Recientemente fui invitado a firmar una carta en
apoyo del manifiesto de la revista norteamericana Harper’s, cuyo contenido, por
cuanto apelaba a resistir frente a la cultura de la cancelación y defender algo
tan elemental como la libertad de opinión y debate, fue recibido de forma
virulenta por esa amalgama de tribalismos mutantes que se engloba bajo el
paraguas de la nueva izquierda, y que ha tomado al asalto, entre otros medios,
a The New York Times.
La carta tenía un enfoque progresista —el manifiesto
Harper’s también—, y no lo ocultaba, de hecho, se me advirtió antes de
remitirme el texto, por si prefería abstenerme de suscribirla. Pero no me
abstuve: la firmé. Aunque no participara del enfoque, su finalidad era lo
suficientemente noble como para aparcar mis diferencias y colaborar en una causa
que por encima de todo era necesaria. La libertad hay que defenderla siempre,
desde todos los frentes.
Aunque nuestra pureza intelectual pueda sentirse
comprometida, una carta así es un paso adelante. Marca una diferencia, pequeña,
sí, pero importante, puesto que de la negación y la pasividad se pasa al
reconocimiento del problema, a la toma de conciencia. Y ese es un cambio
significativo.
Otro cambio importante es, por fin, romper filas y compartir un mismo espacio con personas que piensan distinto. Lo cual pone de manifiesto que, para cuestiones trascendentes como la defensa de la libertad, todavía somos capaces de llegar a acuerdos, aunque sea para disgusto de los más intransigentes.
Otro cambio importante es, por fin, romper filas y compartir un mismo espacio con personas que piensan distinto. Lo cual pone de manifiesto que, para cuestiones trascendentes como la defensa de la libertad, todavía somos capaces de llegar a acuerdos, aunque sea para disgusto de los más intransigentes.
LA IMPORTANCIA DEL INDIVIDUO
Ahora bien, los manifiestos, las cartas y las
declaraciones no son más que piedras de toque, puntos de partida y, sobre todo,
llamadas a la acción que, pese a ser colectivas en origen, necesitan
transformarse en actitudes individuales. No cabe duda que, aunque tenga valor,
resulta más fácil dar un paso al frente si nos sentimos acompañados. Esto
significa que un manifiesto tiene utilidad si logra que después las personas
actúen por sí mismas, en sus respectivos entornos. Es ahí, solos y enfrentados
al intimidante cálculo coste-beneficio privado, cuando nuestros actos adquieren
verdadera relevancia. De otra forma, suscribir un manifiesto es como darse la
paz unos a otros con un apretón de manos para, al minuto siguiente, volver a
ser unos completos desconocidos.
Volviendo al manifiesto Harper’s, recientemente se ha
producido un suceso que está estrechamente relacionado con la preocupante
deriva totalitaria de un buen número de medios de información, y del que el
periodista José Carlos Rodríguez daba cuenta en Disidentia con una espléndida
nota titulada El
espacio menguante de los medios de comunicación. Se trata de un
incisivo análisis de lo sucedido con Bari Weiss, que, para quien no la conozca,
es una escritora y editora de opinión estadounidense que se ha visto obligada a
renunciar a su puesto de editora en el diario The New York Times ante la
imposibilidad de realizar su trabajo en un clima de intolerancia asfixiante.
Valga como síntesis de la historia el inquietante párrafo con el que concluye
el artículo: “Ahora Weiss forma parte de lo que ella llamó oscura red
intelectual de renegados. Una red sin apenas nodos en los que se encuentran
pensadores unidos sólo por su decisión de no sucumbir a la resignación.”
Tanto el manifiesto Harper’s como el caso Weiss, y otros
casos similares, apuntan a la preocupante situación de la libertad de debate y
opinión en la prensa norteamericana, situación que, a su vez, es reflejo de
movimientos tectónicos cuyos epicentros se sitúan en las universidades y en
buena parte de las élites estadounidenses. Sin embargo, esta deriva no es
patrimonio exclusivo de los Estados Unidos; también se manifiesta en otros
países, incluido el nuestro.
Podríamos pensar que allí la situación es bastante más
crítica, o al menos lo parece, y que la cancelación cultural que se manifiesta
en España es menos preocupante en la medida en que es importada, y aquí somos
distintos a los anglosajones. Y en buena medida es así, pero sólo hasta cierto
punto. En realidad, nuestra idiosincrasia añade a este fenómeno sus propias
particularidades, y son estas particularidades las que pueden suavizar la
deriva hacia la intolerancia o, por el contrario, hacerla todavía más
alambicada e insidiosa.
NO ES NADA PERSONAL, SÓLO NEGOCIO
Hace algunos años pasé por una experiencia similar a la
de Bari Weiss. Y, en teoría, tuvo mayor gravedad, por cuanto no era sólo un
editor, como Weiss, sino jefe de opinión. Cierto es que el diario en el que
estaba no era The New York Times, ni desde luego yo tenía el talento y el
reconocimiento de Weiss, tampoco mi nombre contaba con la mágica musicalidad
anglosajona. Pero lo que impidió que aquel episodio tuviera mayor repercusión
no fueron estas diferencias, sino las particularidades españolas; es decir, los
hábitos y costumbres preexistentes.
España es un país bastante más pequeño que los Estados
Unidos, eso es evidente. Aun así, es relativamente grande. Y lo es más todavía
si lo comparamos con la reducida dimensión de sus élites. La intelectualidad
orgánica y lo que podríamos llamar, para entendernos, “fuerzas vivas” son
anormalmente raquíticas para una nación cercana a los cincuenta millones de
almas. Esto puede indicar dos cosas: la primera y más evidente, que la
inteligencia media, que es el vivero de las élites, es demasiado mediocre; y la
segunda, la existencia de reglas informales que impiden desarrollar unas élites
equiparables, tanto en calidad como en cantidad, a las de otros países.
En este sentido, lo que descubrí con aquella desagradable
experiencia es que el comportamiento de muchos no es tanto producto del miedo a
enfrentarse a la corrección política, que entonces parecía incontestable, como
resultado de un cálculo que atiende a cuestiones más mundanas, alejadas de
cualquier visión remotamente ética o siquiera ideológica.
Aquí no importan los porqués sino los quiénes. Y la
pregunta a contestar suele ser muy simple: ¿qué resulta más conveniente?,
¿apoyar a quien poco puede ofrecer o mantener a salvo relaciones mucho más prometedoras?
La respuesta, planteada en estos términos, es obvia. En consecuencia,
cuestiones que se dirimen en el terreno de la ética o, si acaso, de la
ideología terminan convertidas en meras transacciones de intereses, en un
fulanismo donde la clave no es lo que se dice, sino quién lo dice.
Demasiado a menudo, este utilitarismo se traviste de
educación, de un “correctismo” que recuerda demasiado al puritanismo
victoriano, tan afectado y atento a las apariencias que, al final, comportarse
de forma correcta era un lamentable ejercicio de hipocresía. Esto explicaría,
por ejemplo, que criticar a Fernando Simón porque se marche a hacer surf a
Portugal se califique como descortés y excesivo, pues, al fin y al cabo, a qué
dedique cada uno su tiempo libre pertenece al ámbito privado y no al ámbito
político.
Lógicamente, el derecho a las vacaciones es un derecho
sagrado… en circunstancias normales. Pero quizá no lo sea tanto cuando lo
normal ha pasado a ser una cualidad del mundo de ayer, y los sagrados derechos
de antaño se han convertido en privilegios inaccesibles para millones de
personas, aunque no para Simón, claro está.
Es verdad que nos pilla demasiado lejos, pero aún así,
podemos imaginarnos en una trinchera de la Gran guerra, que nos están dando una
soberana paliza y que en plena ofensiva, de pronto, la oficialidad decidiera
marcharse de permiso. Desde esta perspectiva, tal vez y sólo tal vez, lo
incorrecto, lo maleducado, lo grosero es que haya quien dé lecciones de
urbanidad tomando el té con el meñique extendido en Scarborough mientras arden
los suburbios.
AGAMENÓN ES MUCHO MÁS PERSUASIVO QUE SU PORQUERO
Ahora bien, la suerte puede cambiar si el adalid de la
libertad es incondicional de algún partido político o, en su defecto,
contemporiza con ellos adecuadamente. Pero este cambio de la suerte no obedece
a razones ideológicas, aunque pueda parecerlo, sino a que los partidos pueden
dar y quitar salvoconductos a conveniencia porque son la expresión organizada
de las malas costumbres, de esas reglas informales que han permeado la sociedad
y en especial sectores como el periodismo.
Es un secreto a voces que los partidos se han convertido
en proveedores de favores, bandas que protegen y recompensan a los afines y
silencian, no ya tanto a los adversarios, como a los díscolos. Al fin y al
cabo, para los partidos el verdadero enemigo no es el adversario, porque al
adversario lo necesitan, sino quien se sitúa al margen de sus reglas
informales.
Tiene toda la lógica. En un modelo que vive de
patrimonializar el poder, de repartir favores y, por consiguiente, de generar
deuda, es necesario sostener la ficción de que hay una lucha a cara de perro
entre alternativas. Así, para que nadie mire la Luna en lugar del dedo, el
debate se radicaliza y se convence al público de que su toma de partido puede
suponer la diferencia entre el apocalipsis o la salvación.
El conocido aserto de que la verdad es la verdad, la diga
Agamenón o su porquero, puede parecer inapelable, pero lo cierto es que
Agamenón, como expresión práctica del poder, suele resultar mucho más
persuasivo que un cuidador de cerdos. Y en España, Agamenón no es un rey, es
Dios mismo. Manda sobre todas las cosas, también sobre los presuntos litigios
éticos, de hecho, los reduce a intereses básicamente pecuniarios.
Parafraseando a Brad Pitt en Mátalos suavemente,
España no es una comunidad nacional, es un puto negocio. De ahí que la lucha
por la libertad, cuando hay que pasarla del papel a la actitud cotidiana,
resulte insoportable, un incordio, una irritante excentricidad propia de gente
rara, extraña, sin ambición alguna. Gente, en definitiva, descortés y peligrosa
a la que es mejor mantener en silencio.
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