2020 EL AÑO QUE NOS REDESCUBRIMOS
Temo el invierno, temo al momento en que seremos
bombardeados con libros al estilo de “Mi vida con Corona”. Decenas, cientos de
autores descubriéndonos las alegrías de la vida sencilla: ¡Qué bonito no tener
que salir por la noche! ¡Qué bien sienta tener tiempo para leer un buen libro!
¡Y aprende a cocinar de nuevo! ¡Ser autosuficiente, volver a reflexionar sobre
ti y las pequeñas cosas! ¡El nuevo normal! ¿De verdad quieren leer miles de
páginas así? Yo no.
En estos tiempos de parón ordenado puede estar enseñándonos algo completamente diferente: que la vieja normalidad estaba escondida todo el tiempo bajo la superficie multicolor y diversa del entretenimiento político-televisivo. Lo que se llamaba “naturaleza del hombre” en aquella época en la que aún no se podía elegir género. Y eso muestra rasgos de la crisis que puede que encuentren comprensivos o no, pero que parecen estar profundamente arraigados en nuestro “natural”.
Ante el peligro, las personas cercanas se reencuentran de
nuevo. Familias, barrios funcionales. Levantan puentes y cierran puertas. Se
encierran frente al peligro que amenaza desde fuera y, sí, como un virus, de
otras personas. Hacen lo que era completamente habitual hace décadas, cuando no
había supermercados cercanos que estuvieran abiertos de la mañana a la noche:
se abastecen (acaparan incluso) y tratan de ser autosuficientes. Por cierto, el
comercio mundial no se paralizará si las empresas vuelven a aprender a mantener
existencias en lugar de depender únicamente de la inmediatez de las cadenas de
suministro.
No digo que me parezca bien o lógico acumular papel
higiénico, pero uno no debería verlo como algo despreciable: abastecerse
responde a un instinto básico y perfectamente humano. Es como si el mundo se
estuviese reduciendo de nuevo a un tamaño manejable, y fíjense: no solo parece
que vuelva a ser meritorio y útil “defender” las fronteras nacionales, también
los márgenes regionales recobran contundencia en los mapas. Confinados por
cachitos, por distritos, por CCAA, por países. No salga, que el peligro está
ahí afuera.
Intentemos hacer una lectura positiva: es posible que en
estos meses muchos de nosotros alcancemos el punto adecuado de humildad que nos
permita ver con claridad cómo un enemigo inesperado y ante el que no tenemos
armas de defensa (ni medicamentos, ni vacunas, ni milagros) destruye en un
abrir y cerrar de ojos todas aquellas grandes (grandísimas) cosas que teníamos
planeadas.
¿No íbamos a salvar el clima?, ¿a proteger a la naturaleza
del virus Homo sapiens? ¡Qué arrogancia! Precisamente en forma de virus, la
naturaleza se nos muestra como lo que siempre ha sido: un entorno hostil contra
el que las personas, desnudas de tecnología efectiva, intentan combatir sin
éxito. Igual ahora tenemos el tiempo necesario para reflexionar y darnos cuenta
de que solo aquellos que, como nosotros en occidente, se han atrincherado con
éxito contra ella durante siglos, han desarrollado tecnologías de defensa, que
han aprendido a prevenir y combatir incendios e inundaciones, y que viven lejos
de los volcanes activos, pueden creer, olvidadizos, en la bondad de la
naturaleza. Pero la naturaleza no tiene moral, no piensa en términos de bueno o
malo y, si pudiera, sonreiría a todos aquellos megalómanos que creen tener el
poder de protegerla o incluso salvarla.
Entonces, ¿una lección de esta crisis de la que podemos aprender algo? No teman, no tengo intenciones educativas, solo creo que tiene sentido darse cuenta de vez en cuando que, en una emergencia real, no podemos ni salvar el clima, ni el mundo y posiblemente ni siquiera a nosotros mismos. Y que hay muchas personas que no necesitan una nueva normalidad porque siguen viviendo en su vieja normalidad.
En la crisis, queda claro quién y qué
necesitamos realmente: nada de asteriscos de género o debates candentes sobre
inodoros para elles, nada de discursos políticamente correctos o campañas de
“normalización lingüística. No, lo que necesitamos son artesanos y
agricultores, carteros y camioneros, vendedores, farmacéuticos, médicos y
enfermeras. Gente normal. Haciendo cosas normales: contribuyendo mediante la
satisfacción de sus necesidades y sus vocaciones las necesidades de todos,
mientras estemos aquí.
No quiero terminar sin recordar que la resiliencia social,
esto es, la habilidad de los grupos o comunidades para luchar con estreses
y perturbaciones externas como resultado de cambios sociales, políticos y
ambientales, depende, entre otros factores, de la diversidad. Es decir,
cuanto más diferentes sean las partes del sistema y más abundantes, mayor será
el número de interacciones posibles y por consiguiente mayor su capacidad de
autoorganización resiliente.
Sólo desde el mantenimiento de la diversidad individual es
posible el desarrollo de nuevas interacciones que lleven a nuevas
“emergencias”, a cambios de paradigma. ¿A un nuevo normal, tal vez?
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