QUITANDO LA MÁSCARA AL CORONAVIRUS
El filósofo y polemista francés
Bernard–Henri Lévy publica mañana en España ‘Este virus que
nos vuelve locos’ (La Esfera), una llamada a recuperar la cordura frente a
los augures y a desmitificar la pandemia.
A mí también me dejó
boquiabierto. Pero lo que más boquiabierto me ha dejado no ha sido la pandemia.
Este tipo de desastres han existido toda la vida. La gripe española, con sus 50
millones de muertos, hace ya un siglo, causó más víctimas de las que se
cobrará, sin duda alguna, el COVID-19.
Por limitarnos a nuestra época,
a la que tengo edad de recordar, después de mayo de 1968 vivimos la famosa
gripe de Hong Kong, en la que un millón de habitantes del planeta murieron con
los labios cianóticos, hemorragia pulmonar o asfixia (en realidad, no fue tan
«famosa», ¡casi ha caído en el olvido! Lo comprobé dedicándole al inicio de la
crisis una de mis columnas).
Diez años antes, igualmente
borrada de la memoria colectiva, se vivió la gripe asiática que, de nuevo,
surgió en China; pasó por Irán, Italia, el este de Francia, Estados Unidos y
dejó 10 millones de muertos (de los que 100.000 fueron en Estados Unidos, en
Francia, probablemente, hubo una cantidad similar, muchos en hospitales mal
equipados donde los cadáveres, según cuentan los últimos testimonios, estaban
amontonados en las salas de reanimación sin que pudieran evacuarlos).
No, lo más sobrecogedor ha sido
la extraña manera que hemos tenido de reaccionar esta vez. La epidemia no solo es la del
coronavirus, sino la del miedo que se ha cernido sobre el mundo.
Hemos visto temperamentos de
acero que, de un día para otro, se han quedado paralizados. Hemos oído a los intelectuales,
que habían vivido otras guerras, recuperar la retórica del enemigo invisible,
de los combatientes de primera y segunda línea, de la guerra sanitaria total. Hemos
visto París vaciarse, igual que en el Diario sobre la
Ocupación de Ernst Jünger.
Hemos visto las urbes de todo
el mundo convertirse en ciudades fantasma con sus avenidas mudas, como senderos
campestres, donde los días, como decía Víctor Hugo, eran iguales que las
noches.
He visto, en los vídeos que me
enviaban desde Kiev y Milán, desde Nueva York y Madrid, también desde Lagos, Erbil
o Qamishli, a los escasos transeúntes que había por las calles yendo a toda
prisa, cuya presencia parecía únicamente para recordar la existencia de la
especie humana, aunque, en cuanto veían aparecer a otra persona, cambiaban de
acera, con la cabeza gacha.
Todos hemos visto, de un rincón
a otro del planeta, en los países más desfavorecidos igual que en las grandes
metrópolis, pueblos enteros estremecerse y dejarse confinar en sus hogares, a
veces a porrazos, como animales en su redil.
- Los manifestantes de Hong Kong, como por arte de magia, han desaparecido.
- Los peshmerga, esos guerreros cuyo nombre significa que saben desafiar a la muerte, se han refugiado en sus trincheras.
- Los saudíes y los hutíes, que disputaban en Yemen una guerra interminable, anunciaron, en cuanto se tuvo noticia de los primeros casos, un alto el fuego.
- Hizbulá se ha confinado.
- Hamás, que entonces lamentaba ocho casos, declaró tener un único objetivo bélico: obtener mascarillas de Israel. «¡Mascarillas!¡Mascarillas! ¡Nuestro reino por unas mascarillas! Si hace falta, dejaremos sin aliento a 6 millones de israelíes».
- El Dáesh ha declarado Europa zona de riesgo para sus combatientes, que se han ido corriendo a sonarse con pañuelos mentolados al fondo de alguna cueva siria o iraquí.
- Panamá, tras detectar un caso sospechoso, ha confinado en la jungla a 1.700 personas, desesperadas, que iban de camino a la frontera con Estados Unidos.
- Nigeria, sobre la que, unas semanas antes, publiqué un artículo dedicado a las masacres de los pueblos cristianos a manos de yihadistas fulanis, contabilizaba, a mediados de abril de 2020, según la agencia de noticias francesa AFP, doce muertos por el virus y dieciocho personas asesinadas por las fuerzas de seguridad por no respetar el confinamiento.
- Bangladés, donde estaba haciendo un reportaje unas horas antes de que Francia cerrara sus fronteras, acumulaba toda clase de calamidades; allí la gente moría de dengue, de cólera, por la peste, la rabia, la fiebre amarilla y virus desconocidos; pero en cuanto se detectaron algunos casos de COVID-19, todo el país, como una sola alma, se sumó al confinamiento.
¿Entonces? ¿Qué ha podido
suceder?
¿La viralidad no solo del
virus, sino del discurso en torno a él?
¿Ceguera colectiva como en la
novela de Saramago en la que una misteriosa epidemia condena a la ceguera a una
ciudad entera?
¿Victoria de los colapsológos
que desde hace tiempo predecían el fin del mundo y decían que veían cómo
asomaba la nariz, y ahora nos dan una última oportunidad para hacer enmienda y
poner el contador a cero?
¿La de los amos del mundo que
ven en este gran confinamiento —traducción del «gran encierro» sobre el que
teorizaba Michel Foucault en los textos donde esbozaba los sistemas de poder
del futuro— la repetición general de un nuevo tipo de requerimiento o una nueva
manera de hacer entrar en razón al cuerpo?
¿Un Gran Terror, como el de
1789, con su correspondiente ración de noticias falsas, conspiraciones, huidas
desesperadas y, un día, asonadas sin esperanza?
¿Lo contrario? ¿La señal,
tranquilizadora, de que el mundo ha cambiado, de que por fin considera que la
vida es sagrada y que, entre ella y la economía, ha elegido la vida?
¿O todo lo contrario? Una
pérdida colectiva del control, agravada por las cadenas de medios de
comunicación y las redes sociales, que, con su habitual matraca, día tras día,
con las cifras de recuperados, de enfermos graves y de muertos, nos han situado
en un universo paralelo donde no existía nada más en ningún rincón del mundo,
ninguna noticia que no fuera esa y que, literalmente, nos han hecho enloquecer.
¿Acaso no es ese el funcionamiento de la tortura china? ¿No ha sido demostrado
que el sonido de la gota de agua, repetido de manera indefinida, se convierte
en un amenazante dragón? ¿Cómo reaccionaríamos si la Dirección General de
Tráfico se atreviera a colocar a cada kilómetro un altavoz gigante que
anunciara, en bucle, los accidentes mortales en carretera de la jornada?
En estas semanas, he tenido en
la mesita de noche, siempre valiosísimo, el Discurso de la servidumbre
voluntaria de Étienne de La Boétie. Me ha acompañado, para intentar
pensar esta singular sumisión mundial a un acontecimiento que, repito, ha sido
trágico, pero de ningún sin precedentes, mis recuerdos de René Girard y de su
deseo mimético, que también es un virus y que, como todos los virus, causa
pandemias.
También de Jacques Lacan, quien
planteaba que, frente al surgimiento de un «punto de real», uno verdadero, que
nos choca y contra el que nos chocamos, que deja un hueco en el saber y del que
no hay imagen (¿acaso no es lo que sucede con cualquier virus nuevo, sea cual
sea?), la humanidad tiene dos opciones: la negación y el delirio, la neurosis y
la psicosis; Trump y su berrinche diciendo que hay que «liberar Michigan» o los
gobernantes inquietos por la amenaza, abanderada por colectivos de abogados, de
un «Nuremberg del coronavirus» y que consideran más prudente poner el mundo en
pausa.
Era demasiado pronto para
cortar en seco. Hoy, todavía, mientras escribo
estas líneas y el mundo empieza a «desconfinarse», es demasiado pronto no solo
para descifrar el código del virus, sino del pavor que ha suscitado.
Y yo, que también tengo mis
muertos a los que no he acabado de llorar, no tengo ánimos para reírme con la
risa brechtiana que, quizá, algún día, nos inspirará todo este espectáculo
protagonizado por la distancia social ante nuestra atónita mirada.
Sin embargo, ya es hora de
hablar de los efectos que ha tenido la pandemia en nuestra sociedad y en
nuestro espíritu. Sin embargo, ya es hora de hablar de lo que se ha puesto en
marcha tanto en eso que nos une como en lo más oscuro y profundo de nosotros
mismos.
Es cierto que, como le gustaba
decir, no sin un deje de ironía, a aquel médico alemán de finales del siglo
xix, padre de la anatomía patológica, Rudolf Virchow, «una epidemia es un
fenómeno social que conlleva algunos aspectos médicos». Ya ha llegado el
momento de tomar las riendas de la mente e intentar describir algunos de los
aspectos no médicos de esta historia.
Algunos son hermosos.
Hemos vivido momentos de
auténtico civismo y solidaridad. Y nunca celebraremos lo suficiente que la
sociedad, por fin, se haya dado cuenta no solo de la existencia, sino de la
eminente dignidad de un pueblo de humillados (personal sanitario, cajeros y
cajeras, agricultores, transportistas, barrenderos, libreros…) que, esta vez,
han salido de las sombras.
Pero hay otros aspectos menos
amables.
Se han dicho palabras, se han
adoptado costumbres, han vuelto reflejos que me han horrorizado. Los principios que yo defendía
y que son lo mejor de las sociedades occidentales se han visto atacados tanto
por el virus como por el virus del virus mientras moría la gente.
Y como las ideas también
morían, ya que viven de la misma materia que los seres humanos —y como es
posible que haya rebrotes—, esas ideas se han quedado varadas en la orilla,
igual que medusas muertas, han desaparecido sin dejar rastro, porque estaban,
como nosotros, hechas casi al completo de agua.
En este texto, trataré de
defender esos ideales.
Primer Pavor Mundial (igual que
se dice de la guerra): balance de etapa.
Como ahora lo que se lleva son
los recuentos, aquí presentaré no un balance estadístico, sino uno más difícil
de calcular (¿acaso no dice la ley del estupor que, cuando más duro es el
golpe, más alterada se ve la capacidad de razonar?): el recuento de los golpes
que han sufrido, durante esta extraña crisis, nuestras metafísicas íntimas: no
es demasiado pronto para esta batalla y ya no les corresponde ni a los
políticos ni a los médicos la responsabilidad o el riesgo de librarla.
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