EL COVID-19, ALIMENTO
DEL GRAN HERMANO
No corren buenos tiempos
para la libertad individual, la privacidad y, menos aún, para aquellos y
aquellas que luchan por un mundo radicalmente más justo, libre, igualitario y
pacífico.
Es un hecho constatado que el Covid-19 va a mostrar sus efectos perniciosos mucho más allá
del periodo oficial de la declaración oficial de la pandemia. Lo estamos viendo
día a día. Ya sea como consecuencia directa del parón económico derivado de los
confinamientos; ya por el oportunismo del capital, que pretende
instrumentalizar este impasse para acelerar reajustes aprovechando el estado de
shock social; ya por el eterno interés de los poderes estatales en controlar a
la ciudadanía, todo indica que van a catalizarse muchos procesos que se habían
iniciado antes de crisis.
El panorama que se presenta no es muy halagüeño. Es cierto que la pandemia
ha desnudado —otra vez— al capitalismo, que cada vez más personas saben que la
famosa mano del mercado, si es invisible, es simplemente
porque no existe, y que los de abajo, en momentos de dificultad, solo podemos
confiar en los estados y en nuestras propias redes de clase o personales. Solo
el pueblo salva al pueblo. Pero otra cosa es cómo se va a gestionar esta
concienciación forzosa y cómo las fuerzas políticas que supuestamente nos
representan, van a reaccionar ante el baño de realidad recibido.
Perder de facto la soberanía y las capacidades de actuación en cuestiones
de salud pública, en un momento en que ves cómo se mueren decenas de miles de
ciudadanos sin recibir los tratamientos médicos adecuados, ha de ser duro, pero
también clarificador para cualquier gobierno. Esto únicamente se arregla con más
estado, con más inversión pública y con mayor redistribución de la riqueza.
Pero su implementación efectiva solo será posible si la movilización ciudadana
exige en las calles reconstruir una sanidad pública y un estado de bienestar
destrozado tras años y años de recortes y de pérdida de derechos. De lo
contrario, nuestros dirigentes se olvidarán pronto de ello y volverán al
cortoplacismo miope y alienador.
Pero quiero centrarme aquí solo en los aspectos relativos al control social
y a los derivados de la generalización del uso de las popularmente conocidas
como nuevas tecnologías. Durante la crisis ha aumentado enormemente la
dependencia tecnológica de nuestras sociedades. Los avances informáticos pueden
servir para democratizar el acceso al conocimiento, para facilitar el contacto
humano, para tener acceso a cualquier producto o servicio desde casi cualquier
lugar del mundo, para trabajar, para el ocio, para informarse o para informar…
pero también para infinidad de temas relacionados con la pérdida efectiva de
derechos individuales, con el espionaje ciudadano, la manipulación, la
eliminación de la privacidad, la eliminación de la disidencia y, en definitiva,
con el cercenamiento de las libertades.
Que conste que, fuera del cine, no me seducen las distopías de estética
ciberpunk. En realidad soy un tecnófilo que cree firmemente que la ciencia y la
tecnología, usadas con sabiduría y la dirección adecuada, pueden mejorar la
vida de las personas, de todas las personas, y su relación entre sí y con el
medio ambiente. Aunque lo cierto es que tampoco tengo demasiada confianza en
los que rigen los designios del mundo y lo que pretenden hacer con las
posibilidades que la técnica les pone a su servicio.
El uso de monedas y billetes siempre se ha asociado como algo
verdaderamente sucio. Desde la irrupción en nuestras vidas del Covid-19, no han
faltado artículos y recomendaciones para prescindir del uso de la moneda física
y cambiarla por el dinero de plástico, por dinero virtual. Total, qué más da.
El dinero hace mucho que dejó de tener alguna referencia física para ser poco
más que una convención política con referencias más militares que económicas.
No dudo de la comodidad de no tener que ir a bancos a repostar las existencias
del vil metal, de no tener que prever llevar dinero para ir a cualquier sitio,
pero dejar obligatoriamente un rastro digital de cualquier pago que efectúe es
muy peligroso.
Cualquier gobierno, empresa o cualquier hacker avispado podría tener a
disposición el catálogo de preferencias, aficiones, gustos… de todas las
personas de una comunidad. Sería el sueño de empresas publicitarias como el vil
Google, pero también el de políticos sin escrúpulos con ansias despóticas o el
de las cloacas y servicios de inteligencia de los estados. La libertad de
elegir cómo hacer una transacción económica debe seguir existiendo como
derecho. Es evidente que será cada vez más difícil, dadas las tendencias
sociales y económicas imperantes, pero no debe dejar de ser una elección
personal. Quien no quiera seguir alimentando —aún más— al Gran Hermano, debería
poder mantener esa opción.
Muy relacionado con el control monetario, están los datos obtenidos de los
teléfonos y relojes inteligentes. Entre otras cosas, porque estos ingenios se
han convertido en instrumentos de pago al portar la misma información y los
mismos chips que las tarjetas de crédito que aún llevamos en la cartera —quizá
por poco tiempo—. Pero los teléfonos actuales son mucho más que eso, de hecho
son decenas de miles de veces más potentes que, por ejemplo, el ordenador que
llevó la primera misión tripulada a la Luna.
Lo más importante de todo, a los efectos que nos interesan, son los
sistemas de posicionamiento que funcionan desde los propios sistemas
operativos. Cualquier móvil se puede posicionar usando el GPS (Global
Positioning System) norteamericano, el GLONASS (Global’naya Navigatsionnaya Sputnikovaya
Sistema) ruso y las antenas de telefonía de manera simultánea. En breve, el
sistema incluirá modos de localización en ambientes interiores (grandes
superficies, hospitales, aeropuertos, museos…) para que no quede un lugar fuera
del alcance de sus sensores.
El geoposicionamiento está activado por defecto en los móviles, aunque
puede eliminarse con unos pocos clics. Sin embargo se usa, por ejemplo, para
localizar atascos en las apps de navegación y otras similares que funcionan
uniendo las huellas digitales de cientos o miles de usuarios de manera
colaborativa. Si en una autovía un número elevado de usuarios va a una
velocidad anormalmente baja, el sistema detecta que hay un problema y avisa al
resto de conductores para que vayan con precaución o para que elijan una vía
más rápida. Interesante ¿verdad? Esa es la parte bonita de la cuestión.
Son las empresas telefónicas las que poseen los millones de datos generados
por sus usuarios. Desde hace algún tiempo han montado departamentos
especializados para explotar esas enormes bases de datos para la realización de
estudios de todo tipo. Algunos muy típicos son los turísticos. Con la
colaboración de las telecos podemos saber cuánta gente visita una región, un
pueblo o un monumento concreto, de dónde son, en qué medio de transporte
llegaron, dónde han dormido, adónde fueron después, su nivel académico, dónde
comieron y, si en el estudio se sumó alguna empresa de tarjetas de crédito,
cuánto gastaron y en qué.
La precisión es brutal si comparamos las muestras que se emplean en
estudios de Big Data con, por ejemplo, las investigaciones demoscópicas usuales
que cuentan con estadísticas de unos pocos miles de personas encuestadas. Si
usamos una telefónica de las mayoritarias tendremos a nuestra disposición fácilmente
millones de datos con los que planificar acciones de publicidad, de renovación
de infraestructuras o de prioridad de inversiones.
¿Cuál es el lado negativo del manejo del Big Data? Pues algo muy parecido a
lo que hablamos en el caso anterior. En principio las empresas generan los
datos anonimizados, con la identidad borrada, para entendernos; pero de ahí a
poder conseguir absolutamente todos los datos que se necesiten con nombre y
apellidos por medios fraudulentos hay un paso muy fácil de dar. Nuestra
historia reciente está llena de ejemplos muy ilustrativos con espionaje
efectuado por los servicios de inteligencia de los propios estados. Mucho más
fácil será ahora que están en manos de empresas privadas.
Para colmo, se nos ha venido contando que los ubicuos teléfonos son la
mejor ayuda para controlar la expansión de un virus y que, parte del secreto
del éxito de la lucha contra la pandemia del covid-19 en los países asiáticos
ha recaído en el amplio uso del Big Data para localizar a infectados y sus contactos
o detectar quién ha roto el confinamiento obligatorio. Supuestamente los datos
son anónimos o estarán en manos de autoridades, pero si se cruzan con otras
informaciones en áreas pequeñas es fácil precisar una identidad concreta de
manera fiable. Las coronapps han sacado a la luz no pocas infidelidades en los
lugares donde han sido implementadas…
Estudios genéricos ya se comenzaron a hacer hace tiempo. Estados policiales
como Israel llevan estudiando intensamente a su ciudadanía más de 20 años a través
de los móviles. El Estado español elaboró en plena pandemia una normativa
especial, que supuestamente dejará de tener efecto cuando acabe el estado de
alarma, para estudiar la movilidad de la población mediante el análisis de 40
millones de teléfonos a través de un programa llamado DATACovid. Pero además,
se pide o se va a pedir nuestra colaboración solidaria para instalar pequeñas
app intrusivas, para lograr un bien común, ¿qué más da perder un poco de
privacidad si podemos así salvar nuestra vida y la de otros? —se nos argumenta.
En este sentido, habrá que estar atentos a la aplicación que están preparando
Apple y Google estos días. Entre ambas copan la práctica totalidad de los
sistemas operativos móviles del mundo y promete ser la definitiva arma telemática
contra la pandemia.
Si pueden saber permanentemente dónde estamos, con quién vamos y en qué
gastamos nuestro dinero; si pueden saber además nuestra ideología con solo
echar un vistazo a las redes sociales o a los libros que compramos, es que ya
vivimos plenamente en un mundo Orwelliano. Pero eso no es todo, sumemos la
instalación de cámaras de videovigilancia por doquier, dotadas de
reconocimiento facial a través de inteligencia artificial, de la extensión de
los servicios de telemedicina, de la instauración de pasaportes sanitarios para
permitir volar o viajar, de la necesidad cada vez mayor de firmas digitales
avaladas por estados… En definitiva, no corren buenos tiempos para la libertad
individual, la privacidad y, menos aún, para aquellos que luchan por un mundo
radicalmente más justo, libre, igualitario y pacífico. Sabemos de sobra qué
hacía el Gran Hermano con la disidencia…
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