PÀGINES MONOGRÀFIQUES

3/6/20

Sabemos de sobra qué hacía el Gran Hermano con la disidencia…


EL COVID-19, ALIMENTO DEL GRAN HERMANO

No corren buenos tiempos para la libertad individual, la privacidad y, menos aún, para aquellos y aquellas que luchan por un mundo radicalmente más justo, libre, igualitario y pacífico.
Es un hecho constatado que el Covid-19 va a mostrar sus efectos perniciosos mucho más allá del periodo oficial de la declaración oficial de la pandemia. Lo estamos viendo día a día. Ya sea como consecuencia directa del parón económico derivado de los confinamientos; ya por el oportunismo del capital, que pretende instrumentalizar este impasse para acelerar reajustes aprovechando el estado de shock social; ya por el eterno interés de los poderes estatales en controlar a la ciudadanía, todo indica que van a catalizarse muchos procesos que se habían iniciado antes de crisis. 
El panorama que se presenta no es muy halagüeño. Es cierto que la pandemia ha desnudado —otra vez— al capitalismo, que cada vez más personas saben que la famosa mano del mercado, si es invisible, es simplemente porque no existe, y que los de abajo, en momentos de dificultad, solo podemos confiar en los estados y en nuestras propias redes de clase o personales. Solo el pueblo salva al pueblo. Pero otra cosa es cómo se va a gestionar esta concienciación forzosa y cómo las fuerzas políticas que supuestamente nos representan, van a reaccionar ante el baño de realidad recibido.

Perder de facto la soberanía y las capacidades de actuación en cuestiones de salud pública, en un momento en que ves cómo se mueren decenas de miles de ciudadanos sin recibir los tratamientos médicos adecuados, ha de ser duro, pero también clarificador para cualquier gobierno. Esto únicamente se arregla con más estado, con más inversión pública y con mayor redistribución de la riqueza. Pero su implementación efectiva solo será posible si la movilización ciudadana exige en las calles reconstruir una sanidad pública y un estado de bienestar destrozado tras años y años de recortes y de pérdida de derechos. De lo contrario, nuestros dirigentes se olvidarán pronto de ello y volverán al cortoplacismo miope y alienador.
Pero quiero centrarme aquí solo en los aspectos relativos al control social y a los derivados de la generalización del uso de las popularmente conocidas como nuevas tecnologías. Durante la crisis ha aumentado enormemente la dependencia tecnológica de nuestras sociedades. Los avances informáticos pueden servir para democratizar el acceso al conocimiento, para facilitar el contacto humano, para tener acceso a cualquier producto o servicio desde casi cualquier lugar del mundo, para trabajar, para el ocio, para informarse o para informar… pero también para infinidad de temas relacionados con la pérdida efectiva de derechos individuales, con el espionaje ciudadano, la manipulación, la eliminación de la privacidad, la eliminación de la disidencia y, en definitiva, con el cercenamiento de las libertades.
Que conste que, fuera del cine, no me seducen las distopías de estética ciberpunk. En realidad soy un tecnófilo que cree firmemente que la ciencia y la tecnología, usadas con sabiduría y la dirección adecuada, pueden mejorar la vida de las personas, de todas las personas, y su relación entre sí y con el medio ambiente. Aunque lo cierto es que tampoco tengo demasiada confianza en los que rigen los designios del mundo y lo que pretenden hacer con las posibilidades que la técnica les pone a su servicio. 
El uso de monedas y billetes siempre se ha asociado como algo verdaderamente sucio. Desde la irrupción en nuestras vidas del Covid-19, no han faltado artículos y recomendaciones para prescindir del uso de la moneda física y cambiarla por el dinero de plástico, por dinero virtual. Total, qué más da. El dinero hace mucho que dejó de tener alguna referencia física para ser poco más que una convención política con referencias más militares que económicas. No dudo de la comodidad de no tener que ir a bancos a repostar las existencias del vil metal, de no tener que prever llevar dinero para ir a cualquier sitio, pero dejar obligatoriamente un rastro digital de cualquier pago que efectúe es muy peligroso.
Cualquier gobierno, empresa o cualquier hacker avispado podría tener a disposición el catálogo de preferencias, aficiones, gustos… de todas las personas de una comunidad. Sería el sueño de empresas publicitarias como el vil Google, pero también el de políticos sin escrúpulos con ansias despóticas o el de las cloacas y servicios de inteligencia de los estados. La libertad de elegir cómo hacer una transacción económica debe seguir existiendo como derecho. Es evidente que será cada vez más difícil, dadas las tendencias sociales y económicas imperantes, pero no debe dejar de ser una elección personal. Quien no quiera seguir alimentando —aún más— al Gran Hermano, debería poder mantener esa opción.
Muy relacionado con el control monetario, están los datos obtenidos de los teléfonos y relojes inteligentes. Entre otras cosas, porque estos ingenios se han convertido en instrumentos de pago al portar la misma información y los mismos chips que las tarjetas de crédito que aún llevamos en la cartera —quizá por poco tiempo—. Pero los teléfonos actuales son mucho más que eso, de hecho son decenas de miles de veces más potentes que, por ejemplo, el ordenador que llevó la primera misión tripulada a la Luna.
Lo más importante de todo, a los efectos que nos interesan, son los sistemas de posicionamiento que funcionan desde los propios sistemas operativos. Cualquier móvil se puede posicionar usando el GPS (Global Positioning System) norteamericano, el GLONASS (Global’naya Navigatsionnaya Sputnikovaya Sistema) ruso y las antenas de telefonía de manera simultánea. En breve, el sistema incluirá modos de localización en ambientes interiores (grandes superficies, hospitales, aeropuertos, museos…) para que no quede un lugar fuera del alcance de sus sensores. 
El geoposicionamiento está activado por defecto en los móviles, aunque puede eliminarse con unos pocos clics. Sin embargo se usa, por ejemplo, para localizar atascos en las apps de navegación y otras similares que funcionan uniendo las huellas digitales de cientos o miles de usuarios de manera colaborativa. Si en una autovía un número elevado de usuarios va a una velocidad anormalmente baja, el sistema detecta que hay un problema y avisa al resto de conductores para que vayan con precaución o para que elijan una vía más rápida. Interesante ¿verdad? Esa es la parte bonita de la cuestión.
Son las empresas telefónicas las que poseen los millones de datos generados por sus usuarios. Desde hace algún tiempo han montado departamentos especializados para explotar esas enormes bases de datos para la realización de estudios de todo tipo. Algunos muy típicos son los turísticos. Con la colaboración de las telecos podemos saber cuánta gente visita una región, un pueblo o un monumento concreto, de dónde son, en qué medio de transporte llegaron, dónde han dormido, adónde fueron después, su nivel académico, dónde comieron y, si en el estudio se sumó alguna empresa de tarjetas de crédito, cuánto gastaron y en qué.
La precisión es brutal si comparamos las muestras que se emplean en estudios de Big Data con, por ejemplo, las investigaciones demoscópicas usuales que cuentan con estadísticas de unos pocos miles de personas encuestadas. Si usamos una telefónica de las mayoritarias tendremos a nuestra disposición fácilmente millones de datos con los que planificar acciones de publicidad, de renovación de infraestructuras o de prioridad de inversiones. 
¿Cuál es el lado negativo del manejo del Big Data? Pues algo muy parecido a lo que hablamos en el caso anterior. En principio las empresas generan los datos anonimizados, con la identidad borrada, para entendernos; pero de ahí a poder conseguir absolutamente todos los datos que se necesiten con nombre y apellidos por medios fraudulentos hay un paso muy fácil de dar. Nuestra historia reciente está llena de ejemplos muy ilustrativos con espionaje efectuado por los servicios de inteligencia de los propios estados. Mucho más fácil será ahora que están en manos de empresas privadas.
Para colmo, se nos ha venido contando que los ubicuos teléfonos son la mejor ayuda para controlar la expansión de un virus y que, parte del secreto del éxito de la lucha contra la pandemia del covid-19 en los países asiáticos ha recaído en el amplio uso del Big Data para localizar a infectados y sus contactos o detectar quién ha roto el confinamiento obligatorio. Supuestamente los datos son anónimos o estarán en manos de autoridades, pero si se cruzan con otras informaciones en áreas pequeñas es fácil precisar una identidad concreta de manera fiable. Las coronapps han sacado a la luz no pocas infidelidades en los lugares donde han sido implementadas…
Estudios genéricos ya se comenzaron a hacer hace tiempo. Estados policiales como Israel llevan estudiando intensamente a su ciudadanía más de 20 años a través de los móviles. El Estado español elaboró en plena pandemia una normativa especial, que supuestamente dejará de tener efecto cuando acabe el estado de alarma, para estudiar la movilidad de la población mediante el análisis de 40 millones de teléfonos a través de un programa llamado DATACovid. Pero además, se pide o se va a pedir nuestra colaboración solidaria para instalar pequeñas app intrusivas, para lograr un bien común, ¿qué más da perder un poco de privacidad si podemos así salvar nuestra vida y la de otros? —se nos argumenta. En este sentido, habrá que estar atentos a la aplicación que están preparando Apple y Google estos días. Entre ambas copan la práctica totalidad de los sistemas operativos móviles del mundo y promete ser la definitiva arma telemática contra la pandemia.
Si pueden saber permanentemente dónde estamos, con quién vamos y en qué gastamos nuestro dinero; si pueden saber además nuestra ideología con solo echar un vistazo a las redes sociales o a los libros que compramos, es que ya vivimos plenamente en un mundo Orwelliano. Pero eso no es todo, sumemos la instalación de cámaras de videovigilancia por doquier, dotadas de reconocimiento facial a través de inteligencia artificial, de la extensión de los servicios de telemedicina, de la instauración de pasaportes sanitarios para permitir volar o viajar, de la necesidad cada vez mayor de firmas digitales avaladas por estados… En definitiva, no corren buenos tiempos para la libertad individual, la privacidad y, menos aún, para aquellos que luchan por un mundo radicalmente más justo, libre, igualitario y pacífico. Sabemos de sobra qué hacía el Gran Hermano con la disidencia…

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