Lo que no quieres es volver a la vida de mierda
Llevas semanas diciéndole a
todo el mundo que tienes el “síndrome de la cabaña”, que no tienes ganas de
salir de casa, que aunque desescalen tu provincia tú te quedas todavía en fase
1. Hace dos meses te morías por salir, se te caía encima la casa, y ahora que
ya no hay horarios ni límites te pasas dos o tres días sin pisar la calle. Lo
cuentas como un chiste, bromeas con el perezón que te da vestirte de persona
tras tantas semanas. Otras veces argumentas en serio: el miedo al contagio, la
irresponsabilidad de la gente, el desánimo tras tanto miedo y dolor.
En tele, radio y periódicos
hablan del “síndrome de la cabaña”, entrevistan a terapeutas que dan consejos
para superarlo, dan voz a ciudadanos que dicen sentirse como tú, sin ganas de
desconfinarse, seguros en el hogar. Hay famosos que confiesan sufrir el mismo
síndrome, y en las redes sociales abundan los testimonios, lo mismo entre tu
familia y amigos. No se hable más, está claro lo que te pasa: tienes el
“síndrome de la cabaña”. De manual. Diagnosticado. Ya se te pasará.
Pues no. No tienes el “síndrome
de la cabaña”. No existe tal cosa, ninguna patología tipificada bajo ese
nombre. Es un invento, una tontada simpática, pura psicología de suplemento
dominical, el enésimo intento por patologizar todo lo que nos pasa, para a
continuación venderte consejos, terapias o pastillas. Como el síndrome
postvacacional, el bajonazo ese que te da todos los años cuando tienes que
volver al curro y que también merece cada septiembre reportajes y consejos
psicológicos.
Así que deja de usar como
excusa la cabaña, no es eso lo que te pasa. Y me da que tampoco es el miedo al
coronavirus, o no solo eso. Igual es que el confinamiento no ha estado tan mal.
Sí, lo has vivido con angustia e impotencia, has echado de menos a tu gente
querida, has sentido incertidumbre por el futuro, y ni la convivencia
familiar ni la soledad son fáciles. Pero ahora que puedes salir, te das cuenta que
no se estaba tan mal en casa, ¿verdad? Lamentas todo lo que querías hacer y no
pudiste; pero también piensas en todo lo que debías hacer e incumpliste, y no
pasó nada. Te perdiste citas, celebraciones, viajes, encuentros familiares y
amistosos que no se compensaban con vídeollamadas. Pero también te perdiste
todo aquello que en la vida anterior al coronavirus te impedía precisamente
disfrutar de toda esa vida familiar y amistosa.
Si no te consideraron
trabajador esencial, te mandaron a casa nada más empezar el estado de alarma,
con o sin ERTE. No han sido unas vacaciones, pero tampoco se parecía a cuando
otras veces te quedaste en paro. O quizás has estado teletrabajando. Que ya sé
que el verdadero teletrabajo es otra cosa, y si encima tienes niños no me
cuentes más; pero reconoce que no has echado mucho de menos la oficina. A los
compañeros sí, y ciertas rutinas, pero qué pocas ganas de volver a salir cada
mañana temprano de casa para volver arrastrando los pies y el mal humor a
las tantas.
Y aunque el jefe convocaba
reuniones por videoconferencia a las ocho de la mañana para asegurarse de que
no os quedabais en la cama, y en muchos momentos has sentido que el trabajo
invadía tu casa entera, qué gusto disponer tú de tu jornada laboral, marcar tus
ritmos y tus pausas. Dicen que hemos sido más productivos que nunca en el
confinamiento. Y encima hemos gastado menos, reducido el consumo a lo más
esencial. Hay quien hoy es más pobre por el parón económico, sí; pero también
hay hogares que han llegado a fin de mes por primera vez en años, y hasta han
ahorrado.
No quieres salir de casa,
porque sabes que en cuanto salgas empezará a correr el reloj. Ese mismo reloj
que iba desesperadamente lento durante las semanas de encierro absoluto. “No
tengo tiempo”, “No me da la vida”, eran tus frases más repetidas antes, ¿te
acuerdas? Y ahora has tenido todo el tiempo del mundo. Incluso trabajando te ha
sobrado tiempo, desaparecidas todas esas otras obligaciones que acortaban las
semanas.
Si tienes niños ellos
marcan un tiempo propio, pero has pasado más horas con ellos en dos meses de
las que pasarías en todo un año. Hay convivencias que se han resentido, quizás
ya venían heridas de antes; pero también hay muchas familias que se han
reencontrado durante el confinamiento, y se han querido más y cuidado mejor.
Tanto tiempo quejándonos de
vivir en una rueda de hámster, de tener una vida de mierda; tanto tiempo
lamentando retóricamente las exigencias laborales, el frenesí consumista y la
debilidad de nuestros vínculos, tanto tiempo sintiendo que habíamos perdido el
control de nuestras vidas y que íbamos a la deriva, tanto tiempo fantaseando
con tirar del freno de emergencia y que se pare el mundo que yo me bajo, y de
pronto sucedió lo impensable: se paró. Se paró del todo.
Y sí, queremos reanudar la marcha,
y recuperar tantas cosas que hemos perdido, nuestras vidas donde las dejamos en
marzo. Pero tememos que reanudar la marcha suponga volver a nuestras vidas
ansiosas e hiperproductivas de entonces. O peor: nuestras vidas ansiosas e
hiperproductivas de entonces, pero quitándoles parte de lo que las hacía
soportables. Con distancia social, sin besos ni abrazos, con aforo en las
playas. La nueva normalidad.
No lo llames “síndrome de la
cabaña”. Lo que no tienes es ganas de seguir con la vida de mierda.
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