PÀGINES MONOGRÀFIQUES

1/9/20

Todas las personas tienen el derecho de no morir de hambre ni carecer de techo

SALARIO MÍNIMO UNIVERSAL PARA TODOS SIN DISTINCIONES

Un argumento humanista para implementarlo

La idea de un ingreso mínimo básico accesible a cualquier persona, sin distinción, puede defenderse desde una perspectiva humanista

En años recientes, ciertas discusiones económicas han explorado seriamente la posibilidad de implementar un “salario mínimo universal”, esto es, el derecho a recibir un ingreso fijo mínimo para cualquier persona, sin distinción de ningún tipo.

Para muchos, esta idea es impensable o intolerable. Bajo el sistema en que vivimos, que tiene implicaciones económicas pero también culturales e ideológicas, la posibilidad de recibir algo “gratuitamente” suena increíble, como si, en efecto, a cambio de otro tipo de apoyos sociales no se diera absolutamente nada a cambio. Estamos ya tan condicionados a intercambiar nuestra fuerza de trabajo por un salario, que cualquier otra manera de obtener algún tipo de ingreso nos parece extraordinaria o francamente imposible. 

Hay personas que incluso se rebelan a la idea de “recibir sin hacer,” sin darse cuenta que, de hecho, en las sociedades contemporáneas, caracterizadas por una economía basada en el consumo, prácticamente todas las acciones que realizamos, desde las más importantes hasta las más triviales, terminan por generar algún tipo de ganancia para el sistema económico en que vivimos. 

Entre otros efectos psicológicos y culturales, esa manera en que el ser humano considera su condición laboral y productiva, casi exclusivamente bajo el esquema de intercambio de fuerza de trabajo por un salario, conduce a la idea un tanto estrecha de que una persona es valiosa sólo por lo que hace activamente y por las ganancias económicas que obtiene por dichas actividades, o como si sólo su definición como ser humano se derivara sólo del trabajo asalariado que realiza (cuando, lo sabemos bien, una persona también es valiosa por sus afectos, sus habilidades, las relaciones que sostiene con otros, sus divertimentos, su manera subjetiva de colocarse en el mundo y más).

El trabajo, en efecto, es importante, y en las sociedades modernas tiene de hecho una primacía difícil de soslayar. ¿Sería posible un mundo de lo humano donde el trabajo como se concibe y realiza actualmente no existiera? No parece sencillo siquiera imaginarlo. Sin embargo, la idea del “salario mínimo universal” y la reflexión que la acompaña nos acerca quizá no a esa posibilidad, pero sí a algunas preguntas fundamentales a propósito del tiempo, energía y recursos que dedicamos a producir algo, no en un sentido económico, sino existencial, es decir, a todo aquello de nuestra vida que podemos considerar “en activo” y que en el curso de esa actividad transforma nuestra existencia al tiempo que genera un efecto sobre el mundo.

Desde un punto de vista que puede calificarse como humanista (en oposición a lo meramente económico o utilitario, esto es, que considere al ser humano como ser vivo y consciente y no sólo como una pieza más del sistema económico), la noción de una renta universal básica tiene como uno de sus fundamentos la idea de que si una persona pudiera desprenderse por un momento de la preocupación de “ganarse el sustento”, tendría entonces un mayor margen de acción o de libertad para desarrollar su potencial como ser humano. Dicho en otros términos, se pasaría de únicamente buscar la mera supervivencia a, en cambio, emprender el camino de la vida auténtica, la vida en consciencia plena, la vida realizada. 

Como decíamos al inicio, la idea del salario mínimo universal ha formado parte de ciertas discusiones económicas de nuestra época. Entre otros, el economista de origen francés Thomas Piketty, uno de los estudiosos más serios del capitalismo contemporáneo, ha defendido la necesidad de implementar dicha medida, particularmente bajo la premisa de que ésta podría contribuir significativamente a reducir la desigualdad inherente al sistema económico en que vivimos.

Desde otras perspectivas fuera de la economía, esta propuesta no es ni reciente ni nueva. En varios momentos en la historia del capitalismo ha sido evidente para algunos pensadores que si la humanidad aspira a vivir en condiciones más justas, más pacíficas, más armónicas incluso, es imprescindible atacar de algún modo la desigualdad que resulta inevitablemente de los procesos económicos propios del capitalismo y la cual, por otro lado, es necesaria para que el sistema económico se mantenga en marcha, en una suerte de círculo vicioso entre necesidad y miseria.

Entre otros autores, Erich Fromm fue uno de esos defensores de la idea del ingreso universal básico, para todos y sin distinciones. Según escribe en su obra ¿Tener o ser? (1976), ya desde 1955, en otras obras suyas, Fromm sostuvo que un ingreso anual garantizado contribuiría a desaparecer lo que él llamó “males” de las sociedades tanto capitalistas como comunistas (división geopolítica relevante en su época). Al respecto escribe Fromm:

La esencia de esta idea [el ingreso universal básico] es que todas las personas, trabajen o no, deben tener el derecho incondicional de no morir de hambre ni carecer de techo. Recibirán sólo lo que necesitan básicamente para mantenerse, pero no recibirán menos. Este derecho expresa un nuevo concepto en la actualidad, aunque es una norma muy antigua, proclamada por el cristianismo y practicada por muchas tribus "primitivas": los seres humanos tienen el derecho incondicional de vivir, sin importar si cumplen su "deber para con la sociedad". Otorgamos este derecho a nuestros animales favoritos, pero no a nuestros semejantes. 

Como vemos, el argumento central de Fromm para defender la implementación de un salario mínimo universal es sumamente elemental: los seres humanos tienen el derecho incondicional de vivir. ¿Por qué esta idea tan sencilla provoca tanta polémica y, sobre todo, oposición? ¿No es, por decirlo de alguna manera, la actitud solidaria mínima que tendríamos que tener con respecto a nuestros semejantes? ¿No somos todos parte de un mismo género –la humanidad– que, como tal, podríamos hacer el esfuerzo de vivir conjuntamente, en paz, cooperativamente, trabajando juntos en pos de un bien común? ¿Por qué este panorama nos parece a priori tan utópico, tan idílico, tan inalcanzable?

Con cierta cercanía a las líneas finales del Elogio de la ociosidad (1932) de Bertrand Russell, Fromm continúa, profundizando ahora sobre los beneficios humanos y sociales de tener una renta mínima asegurada:

El campo de la libertad personal se ampliaría enormemente con esta ley; una persona que es económicamente dependiente de otra (de un padre, de un esposo, de un jefe) ya no se vería obligada a someterse a la extorsión del hambre […].
El ingreso anual garantizado aseguraría una libertad y una independencia reales. Por ello, esto es inaceptable para cualquier sistema basado en la explotación y en el dominio […].

Este punto puede provocar un interés especial porque, en efecto, desde una perspectiva psicológica, económica y social, el intercambio entre fuerza de trabajo y salario tiene como fundamento un sistema de dominio y explotación que no muchas personas están dispuestas a cuestionar, cambiar y a veces ni siquiera a aceptar que viven sometidas a éste. Dado que el ser humano, por su propia condición, pasa sus largos primeros años en una relación de sujeción y dominio frente al Otro (tal y como lo describió con precisión Hegel con su idea de la “dialéctica del amo y el esclavo), las formas de ser asociadas con la obediencia, la subordinación, la sumisión y otras de ese tipo, se instalan profundamente en la subjetividad, generando subjetividades “útiles” a un sistema económico basado en la explotación.

Este es un proceso cultural sumamente complejo que, para poder entenderlo, es necesario mirar y analizar sin moralismo ni dogmatismo o prejuicios, sino con objetividad e incluso con ánimo científico. No es que esté “mal” o “bien” que se forme en la sujeción de otro y que, después, esto sirva a los fines del sistema económico capitalista. Esas categorías morales son inútiles por imprecisas. En todo caso lo importante es, de inicio, darse cuenta que dicho proceso es parte de la condición humana y, en un segundo momento, preguntarnos si hay posibilidad de transformarlo.

La resistencia a implementar un salario mínimo universal podría explicarse a la luz de dicho elemento tan estructural del ser humano. Quizá, en el fondo, quienes se oponen categóricamente a que se ofrezca un ingreso monetario a todas las personas, sin distinción de ningún tipo, sostengan dicha renuencia porque no han hecho consciente el sometimiento del cual son todavía sujetos, la explotación en la que viven, el miedo a su propia libertad y, por ende, no consideran aún la posibilidad de vivir de otra manera, bajo otras condiciones, tanto para sí mismos como para los demás.

Sin embargo, la historia del ser humano demuestra que los cambios son posibles, tanto a nivel personal como colectivo. No son sencillos ni inmediatos, tampoco fruto del azar, sino más bien resultado de un trabajo sostenido, común, constante. Por elemental que parezca, quizá una medida como el salario mínimo universal podría, como dice Fromm, contribuir a establecer una mejor convivencia no sólo entre seres humanos, sino también del ser humano hacia la vida en la Tierra y otros ámbitos donde la explotación se ha establecido como modo casi exclusivo de vínculo con el otro y con lo otro.

En el fondo, esta es la circunstancia que valdría la pena atender con urgencia.



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