todas las Azores es de origen volcánico, pero a
diferencia de las demás islas, Flores se encuentra sobre la placa tectónica
norteamericana, y sus volcanes están totalmente extintos. Tiene la menor
densidad de población de todo el archipiélago, y por lo tanto es la menos
urbanizada.
Tara Expeditions opera desde el 2003 para el medio ambiente
y la búsqueda científica, gracias a un barco mítico: la goleta Tara, concebida
para navegaciones extremas. En 10 años, el velero ha recorrido más de 135.000
millas para estudiar y comprender el impacto del cambio climático y de la
crisis ecológica sobre nuestros océanos,
Pero más allá de los increíbles paisajes y de las maravillas
naturales que llevaron la UNESCO a declararla “Reserva de la Biosfera”, nos
fascinó conocer a la pequeña comunidad multicultural que vivía allí: ex
navegantes gabachos, gringos, sudafricanos, hippies de
tierra y de mar, gente de todas las edades que, de una manera u otra, eligieron
esta isla como hogar y trocaron el trimado de las velas por el arado de los
campos o el ordeño de las cabras, u otra actividad ciertamente menos bucólica
pero infinitamente más rentable… el alquiler vacacional (al fin y al cabo de
algo hay que vivir). En una semana ya habíamos conocido a toda esa peña, y
soltamos amarras con la certeza de que algún día volveríamos, posiblemente tras
muchos más viajes por mar, y acabaríamos nosotros también poniendo raíces en
Flores.
Mientras tanto se acercaba un momento de transición
importante en mi vida: en junio vendíamos L’Alliance y nos preparábamos para el
nacimiento de Morgan, previsto para septiembre. Incluso antes de vender el
barco con el que habíamos dado la vuelta al Atlántico Norte, ya estaba soñando
con un nuevo barco, un velero de aluminio con el que reanudar los viajes por
mar una vez que nuestro hijo ya no fuera tan bebé. Dio la casualidad de que el
arquitecto naval Luc Bouvet (el que diseñó Tara) me había aconsejado,
en un intercambio de e-mails, un curso de Jean-Marc Jaconvici sobre
energía, que
se puede ver integralmente online (8 clases de 2h y media cada una).
Ese curso fue para mí un hito que desvió mi interés por los barcos hacia algo
más trascendental: si desde la adolescencia había cultivado inquietudes acerca
de los devastadores efectos de la actividad humana sobre el planeta y
últimamente había apreciado lecturas como los ensayos
de José Ardillo, desde agosto del año pasado mis ideas libertarias y
ecologistas se enriquecían con una nueva dimensión, un nuevo eje: la
interpretación de toda la actividad humana en clave energética.
De repente tomaba conciencia de las dinámicas implícitas a
la economía mundial, y su dependencia insoslayable de los combustibles fósiles…
La relación de proporcionalidad directa entre producción de crudo y PIB. La
profundidad con la cual los derivados del petróleo han permeado nuestra vida,
al punto de que alimentación, transporte, higiene, vivienda y substancialmente
todo lo que necesitamos depende de los hidrocarburos. Que las energías
renovables fueron aprovechadas por la humanidad durante milenios y abandonadas
frente a la lujuria energética proporcionada por el carbón y el oro negro (así
desapareció, por ejemplo, la tradicional marina a vela). Que las renovables
actuales —creadas, por cierto, de manera no renovable— no han sustituido ni en
una mínima parte la producción termoeléctrica, sino que se han simplemente
sumado a ella para satisfacer la continua pujanza de la demanda. Que el
crecimiento sostenible es un oxímoron. Que estos dos siglos y poco de
abundancia y despilfarro energético, una ridiculez en términos históricos y aún
más en términos geológicos, han alterado la biosfera de manera suicida e irreversible,
dando pie a la sexta extinción masiva de especies animales y vegetales, y a la
famosa disfunción climática que se manifiesta con eventos meteorológicos cada
vez más extremos.
Mientras Marina estaba a pocas semanas de dar a luz, yo no
paraba de hablarle de estas clases y de sus inquietantes implicaciones. El
curso de Jaconvici me esclareció verdades que intuía desde siempre, pero que
nunca me había parado a estudiar. Y sirvió de acicate para ponerme a
profundizar estas temáticas y llegar, a través de otros muchos autores, a
conectar las distintas piezas del puzzle hasta obtener el panorama completo. Un
panorama bastante desolador, mucho
peor de lo esperado…
Empecé por el imprescindible The Limits to Growth,
el informe de un grupo internacional de investigadores que, en 1972, utilizaron
por primera vez un ordenador y un complejo diagrama de dinámica de sistemas
para calcular hasta dónde podía alcanzar el crecimiento exponencial de la
especie humana y sus consumos: en el escenario más realista, el colapso de la
sociedad termo-industrial era previsto para la década actual, entre 2020 y
2030.
O sea, que hace medio siglo que los científicos nos venían
alertando… Me sumergí en los trabajos de analistas franceses como Pablo Servigne, o el
astrofísico Aurélien
Barrau. Me apunté al grupo de reflexión y debate de Extinction Rebellion Barcelona, y
gracias a ellos descubrí grandes estudiosos ibéricos como el investigador del
CSIC Antonio Turiel, el
filósofo Jorge Riechman,
el profesor Carlos Taibo, el
divulgador Ferran Puig Vilar,
y la mítica Yayo
Herrero. Acabé suscribiéndome a la revista 15/15\15, y
a la trimestral Yggdrasil.
También estudié autores anglosajones como el difunto David Fleming o Jem Bendell, gurús de la resiliencia y de la
adaptación profunda al colapso.
Porque es de colapso de lo que estamos hablando, por si
todavía no os quedaba claro: todos estos pensadores lo asumen, la información
está ahí, hay datos de sobra, es cuestión de acatar la realidad, o seguir
mirando hacia otro lado. Nadie puede saber si será una lenta agonía o un súbito
apagón, ni mucho menos si será tal año o tal otro. Pero el lujo energético y
extractivista en el que vivimos es insostenible y está llegando a su fin, pues
es imposible un crecimiento infinito en un mundo limitado. Tarde o temprano
tiene que acabar, al igual que si tiramos una pelota al aire podrá caer aquí o
allá, pero caer caerá: por mucho que quisiéramos, no seguirá volando cada vez
más arriba. Y no hace falta una licenciatura en economía para saber que el
paradigma capitalista exige un crecimiento perpetuo, pues sin una perspectiva
de lucro la compleja maquinaria quiebra y se desmorona.
Mientras iba digiriendo todas estas consideraciones y
elaborando mi luto por el inminente fin de la sociedad disfuncional en la que
estamos acostumbrados a vivir, me iba replanteando algunas creencias comúnmente
aceptadas: por ejemplo, la de que tener un piso en Barcelona es una seguridad
para toda la vida y una inversión lógica para dejar algo en herencia a tu
prole. Si las ciudades son lo menos sostenible de una sociedad ya de por sí
insostenible, ¿para qué quiero yo mi piso en un Poble Sec gentrificado y
deshumanizado?
¿Te imaginas el caos de una ciudad hambrienta, sin agua y
sin electricidad durante tan solo tres días? Yo no lo quiero ni pensar. Por lo
tanto empecé a acariciar la idea de vender ese piso… Pero la familia y los
amigos me tomaban por loco, y no entendían mi ansia. Hasta que un día, mientras
estaba trabajando como cada año en el montaje del Mobile Word Congress, el
evento entero fue anulado en razón de un virus que por aquel entonces no había
ni siquiera llegado a España. Los trabajadores del sector no lo podíamos creer.
La anulación del MWC, una feria que cada año mueve unos 500 millones de euros,
era algo totalmente impensable hasta que aconteció. Para mí fue más claro que
una señal del cielo: era el comienzo del fin, la primera avería en la
maquinaria macroeconómica… nada volvería a ser como antes. Y ese mismo día me
apresuré a poner el piso a la venta.
Tuve la suerte de venderlo con relativa facilidad y firmé
ante notario en pleno confinamiento. Porque mientras tanto se había declarado
la pandemia, y estábamos todos encerrados en casa, contemplando cómo un virus
relativamente poco letal desencadenaba el comienzo de la crisis sistémica que
de todas formas estaba al caer. Nosotros, en casa de Marina, hicimos una
pequeña huerta en la terraza y nos dimos cuenta de que era bastante más
agradable y humano pasar las jornadas jugando con nuestro hijo de 6 meses en
lugar de trabajar 12h al día en la Fira. Pero también tuvimos tiempo de
reflexionar sobre cómo encarar nuestro futuro.
Mi blog favorito era sin duda el de Antonio Turiel: fue
en uno
de sus artículos que leímos el concepto de “vida B”, o sea una
existencia resiliente, que apunta a emanciparse de los combustibles fósiles, en
un entorno comunitario de ayuda mutua que garantice las necesidades de las
personas a escala local, revalorizando el tiempo libre para actividades
sociales que proporcionen felicidad y satisfacción sin abusar de los recursos
que nos ofrece la Naturaleza. La vida B es el opuesto de
la vida A, nuestro día a día atomizado, hecho de productividad y
consumo, de relaciones virtuales y apresuradas, de usar y tirar.
La única verdadera transición energética no será un campo de
eólicas, como nos pretenden vender, sino una transición individual y colectiva
desde la vida A a la vida B. Cabe destacar que el concepto de vida B no es nada
extraño para quienes hemos practicado la autogestión y la autoconstrucción
durante años, los que siempre hemos criticado la economía mercantil y las
instituciones, tratando de quedarnos al margen en la medida de lo posible. De
hecho, por mucho que me haya aburguesado con la edad, mi vida A de autónomo en
el sector de los audiovisuales siempre ha sido a tiempo parcial, pues la mitad
del año, cuando no estaba involucrado en algún proyecto alternativo, buscaba en
el mar mi dosis de emancipación y el salitre de la libertad.
En abril 2020, en cambio, me encontraba encerrado en un piso
del Clot, en medio de una pandemia, con todo eso del colapso en la cabeza, sin
barco y sin casa, pero con un hijo que nunca me hubiera planteado tener y una
cuenta Triodos con más dinero de lo que nunca hubiera imaginado ahorrar en mi
vida. Evidentemente volví a pensar en Flores. También seguía pensando en un
nuevo barco, en realidad: el resplandeciente barco de mis sueños, un casco de
aluminio planante, una mayor full batten sobre rodamientos y
con rizos automáticos… pero antes que nada había que volver a Flores. Volver a
la idílica isla para ver si éramos capaces de aguantar un invierno lluvioso,
aunque templado. Y sobre todo para averiguar si ese variado rejunte de neo
rurales que habíamos conocido podría constituir la base de una comunidad
resiliente, capaz de trabajar conjuntamente hacia una relativa autosuficiencia,
compartiendo recursos y conocimientos, sin perder el rumbo hacia el placer, la
plenitud, el bienestar del individuo y grupal.
A eso fuimos, y sin duda fue un gran acierto. En apenas tres
meses, hemos tenido más vida social que en Barcelona los últimos cinco años:
bailamos y hacemos yoga cada semana, estamos aprendiendo un montón sobre
plantas autóctonas y cultivos. Aquí la peña produce jabones, quesos,
mantequilla, yogurt, helados, mermeladas, zumos y conservas. La tierra es
fértil, la pesca es fácil, y hay una plaga de conejos salvajes por sí a uno le
da por jugar al cazador.
Compré mi primera motosierra. Planté mi primer árbol.
Cuidamos de nuestras primeras dos gallinas. Morgan se pasa el día con otros
niños, y tiene hasta una abuela adoptiva. El día de mañana, si
quisiéramos, le podríamos llevar a la guardería o a la escuela del pueblo. Aquí
no ha habido casos de COVID, y mucho mejor así, porque de todas formas tampoco
hay ningún hospital propiamente dicho. Todo es novedoso para mí, estoy
aprendiendo otro idioma y vivo en una especie de euforia constante como el año
que llegué a Barcelona. Con unos colegas, estamos hasta rescatando el antiguo
Clube Naval, restaurando la flotilla de Optimist, Laser, Requero y Obicat que
estaba allí muerta de risa.
Y sobre todo, tras dos meses de intensa búsqueda, estamos
por fin comprando la casa de nuestra vida B, orientada al Sur, con mil metros
de tierra y, por supuesto, vistas al mar.
¿Es el final de mis aventuras náuticas? Espero que no;
ciertamente es el comienzo de una vida más cercana a la Naturaleza respecto a
la que llevaba en Barcelona. Sin embargo la vida B no implica que todo el mundo
haya de meterse a cultivar para ser autosuficiente… Hay muchas otras
actividades que serán de gran utilidad, y un barco de vela seguirá siendo un
buen recurso en una sociedad post-combustibles fósiles, sobre todo para gente
afincada en medio del océano.
https://www.15-15-15.org/webzine/2021/01/02/una-isla-donde-aprender-a-ser-resiliente/
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